Giuseppe Verdi

GUSTAVO PEREDNIK

El sionismo se ha dado también en creaciones culturales como los oratorios de Haendel o la operística de Verdi.

En la cultura moderna, la historia de las ideas puede abordarse como la de creaciones binarias: la música en Mozart y Haydn, la sicología en Freud y Jung, el ajedrez en Lasker y Tarrash, la economía en Hayek y Keynes, la filosofía en Hegel y Kierkegaard, por ejemplo. En la pugna de la ópera, los contrincantes son Verdi y Wagner.

Respectivamente en Italia y Alemania, crearon escuela, renovaron el arte, desa­rrollaron el drama musical. Ambos fueron nacionalistas. Pero mientras para Wagner ello significaba un exasperado chovinismo que se nutría de valkirias, nibelungos y pura gloria germánica, en Verdi el patriotismo es de apertura, de aspirar a la propia independencia y no al menoscabo de los otros, de nutrirse de las diversas fuentes creadoras de la humanidad.

Wagner es Alemania por sobre el mundo; Verdi es Italia para el mundo, y sus óperas recurren a la creación de españoles (Antonio García Gutiérrez y Ángel Pérez de Saavedra en El trovador, Simón Boccanegra, La fuerza del destino) de franceses (Víctor Hugo y Alexandre Dumas en Ernani, Rigoletto, La traviata; también Jerusalem), de ingleses (Shakespeare y Geor­ge Byron, en Macbeth, Otello, y la última Falstaff; así como Los dos Foscari), y de alemanes (Schiller en Luisa Miller y Don Carlos).

Es cierto que en contraste con la apabullante complejidad y profundidad de Wagner, las armonías verdianas son más simples. Así es, porque para Verdi el foco era la voz y la belleza de las melodías. Por ello, en la música extra teatral Verdi prevaleció. Su estilo por excelencia es el canto sublime.

Es de admirar cómo la revolución wagneriana moldeó la música subsecuente, pero esa metamorfosis cultural también contribuyó a forjar la Europa xenófoba y genocida que aún no ha muerto. No es casual que los judíos que caen en el wagnerianismo devoto y militante, como Daniel Barenboim, deben abrevar también en la ponzoña del auto odio.

La inspiración con la que seduce Verdi es muy distinta: una en la que la relación para con los judíos incluye reciprocidad.

El romanticismo engendró la ópera como arte característico, porque ronda en torno del drama, de la melodía hermosa, de las arias virtuosas. Así son las de Verdi. En las wagnerianas, por el contrario, la protagonista es la orquestación, siempre portadora de lo fundamental de la narrativa. La ausencia de arias tiene en sus óperas un efecto deshumanizador.

El gusto romántico es de sinestesia, y por eso se ve atraído por la ópera, que logra combinar drama, música instrumental, poesía cantada, danza, pintura y diseño arquitectónico. Su nervio era la preocupación humana, la representación de emociones a veces extravagantes, que escapaban del mundo privado de la aristocracia hacia el entretenimiento masivo.

Ahí radica otro aspecto en el que Verdi supera a Wagner: el balance entre las intimidades de sus protagonistas con el mundo objetivo en el que se desenvuelven.

Ahora bien, la ópera, precisamente por apelar a pasiones, puede en algunos casos encender la chispa nacionalista, y de hecho tuvo consecuencias políticas. Un caso fue el estreno en Bruselas de La muerte de Portici de Daniel Auber (1830), que desencadenó la rebelión belga contra los holandeses. Pero el caso más renombrado fue Verdi, cuyas primeras óperas fueron recibidas como expresiones del nacionalismo italiano.

La ópera sionista

Las primeras grandes óperas de Verdi fueron corolario de su tragedia personal. Meses después de que en La Scala de Milán se estrenara la primera, fallecieron su esposa y sus dos hijos. Quebrado, Verdi presentó en 1840 Un día del reino, un triste fracaso que no pasó de una sola función. El genio decidió no componer nunca más.

