ESTHER SHABOT

Como se ha señalado varias veces en esta columna, a estas alturas nadie puede tener la certeza total acerca de lo que ocurrirá en el futuro con Irán y su desarrollo nuclear una vez que se ponga en práctica el acuerdo firmado en Viena el 14 de julio pasado entre el G5+1 y ese país. Pero independientemente de cuánta razón o sinrazón le asiste al presidente Obama en impulsar este acuerdo y en buscar sacarlo adelante ante el Congreso estadunidense, es un hecho que la campaña emprendida por el primer ministro israelí Netanyahu, a fin de sabotear tal aprobación en las cámaras legislativas de Washington, constituye una batalla irrelevante e incluso contraproducente para los objetivos que el mandatario israelí declara perseguir.

Si bien es cierto que en años pasados la persistente denuncia de Netanyahu de la peligrosidad de los avances nucleares iraníes contribuyó a que la comunidad internacional cobrara conciencia del riesgo y reforzara dramáticamente las sanciones que obligaron a Teherán a sentarse en la mesa de negociación, también es cierto que con el acuerdo ya firmado y en el contexto en que éste se ha dado, seguir insistiendo y cabildeando para que el Congreso en Washington lo eche atrás no promete ninguna ventaja para Israel ni en términos de seguridad y económicos, ni tampoco en lo que respecta a su relación con la comunidad internacional y con Estados Unidos en particular, quien sin lugar a dudas es su más fuerte apoyo en todos sentidos.

En el momento actual dos escenarios distintos pueden preverse: El primero, que pese a los esfuerzos del bloque opositor al acuerdo, el presidente Obama tenga la fuerza y el apoyo necesarios para que el Congreso ratifique lo acordado en Viena y se proceda por tanto a poner en práctica los primeros puntos previstos en el documento. En ese caso, la fallida apuesta de Netanyahu constituiría para él una evidente derrota política cuyos costos radicarán fundamentalmente en un creciente deterioro de la relación de Israel con todos los gobiernos comprometidos en la negociación del acuerdo, más aquéllos que desde afuera lo apoyan.

El segundo escenario, el deseado por Netanyahu y consistente en que la oposición a Obama logre multiplicar su poder en las cámaras para conseguir desvincular a Estados Unidos del compromiso con Teherán, tampoco le redituaría a Israel positivamente. Porque, en ese caso, Washington quedaría exento de compensar a Israel mediante un “paquete económico y de seguridad” como se prevé si el acuerdo se implementa, además de que, de cualquier manera, Rusia, China y las naciones europeas que firmaron en Viena seguirían sujetas al cumplimiento de las decisiones ya tomadas y respaldadas por el Consejo de Seguridad de la ONU con relación al levantamiento de las sanciones a Irán. Esto quiere decir que de cualquier modo las condiciones para Teherán cambiarán en sentido positivo inevitablemente.

Este panorama de estar ante un hecho consumado contra el cual es inútil y contraproducente luchar debe ser claro para Netanyahu. La pregunta es entonces qué lo mueve a seguir desgastando su relación con tantos actores de tanta importancia para la seguridad, diplomacia y economía de su país. Podría ser quizá que ya está enamorado de su papel de aguerrido y confrontador permanente de las políticas de Obama, o también deberse a lo que alguna vez Kissinger dijo sobre Israel: que este país no tiene política exterior, sólo interior, lo cual, de ser cierto, significa que Netanyahu actúa pensando fundamentalmente en el fortalecimiento de su figura ante su público local, la derecha israelí, que es el sector más importante en el que sustenta su poder.

Fuente: Excelsior