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ESTHER CHARABATI

Hemos sido obedientes: nos dijeron que ganaríamos el pan “con el sudor de la frente” y así lo hemos hecho, aunque a veces el sudor responde al esfuerzo, otras veces a la calefacción y otras al miedo a que nos pesquen in fraganti.

Sin embargo, nuestra época cumple el precepto con una fidelidad jamás vista en la historia: en la antigüedad el trabajo era una función de esclavos, en la Edad Media de siervos, más adelante de pobres y colonizados (los señoritos españoles, ajenos al trabajo, acusaban a los mexicanos de flojos). La palabra trabajo proviene del nombre de un instrumento de labranza, el tripalio, que también se utilizaba para torturar; también se asocia con trabiculare que significa hacer sufrir. Así las cosas, ¿quién querría trabajar?

El trabajo se asocia con lo impuesto, con el castigo y el sufrimiento, aunque la violencia no sólo se ejerce hacia el trabajador, sino también hacia la materia que éste vulnera, moldea y transforma hasta convertirla en algo útil: una milpa, una barbacoa, un escritorio.

En todo caso, es interesante ver cómo en la actualidad el trabajo se ha convertido en un status: hoy muy poca gente presume de no trabajar, al menos en ciertos medios. Independientemente de si su tarea consiste en hacer tres llamadas o desayunar con el gerente del banco, escuchamos a la gente vanagloriarse de “tener mucho trabajo”. Este fenómeno es aún más evidente en las mujeres, que a menudo rechazan el trabajo doméstico por la descalificación que supone y, aunque no necesiten el dinero que obtendrán a cambio de sus esfuerzos, se sienten muy ufanas de tener un empleo. Porque hoy el mayor vicio no es ni el orgullo ni la ambición, sino el ocio. Y la mayor vergüenza, el desempleo.

Reconozcamos que el trabajo no es sólo sufrimiento, pues el hecho de producir nos da una sensación de valía. Además, el trabajo en sus distintas expresiones es un espacio fundamental donde la gente se realiza como ser humano: establece relaciones sociales, se organiza, aprende a trabajar con otros, obtiene reconocimiento, conoce nuevos mundos o por lo menos ciertas alternativas: en una palabra, se construye.

No pretendemos negar el carácter alienado del trabajo, tan criticado por los marxistas. Es cierto que en la producción en serie el hombre pasa a ser una parte mecanizada del proceso a cuyas leyes debe someterse sin voluntad. También es cierto que a menudo la carga es excesiva y que, unida a las horas de transporte que se requieren para llegar a la fábrica u oficina, impide a los individuos tener otras actividades. Es necesario mejorar las condiciones de trabajo para que no sea sinónimo de desgaste ni causa de suicidio, el trabajo debe ser el espacio en que uno se construye como ser humano.

No trabajamos (¿o no deberíamos trabajar?) a cambio de cinco o diez mil pesos al mes: trabajamos para tener una mejor vida, para desarrollar potencialidades que sólo descubrimos en nosotros ante la exigencia o el reto. Trabajamos, también, por miedo a que el nada-que-hacer se convierta en nada-que-ser.