Pero alguien se impuso contrarrestar el desánimo de Verdi. Fue Bartolomeo Merelli, el director de La Scala, quien trató de recuperar al compositor solicitándole que leyera un libreto de Temistocle Solera que había sido rechazado por el joven compositor alemán Otto Nicolai, y que se basaba en la biografía del rey babilónico Nabucodonosor II.

El libreto venía escrito en un largo manuscrito enrollado. Las biografías de Verdi revelan que cuando este regresó a su casa, arrojó con desgano el rollo sobre la mesa, y el libreto se abrió en unas líneas que resucitaron su imaginación: Va, pensiero, sull’ali dorate, “¡Vuela, pensamiento, con alas doradas, pósate en las praderas y en las cimas donde exhala su suave fragancia el aire dulce de la tierra natal!”. Era el calor de la patria.

Esta anécdota recuerda un episodio biográfico de uno de los prohombres del sionismo, Zeev Jabotinsky, quien, durante los días del accionar de batallones judíos durante la Primera Guerra Mundial, había hallado bajo desperdicios y ruinas un trozo de pergamino de la Biblia. Al quitarle la ceniza que lo cubría, el texto reveló dos palabras que despertaron su imaginación: Beeretz nojriá (en tierra extraña). Ellas resumían la estancia de los judíos en Rusia. Oh sorpresa: mientras para Jabotinsky la patria anhelada era Sión, para Verdi… ¡también!

Verdi leyó con reticencia el drama completo, y regresaron a él las palabras del coro de esclavizados, que lo emocionaban una y otra vez. Era el clamor por la tierra perdida. ¡Va pensiero, vuela, pensamiento, a la patria!

Verdi hizo a un lado sus inhibiciones y percibió en esa invocación un canto independentista italiano. De igual modo lo recibió el público. Durante el estreno el 9 de marzo de 1842 en La Scala, hubo tumultos de agitación nacional. Va pensiero se convirtió en el grito de reunión para la resistencia italiana a la ocupación austríaca. Anhelaban coronar a Víctor Emanuel de Saboya como rey de Italia unificada. Y hasta el mismo nombre Verdi pasó a ser símbolo de la causa patriótica, ya que sus siglas indicaban “Víctor Emanuel Rey De Italia”.

Así, cuando los militantes del Risorgimento italiano deseaban burlar a la policía austriaca, pues se limitaban a gritar “¡Viva Verdi!” y así ocultaban los vítores al rey.

Cabe destacar que el Va Pensiero, se ha trasformado en una línea central de la historia de la música, un verso que ha despertado los sentimientos nacionales de la Italia que clamaba por independencia, es al mismo tiempo una declaración sionista por antonomasia. Los esclavos del coro son los judíos que en Babilonia imploraban retornar a su país y dejaban a su nostalgia estallar en la cuarta escena del acto tercero:

“¡Vuela pensamiento, con alas doradas, pósate en las praderas y en las cimas, donde exhala su suave fragancia el aire dulce de la tierra natal! ¡Saluda a las orillas del Jordán y a las destruidas torres de Sión! ¡Ay, mi patria, tan bella y abandonada! ¡Ay, recuerdo tan grato y fatal! Arpa de oro de los fatídicos vates, ¿por qué cuelgas silenciosa del sauce? Revive en nuestros pechos el recuerdo, ¡háblanos del tiempo que fue! Canta un aire de crudo lamento al destino de Jerusalén, o que te inspire el Señor una melodía que infunda virtud al partir”.

El Jordán, Sión, Jerusalén, y una paráfrasis de los Salmos. La tierra añorada es la de Israel.

La nación italiana sintió, en la plegaria de los judíos para sacudirse su cautiverio, sus propias esperanzas de liberarse del imperio austríaco. En efecto, en Nabucco se confunden el dolor de Verdi, el de la Italia que lucha, y el del pueblo judío como arquetipo de la tragedia ante la cual uno no se rinde.

El duelo personal se sublimó en sus primeras obras maestras, con Nabucco a la cabeza, en la que la principal soprano (Giuseppina Strepponi) se convertiría en la segunda esposa de Verdi. En esta ópera se recuperaba Verdi: el hombre, el genio y el patriota. A partir de ese momento, sus composiciones pasaron a simbolizar la independencia italiana.

