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SHLOMO BEN AMI

El equilibrio regional de poder se inclina a su favor después del acuerdo nuclear.

En 2003, Estados Unidos —que, junto con sus aliados de la OTAN, ya habían ocupado Afganistán— derrocaron al Gobierno de Sadam Husein en Irak y doblegaron a su Ejército. Los líderes de Irán, alarmados porque el país estuviera rodeado, no perdieron tiempo y ofrecieron a Occidente un acuerdo conveniente que abarcaba todas las cuestiones polémicas, desde el desarrollo de armas nucleares —interrumpieron su programa nuclear militar— hasta la seguridad regional, incluido el proceso de paz palestino-israelí y su apoyo a Hezbolá y Hamás.

El reciente acuerdo marco sobre el programa nuclear de Irán ha tenido el efecto contrario. Si bien el acuerdo efectivamente frena el desarrollo de armas nucleares por parte de Irán, no restringe —ni siquiera aborda— las ambiciones hegemónicas del régimen en la región, para lo cual ya invirtió miles de millones de dólares y por lo que sufrió sanciones devastadoras. En consecuencia, el acuerdo marco está creando un caos estratégico en una región ya disfuncional. Cada día que pasa es más factible un futuro en el que potencias regionales como Turquía, Egipto y Arabia Saudí (que trabajó estrechamente con Pakistán en el frente nuclear) posean capacidades para desarrollar armas nucleares.

Estos son días gloriosos para Irán. Después de más de una década de aislamiento diplomático y de sanciones económicas, su condición de Estado con el potencial de desarrollar armas nucleares ha sido legitimado internacionalmente. Es más, ha logrado obligar a Estados Unidos a abandonar su sueño de un cambio de régimen, y convivir —y hasta comprometerse— con una teocracia islámica que le resulta repugnante. El equilibrio regional de poder ya se está inclinando a favor de Irán. En el Líbano, Palestina y Siria, los representantes iraníes se han impuesto a grupos respaldados por los saudíes. Y los houthis respaldados por Irán siguen controlando Yemen, a pesar de los ataques aéreos saudíes.

Los líderes de Irán pueden estar agradecidos a George W. Bush. Lejos de generar el resultado que ellos temían en 2003, las guerras de Bush en Oriente Próximo dejaron a Irán en la posición del actor más influyente en Irak. Como observaron funcionarios saudíes, las milicias iraníes que combaten al Estado Islámico en regiones predominantemente suníes al norte y oeste de Bagdad esperan reforzar el control que ejerce su país sobre Irak.

La supuesta amenaza planteada por el Estado Islámico también favoreció que Estados Unidos olvidara el derrocamiento de Bachar el Asad de Siria, el principal aliado regional de Irán, de su agenda. Por cierto, Estados Unidos terminó aliándose indirectamente con Hezbolá, un representante iraní clave, que está combatiendo junto con las tropas de El Asad contra las fuerzas yihadistas extranjeras.

Mientras tanto, la relación de Estados Unidos con sus aliados tradicionales árabes —los regímenes suníes conservadores de la región— está tambaleándose, debido en gran medida a la imposibilidad del presidente norteamericano, Barack Obama, de responder de manera efectiva después de los levantamientos de la primavera árabe. Los ofrecimientos de Obama de garantías de seguridad y “paraguas nucleares” no han podido restaurar su confianza. (Esas garantías de seguridad son, después de todo, implícitas).

Para los enemigos de Irán, el mensaje del acuerdo marco es claro: protege tus propios intereses vitales, en lugar de esperar que lo haga Estados Unidos. Y eso es precisamente lo que están haciendo países como Egipto y Arabia Saudí, al haber establecido una fuerza militar árabe conjunta para combatir la influencia iraní en la región, así como vínculos de seguridad discretos con Israel, otra víctima autoproclamada del acuerdo marco.

Turquía también está poniendo en práctica recálculos estratégicos. El presidente Recep Tayyip Erdogan, que llamó a Irán su “segundo hogar” durante una visita a Teherán el año pasado, recientemente acusó a la República Islámica de “querer dominar la región”.

En consecuencia, Turquía ahora se descubre a sí misma colaborando con Arabia Saudí en el respaldo del Frente Al Nusra, el brazo sirio de Al Qaeda, que capturó Idlib en el primer traspié militar importante para El Asad en los últimos meses. Aun así, el comportamiento reciente de Turquía —desde el sorprendente llamado de Erdogan a poner fin al sistema Sykes-Picot hasta su conspiración de facto con el sitio por parte del Estado Islámico de la ciudad kurda de Kobane, justo en la frontera con Siria— ha desalentado a las principales potencias suníes de la región de buscar vínculos más estrechos.

Pero ningún líder regional es tan frenético —o tan peligroso— como el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu. En el uso vulgar que hace de metáforas del Holocausto para retratar la amenaza iraní, suena más como el encargado de un gueto judío a punto de ser aniquilado por una turba agitada que como el primer ministro del país más poderoso de Oriente Próximo.

La falta de conciencia de sí mismo de Netanyahu quizás esté mejor ejemplificada en sus interacciones con Obama. Él espera que Estados Unidos ofrezca a Israel asistencia de seguridad para afrontar el desafío que plantea Irán, inclusive cuando se entromete torpemente en el patio trasero político de Obama y fuerza alianzas con sus oponentes domésticos.

De hecho, Netanyahu esencialmente malinterpretó el desafío de Irán: no es una amenaza existencial, sino parte de una lucha más amplia por el dominio regional. En lugar de involucrarse en una campaña poco realista para evitar el acuerdo nuclear, Netanyahu debería haberse concentrado en las implicaciones estratégicas del ascenso de Irán. Lo que importa es el comportamiento geopolítico de Irán, no su condición de Estado con capacidad para desarrollar armas nucleares.

Por supuesto, Netanyahu exagera intencionalmente la amenaza iraní para desviar la atención de los verdaderos problemas de Israel —especialmente su conflicto perdurable con Palestina—. Pero no puede esperar oscurecer los pecados de la ocupación por mucho tiempo. Si la cuestión palestina no se resuelve pronto, no puede haber ninguna alianza duradera con las potencias suníes “moderadas” para contrarrestar a Irán.

Para darle cierta semblanza de estabilidad a Oriente Próximo, Estados Unidos debe pensar más allá del acuerdo nuclear marco con Irán y desarrollar, con todos los actores involucrados, un régimen de seguridad colectivo —una iniciativa que requerirá que Estados Unidos recupere la confianza de sus aliados en la región—. La cuestión clave nunca ha sido cuándo Irán desarrollará un arma nuclear, sino cómo integrarlo en un sistema regional estable antes de que lo haga.

Shlomo Ben-Ami, ex ministro de Relaciones Exteriores israelí, es vicepresidente del Toledo International Center for Peace. Es el autor de Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy.

Fuente:elpais.com