Parece una bizarra explicación estilo efecto mariposa, pero una serie de hechos en el último siglo nos llevan a la conclusión de que tal vez el único papel que han jugado los “palestinos” haya sido, por desgracia, el de arruinarlo todo. Y cuando digo “todo”, me refiero a todo.

Nasser Sadat
A la derecha, Gamal Abdel Nasser; a la izquierda, Anwar el Sadat (archivo de Wikimedia)

IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – El 27 de septiembre de 1970 se juntaron los líderes de la Liga Árabe en El Cairo, convocados de urgencia por el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser. Había que discutir la peligrosa situación que se había gestado en Jordania, ya que en las últimas tres semanas las tropas del rey Hussein habían masacrado a un elevado número de palestinos (se habla de entre 30 y 50 mil). No era una agresión gratuita: Hussein había descubierto el complot de Yasser Arafat para derrocarlo y convertir a Jordania en un estado palestino gobernado por la OLP. Se cuenta que la escena en la oficina de Nasser fue de lo más terrible: cuando Arafat ingresó con sus guardaespaldas, Hussein ya estaba allí con el presidente egipcio. Arafat perdió los estribos y empezó a gritar, señalando a Hussein “¡Él! ¡Él es el asesino!” Sacó su pistola y apuntó al monarca jordano, pero de inmediato todos los guaruras de Hussein encañonaron a Arafat y a sus hombres, que estaban en total desventaja. Nasser tuvo que hacer un esfuerzo descomunal para calmar la situación, cosa que no le ayudó a su delicada salud (padecía cáncer y era diabético). Esa madrugada, sufrió una crisis cardíaca y murió a las 6 de la mañana.

Con él murieron muchas cosas. Demasiadas cosas.

Volvamos a la situación actual por un momento: la reciente ejecución en Arabia Saudita de Nemr Baqr al Nemr, destacado clérigo chiíta acusado de terrorismo, ha incrementado las fricciones de ese país con Irán.

¿Por qué? Es un problema añejo: Arabia Saudita es la sede del Islam que podríamos definir como “oficial”, y que es el Suní. Irán es la capital de la principal “herejía” islámica: el Chiísmo. Como suele pasar en estos casos, la diferencia es un asunto teológico que a los occidentales puede parecernos banal, pero que para los fanatismos islámicos sectarios es algo de vital importancia: según los Chiítas, tras la muerte de Mahoma el liderazgo legítimo del Islam recayó en su primo y yerno Ali ibn Ali Talib. Los sunitas dicen que el verdadero sucesor de Mahoma fue Mu’awiya, del clan de los Omeyas. El asunto se dirimió en dos batallas (típico), la de Siffín en el año 657 (donde fue derrotado Alí) y la de Kerbalá en 680, donde fue derrotado y muerto Hussein, el hijo de Alí.

Los chiítas se replegaron hacia el oriente y se establecieron como el Islam dominante en la antigua Persia, hoy Irán. Los sunitas mantuvieron el control de Medina y La Meca, y por ello su centro medular siguió siendo la península arábiga, hoy Arabia Saudita y los emiratos del Golfo.

Para entender el conflicto entre ambos bandos basta con echar un vistazo a la experiencia que se tuvo en el occidente cristiano: en muchos aspectos, el conflicto Suní-Chií es similar al Católico-Protestante.

Las brillantes mentes progresistas y de izquierda de nuestros días dicen que no, que el meollo del problema no es religioso, porque la religión suele ser sólo un pretexto. Pero es una perspectiva miope y torpe. Hoy en día, EN OCCIDENTE, la religión suele ser sólo un pretexto en muchos conflictos, pero eso sucede porque Occidente ya superó la etapa de los verdaderos conflictos religiosos. Pero el mundo islámico no vive en nuestro calendario ni en nuestro ritmo. Tiene su propia realidad y su propia fase de evolución, y en este momento están viviendo una condición muy similar a la que el Cristianismo europeo estaba viviendo en los siglos XVI y XVII, cuando se desataron guerras sanguinarias por la única razón de “defender la verdadera fe”.

Es cierto que siempre hay otros intereses mezclados (económicos y políticos, principalmente), pero es igualmente cierto que el fanatismo religioso es –en momentos específicos– el combustible perfecto que hace que los conflictos se enciendan con singular intensidad. Menospreciar esa realidad sólo garantiza la absoluta incomprensión del problema (justo lo que le pasa, casi universalmente, a los sectores progresistas y de izquierda en Occidente).