Nabucco

La historia es simple; trascurre en Jerusalén y Babilonia en el año 587 a.e.c. Cada uno de los cuatro actos se introduce con versículos de distintos capítulos del libro del profeta Jeremías, que anuncian la destrucción de Babilonia.

Nabucodonosor (barítono) ha invadido Jerusalén y los judíos lloran el saqueo de su capital y su inminente destrucción. El sobrino del rey hebreo Sedecías, Ismael (tenor), quien había sido embajador en Babilonia, anuncia la acechanza. El pontífice Zacarías (bajo), antes de partir hacia el templo asediado, le solicita que cuide de la hija de Nabucco, Fenena (soprano), a quien tienen como rehén. Ismael y Fenena se expresan su amor.

La hijastra de Nabucco, Abigaíl (soprano), irrumpe con los asirios y conmina a Ismael para que salve a su pueblo entregándole su amor. Si no, denunciaría su relación prohibida con Fenena. Ismael se niega; Nabucodonosor ingresa y ordena incendiar el templo.

De regreso en Babilonia, cuando Abigaíl encuentra un documento que prueba que es una esclava adoptada, jura que vengará el engaño. El sacerdote pagano (bajo) le anuncia a Abigaíl su coronación, debido a que Nabucco había supuestamente caído en la batalla. Abigaíl clama por la muerte de los judíos, y demanda que Fenena le entregue el cetro real. Nabucco ingresa, se corona a sí mismo, anuncia ser Dios, y ordena que lo adoren. Abigaíl aprovecha ese ataque de demencia para apoderarse de la corona, le advierte a Nabucco que ya no puede reinar, y le hace firmar la pena de muerte de los hebreos.

Nabucco repara en que su hija Fenena se ha convertido al Judaísmo, y por ende está entre los condenados. Trata de disuadir a Abigaíl con el documento que la priva de derechos de herencia real; Abigaíl lo quema delante de él. Nabucco ruega que se salve a Fenena, y termina pidiendo perdón. Se convierte al Judaísmo y lidera a sus soldados para detener el exterminio de los judíos. Abigaíl se envenena y termina rogando ser perdonada.

Como vemos, el libretista Temistocle Solera se desvió con soltura de la biografía de Nabucodonosor (basado en un libro de 1836 de Anicet-Bourgeois y Francis Cornue) y condimentó un drama amoroso (las dos sopranos disputándose el amor de Ismael) con ideas del libro bíblico de Ester y del romanticismo lombardo.

El éxito fue inmediato: más de cincuenta funciones en esa temporada y la presentación en teatros sucedáneos, un éxito que acompañaría a Verdi hasta sus últimos días. No fue el caso de Solera. Aunque su encuentro con Verdi marcó inicialmente el triunfo de ambos, el libretista murió en la pobreza en 1878. Por más de una década vivió en España como director de orquesta, y fue “consejero” (en todo sentido) de la reina Isabel II. Cuando regresó a Italia fue un misterioso intermediario entre Napoleón III y Cavour.

Los sentimientos patrióticos azuzados por Nabucco también se expresaron en óperas verdianas posteriores: Los lombardos, Los dos Foscaris o Juana de Arco, que hicieron de Verdi el músico de la causa nacional por dos décadas, hasta que esta venciera con la coronación de Víctor Emanuel II (1861).

El texto de Nabucco es sionista. Zacarías abunda en proclamas de que “¡No descansará el extranjero sobre las ruinas de Sión!”. Los enemigos de Israel se expresan en la voz de Abigaíl: “La impía Sión deberá inundarse en un mar de sangre y lágrimas” y “¡Este pueblo maldito será borrado de la tierra!”. Nabucco fue presentada varias veces por la Ópera de Tel Aviv, dirigida por Dan Etinger.

Wagnerianos a un lado, el 27 de enero de 1901 murió el más grande operista de la historia. Cientos de miles de personas acompañaron sus restos, y espontáneamente entonaron el Va Pensiero.

Fuente:cciu.org.uy