jacobo-zabludovsky JACOBO ZABLUDOVSKY

 

Ayudaba en la venta de retazos en La Merced. Aprendí que los kilos tienen mil gramos y ahí terminó mi experiencia mercantil.

Desde hace unos días, la revelación casi súbita de que llevo 72 años dedicado a descifrar mi oficio, me hizo buscar en los archivos de la memoria recuerdos de 1943, cuando empecé a trabajar.

Carezco de la magia que convirtió a un soldado español llamado Bernal Díaz del Castillo en el narrador más preciso de la Conquista. A los 19 años llegó de Europa a lo que hoy es Guatemala, sembró algunas semillas de naranja, se reunió con la tropa de Hernán Cortés y empezó a guardar para siempre los datos de la verdadera historia que escribió después de los 90.

No tengo esa facultad ni la pluma fácil y seductora de Bernal Díaz. Por eso, regresar a lo hecho durante más de 70 años, me ha exigido un esfuerzo especial. Rescato como de un archivo desordenado y destartalado ciertas imágenes y algunos sentimientos decisivos en mi vida.

Yo era un estudiante del segundo año de bachillerato en Ciencias Sociales de la Escuela Nacional Preparatoria en San Ildefonso. Los fines de semana ayudaba a un vecino, corrector de pruebas del periódico El Nacional.

Ahí, frente a la Alameda, detrás del hotel Regis, olí por primera vez el aroma de la tinta, oí el ruido de las rotativas y acaricié con mis dedos el plomo de los linotipos. Todo esto me predeterminó el ser periodista.

De vez en cuando ayudaba a mis padres en la venta de retazos por kilo en el barrio y mercado de La Merced. Aprendí que los kilos tienen mil gramos y ahí terminó mi experiencia mercantil.

Lo que yo quería era ser locutor de radio. En ese 1944 inicié mis trámites para obtener mi licencia de locutor cuya fecha es el primer día hábil, 3 de enero, de 1945.

Antes me colé en algunas estaciones de radio, donde me admitieran a mis 16 años, sin permiso y sin experiencia.

La memoria traiciona: uno quisiera recordarlo todo y no es posible. En aquel año 44 estaba en XEQK, la estación de la Hora Exacta en la calle de Uruguay; trabajaba una hora y descansaba otra a un peso veinticinco centavos la hora.

Trabajé en la XEMC, “la estación más española del mundo”, cerca de Xochimilco, cuyo dueño cobraba anuncios en intercambio, y a veces nos pagaba con jaletinas.

La memoria engaña. No había entonces presagio ni premonición. Existía más bien el deseo de abrirse paso. De encontrar un camino.

Como quien se mueve en un paraje de senderos confusos y veredas difíciles. Era paciencia en las antesalas, terquedad al pulsar timbres mudos y decisión de abrir puertas cerradas.

Era 1943. Fue el año en que empezaron a filtrarse las noticias siniestras de lo que luego íbamos a conocer como el Holocausto. El nazismo perfilaba su sombra ominosa sobre el futuro de la humanidad persiguiendo la desaparición del pueblo judío.

Entonces zarpó el barco del periodismo que habría de tocar cientos de puertos y recoger miles de pasajeros; de los que han hecho historia, de los que son sólo anécdota y de los que ya no queda huella. La memoria es falible. Uno no puede recordar todas las escalas de ese navegar. Este oficio me sentó junto a Ben Gurión para compartir la comida en el kibutz de Zde Voker. Me llevó a viajar con todos los presidentes de México, desde Adolfo Ruiz Cortines, en 1956, a Panamá, hasta Vicente Fox. Me hizo entrar con Fidel Castro a La Habana, en 1959. Me dio el privilegio de ver caer el Muro de Berlín y ser testigo de la muerte del mundo socialista. Viví los estallidos atómicos del siglo XX, el renacer de Israel, gocé caminar con Rubinstein en París o que me cantara Lola Beltrán frente a un Leonid Brezhnev estupefacto en el Kremlin. Hablar de arte con Salvador Dalí en Cadaqués. He podido estar en la caída del Palacio de la Moneda, en Santiago de Chile, en la muerte de Franco, el funeral de Churchill, el sepelio de De Gaulle, las balas asesinas de los dos Kennedy. El cambio del mapamundi entero. Narré el dolor de México en el terremoto de 1985, así como el inicio de la era espacial y el regocijo de la llegada del hombre a la Luna.

Pude vivir la experiencia de dejar atrás un siglo y entrar a un nuevo milenio.

He tenido el raro privilegio de ser testigo, participante y cronista de lo que sucede en mi tiempo, finalmente lo que pasa dentro de mí.

El juego eterno de la razón y el corazón ante lo que nos sucede.

En mi trabajo esto es más intenso: mi razón me lleva a ser fiel al hecho, y así lo asumo. Mi corazón me lleva a dolerme con los míos.

Estas memorias están dedicadas a Sarita.

Quiero recordar a mi padre, a mi madre, a mi hermana y a mi hermano.

La memoria es breve para todo y para todos los que merecen recuerdo. Respiro los aires de la amistad, los de la familia, los de la complicidad, del cariño. En un camino largo se guardan versos olvidados y voces que quieren ser escuchadas.

Fuente:eluniversalmas.com.mx