Durante los siglos XIX y XX los conflictos entre sunitas y chiítas mantuvieron un bajo perfil debido a que diversos países europeos impusieron su control colonial en muchos de los territorios islámicos. Esta situación se mantuvo en sus rasgos más generales durante la época de las I y II Guerras Mundiales. Al finalizar el conflicto en Europa, la situación parecía bastante estable: Arabia Saudita y otros países árabes sunitas acababan de independizarse, y en Irán el poder había quedado en manos del Sha Reza Pahlevi, chiíta pero de una gran apertura hacia Occidente y que nunca se vio interesado en promover una confrontación con los sunitas por motivos religiosos.

El conflicto era, en realidad, otro: la Unión Soviética comenzó a ampliar su influencia regional por medio del Partido Baath o Baas, que recuperó las expectativas del nacionalismo panarabista y se propuso una integración política y económica de “la gran nación árabe”, que incluiría a todas las naciones del norte de África y de la Península Arábiga. Es decir, una unión desde Marruecos hasta Kuwait e Irak.

El baasismo, un proyecto de inspiración marxista, fue abiertamente antireligioso. No tanto en el sentido de que se persiguiera la religión (como sí sucedía en la Unión Soviética), sino en el sentido de que no se le tomaba en cuenta como parte del ejercicio del poder. Se trataba de una ideología completamente laica.

Era prácticamente imposible que este proyecto tuviera éxito, pero si el baasismo hubiese triunfado en todo el mundo árabe, seguramente habrían pasado dos cosas: la primera es que la política de los países árabes estaría definida, hoy en día, por criterios laicos y no por dogmas religiosos; la segunda es que el baasismo hubiese tenido que evolucionar y adaptarse a la realidad, exactamente igual que lo hizo Rusia.

En este sentido, resulta muy significativo y hasta sintomático estudiar la relación de Rusia y el baasismo con Israel. Los grandes líderes baasistas de los años 50’s, 60’s y 70’s fueron los grandes enemigos de Israel, y los que organizaron todos los intentos posibles por destuir al Estado Judío. Pero nótese: no era un asunto religioso. La idea dominante era que Israel no tenía cupo en el territorio de “la gran nación árabe”. La Unión Soviética no tenía un interés específico en la desaparición de Israel, pero le interesaba la consolidación del baasismo como medio de imponer su control geopolítico en la zona. Por lo tanto, se inclinó siempre a favor de las naciones árabes en sus ataques contra Israel.

La historia la conocemos bien: Israel no sólo derrotó a sus enemigos árabes, sino que además el poderío soviético se colapsó a finalesde los 80’s y Rusia se tuvo que reorganizar. Poco a poco, sus relaciones con Israel se redefinieron, y en medio del caos que hoy en día está destruyendo Medio Oriente, Rusia e Israel son dos de los países que mejor se entienden en cuanto a objetivos y estrategias.

¿Hubiera evolucionado el baasismo hacia esa misma comprensión con Israel? Todo parece indicar que sí. De hecho, Egipto –el principal bastión del baasismo en su mejor momento– fue el primer país árabe en firmar un tratado de paz con Israel. Eso refleja que en el seno del baasismo sí existía una línea política lo suficientemente pragmática como para entender hacia dónde se movían los acontecimientos.

El fracaso del baasismo se debió a dos razones principales: la primera fue que la Unión Soviética, su principal soporte, se derrumbó justo en el momento en que el baasismo no tenía fuerzas para sostenerse a sí mismo. La segunda fue que los régimenes baasistas que gobernaron Medio Oriente durante varias décadas fueron dictaduras tiránicas que poco a poco fueron sembrando el odio en sus propias poblaciones.

Los líderes baasistas más representativos fueron Hafez el Assad en Siria (padre del actual presidente, Bashar el Assad), Muamar Khadafi en Libia, Yasser Arafat entre los palestinos, y Saddam Hussein en Irak. Sus nombres lo dicen todo.

La relación del baasismo con el mundo chiíta no fue sencilla. Mientras el poder en Irán lo conservó el Sha Reza Pahlevi, los conflictos estuvieron enmarcados en el contexto de la Guerra Fría: los baasistas apoyados por la Unión Soviética, el Sha apoyado por los Estados Unidos. Pero la situación cambió –para mal– a partir de 1979, cuando la Revolución Islámica en Irán puso en el poder a la feroz y recalcitrante academia de los Ayatollas, clérigos chiítas fundamentalistas y obtusos. Y el resultado inmediato fue la guerra entrre Irán e Irak (1980-1988), que terminó en un molesto empate que sólo desgastó a las dos naciones.

La agresión vino de Irak, pero Irán tenía sus intereses religiosos bien definidos, debido a que amplias zonas de Irak estaban habitadas por una mayoría chiíta. En la idea de Irán, dichas zonas tenían que quedar bajo el control de los Ayatollas también. El conflicto se dio en el momento en que el baasismo todavía tenía los suficientes recursos para contener el embate chiíta, pero esa situación no duró mucho. Y los Ayatollas esperaron pacientemente a que sucediera lo inevitable.

