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TAMARA TROTTNER PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

 

Desperté pensando idioteces. Generalmente cada mañana me levanto agradeciendo estar viva y emocionada por el nuevo día que viene… pero ese día mi cabeza estaba llena de grumos verdes, de nubes grises, de sentimientos pegostiosos y pestilentes.

Sucede, por más espirituales que busquemos ser, por más clases de yoga, de meditación, lecciones de metafísica aplicada y pensamiento positivo a veces simplemente nos dominan los sentimientos humanos mas primitivos, el apego, el enojo, la posesividad, las dudas, los miedos… son tantos, pero todos se aglomeran en un mismo circulo viscoso.

Salí de mi casa con estas emociones en la cabeza y ¡Crunch! Me machuqué el dedo con la puerta de metal del garaje. La sensación inmediata fue de una carga eléctrica que recorrió mi cuerpo, un dolor apocalíptico que me hizo revolcarme como almeja en tina de limón y chile. Mis piernas se convirtieron en gelatina y me tuve que sentar en el piso para no desplomarme.

Entré a mi coche, tomé un  kleenex, me envolví el dedo para detener la sangre y respiré profundo. Lloré. Volví a respirar. Cerré los ojos… y me fui a mi clase de yoga.

Entonces me di cuenta que llevaba ya más de media hora sin pensar en las imágenes que me habían enturbiado parte de la noche y mi despertar. Me di cuenta que ya no me importaban esos pensamientos, porque mi mente se volcó en el presente. Es verdad que un espantoso machucón de dedo es una medida un poco agresiva para lograr hacer lo que deberíamos ejecutar cada instante de nuestra vida, que es vivir ahora, sólo ahora.

Hoy tengo el dedo morado, y me encanta porque cada vez que me veo despeñándome en el abismo del pasado que duele o del futuro que asusta, volteo la mirada a mi dedo que con su moradez me recuerda que sólo existe el instante.

Y sí, a veces el pasado duele, lastima saber que alguien querido nos mintió, punzan las imágenes que distorsionan nuestros sueños, aflige extrañar a quienes se han ido, duelen las despedidas. Pero este dolor debe quedarse en un cajón reservado para aquello que fue y que hoy queda tan sólo como lección, como recuerdo, como parte de lo que nos hizo ser quien somos. No podemos cambiarlo, sólo podemos tratar de aceptar y seguir.

También asusta el futuro, especialmente cuando en nuestra maniática y vivaz imaginación el futuro se presiente como un acantilado del cual en algún momento tendremos que saltar. Aterra porque no sabemos si va a doler, no llegamos a percibir cuáles serán sus consecuencias. Pero la realidad es que cuando el futuro se convierte en presente, por lo general se ve menos turbio, y ahí, en el acantilado, aparece un paracaídas en la forma de algún ser querido, de una mano amiga, de una palabra sabia… o de un “Ya no me importa” que siempre aligera la carga.

Si no podemos dejarnos envenenar por nuestros miedos, mucho menos podemos hacerlo por las acciones de otros, no importa quienes sean, nadie puede tener en sus manos la capacidad de oscurecer nuestro camino. Y si lo hacen ( si dejamos que lo hagan) entonces es momento de cambiar nuestro rumbo y alejarnos de sus pasos.

Ayer forjamos lo que vamos a ser hoy, mañana sucederá lo que estamos creando, las intenciones, los sueños, el amor, la pasión, la devoción con la que nos entregamos a la vida. Esta vida que sólo es y siempre será sólo hoy.