Antisemitismo

JORGE ROZEMBLUM

¿Puede el hecho terrible del odio ancestral y visceral cargarse de un efecto positivo? Sólo es una trampa intelectual: de nada sirve sufrir la discriminación si no se actúa por repararla.

El odio irracional al judío ha causado millonarias muertes a lo largo de los siglos. Si bien el peor caso sin duda fue el holocausto nazi, la época de las cruzadas también fue ocasión propicia para masacres de camino al Santo Sepulcro, sin olvidar las matanzas del Siglo XIX que dieron lugar a la inclusión de la palabra pogromo en muchos idiomas, o las algaradas ibéricas de finales del XIV. Y aunque el antisemitismo no debería contarse sólo por cadáveres, sino también por el sufrimiento y las cicatrices que deja de por vida en los supervivientes, hay un precepto que anula todos los otros mandamientos: pikuaj nefesh, la preservación de la vida, que la diferencia claramente de la vía sin retorno de la muerte, en las condiciones que sean.

Desde este último punto de vista hay que valorar aquellas situaciones que, pese al dolor que generan, sirven para seguir vivos. El caso más patente y universal es el de la defensa propia: por más que nos repugne la violencia, es ética su utilización ante una amenaza real. Pero existen casos más complejos y aparentemente contradictorios que quisiera ilustrar con la historia de mi propia familia, que durante siglos vivió en una próspera ciudad en la que a principios de los años 30 la comunidad judía constituía el 42%, época en la que las inclemencias políticas desataron olas de pobreza y antisemitismo. En ese clima de intolerancia y sufrimiento, mis antepasados tomaron la decisión de dejar la tierra que habían habitado al menos durante tres siglos para instalarse en uno de los pocos países que permitían la inmigración de judíos en épocas de crisis económica mundial. A mediados de octubre de 1942, los 30 mil judíos que quedaban en Brest fueron fusilados al borde de fosas. Sólo sobrevivieron 7.

También escaparon a la matanza sistemática de los judíos europeos aquellos que no pudieron soportar el antisemitismo totalitario y se marcharon a las pocas geografías -desconocidas e inciertas- en las que, aunque fuera ilegalmente en muchos casos, pudieron entrar. Eso salvó sus vidas, como muchos siglos antes el rabino cordobés Maimónides salvó la suya de las atrocidades de los almohades, vagando por distintos continentes durante suficientes años para convertirse en uno de los sabios más venerados de nuestro pueblo y la historia general. ¿Qué hubiera sido de ese joven de apenas 13 años si su familia no hubiera decidido sacrificar todo lo que tenían para huir de la intolerancia?

¿Puede el hecho terrible del odio ancestral y visceral cargarse de un efecto positivo? Sólo es una trampa intelectual: de nada sirve sufrir la discriminación si no se actúa por repararla. No salvamos la vida si no salvamos el alma, que es la traducción literal del mencionado pikuaj nefesh. Y no salvamos el alma sólo por seguir respirando, si no luchando mientras respiremos por acabar con esa lacra de desprecio incrustada desde hace milenios en la mirada de los demás, si no denunciamos cualquier atisbo de esa enfermedad moral cuyos síntomas, a fuerza de  ser habituales y mayoritarios, pasan desapercibidos incluso al propio infectado.

 

*El autor es director de Radio Sefarad.


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