El primer éxito que se apuntaron fue con Siria. Ante la decadencia de la Unión Soviética en los años 80’s, el régimen de Hafez el Assad –que murió de cáncer en el año 2000– quedó a la deriva. Sus pésimas políticas económicas habían dejado al país en la miseria, e Irán no tuvo problema alguno en convertirse en el soporte necesario. El precio fue alto: Siria, un país con un gobierno laico, quedó sometida a las decisiones de los Ayatollas, chiítas fanáticos. Gracias a ello, Irán logró tender un puente terrestre hasta Líbano y de ese modo fomentó el crecimiento y empoderamiento de la guerrilla chiíta extremista de Hizballá.

Poco a poco, los vestigios del baasismo colapsaron: Arafat murió en la absoluta marginación política en 2004, Saddam Hussein fue derrocado por los Estados Unidos en 2003 y ejecutado en 2006, y Muamar Khadafi fue derrocado y muerto en 2011.

Irán intentó aprovechar esta descomposición del baasismo para extender su hegemonía, pero no pudo lograrlo. ¿Por qué? Porque, de manera natural, los extremismos sunitas surgidos desde la Hermandad Musulmana fueron ocupando los espacios de poder que iban dejando los baasistas. Durante mucho tiempo, dichos extremismos se consolidaron como movimientos religiosos cuyas estrategias fueron el terrorismo. Uno de los primeros fue Hamas, extensión terrorista de la Hermandad en Gaza.

El primer gran éxito de este avivamiento extremista suní se dio, curiosamente, fuera del mundo árabe: el Talibán, una secta inspirada en otra herejía sunita –el Wahabismo–, a cuyo amparo pronto floreció un movimiento que puso de cabeza al mundo desde 2001: Al Qaeda. Y, su dirigente, por supuesto fue un saudita suní: Osama bin Laden.

Poco a poco, grupos sunitas inspirados por Al Qaeda o los talibanes empezaron a aparecer en diferentes lugares, y fueron quienes le pusieron un límite a la expansión religiosa chiíta. De hecho, entraron en abierto conflicto.

Tras la derrota de los talibanes en el marco de la invasión estadounidense a Afganistán, un nuevo radicalismo sunita emergió: el llamado Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS, por sus siglas en inglés, o Daesh, como es llamado en árabe). La diferencia con los movimientos anteriores fue que el ISIS pudo establecer un punto de control y luego empezar a conquistar territorio, especialmente al norte de Irak y oriente de Siria.

Esto puso en jaque a los iraníes, porque por primera vez en más de 30 años vieron cómo su bastión de control –Siria– se les iba de las manos. Dada la gravedad de las circunstancias, los Ayatollas tuvieron que movilizar todos sus recursos para intentar mantener a Bashar el Assad en el poder, incluso al grado de arriesgar la solvencia de Hizballá. Actualmente y fuera de toda duda, geopolíticamente han sido Irán y Hizballá quienes más han perdido en un conflicto que originalmente sólo eran protestas locales contra la tiranía de Assad, pero que pronto se convirtieron en una brutal guerra civil, y finalmente pasaron a ser el peor conflicto bélico que hay en este momento y que no tiene para cuando acabar.

¿Qué hubiera pasado si el baasismo hubiera logrado una mejor consolidación? Yo sé que el “hubiera” no existe, pero tampoco es difícil deducir que la situación hubiese sido menos grave. El baasismo era un proyecto político, no religioso. Por lo tanto, se basaba en conveniencias políticas, no en fanatismos dogmáticos avalados por “la voluntad divina”. Promovido y sustentado desde la Unión Soviética, el baasismo hubiera tenido que acoplarse a los cambios que se dieron en los años 90’s y muy seguramente estarían sosteniendo una postura muy similar –si no es que idéntica– a la que tiene Rusia en este momento.

La prueba de ello fueron las dos rutas que tomaron líderes baasistas en los años 70’s y 80’s: Anwar el Sadat (Egipto) firmó la paz con Israel, y Hafez el Assad (Siria) se sometió al régimen de los Ayatollas. Eso, se supone, era impensable para cualquier baasista. Pero lo hicieron. ¿Por qué? Porque eran las alternativas más razonables a su modo de ver las cosas.

Sin embargo, para los años 80’s el baasismo era una sombra muy opaca de lo que hubiera podido llegar a ser. ¿La razón? Carencia de liderazgo. No existía alguien capaz de conjuntar las voluntades de una amplia mayoría de árabes, y los líderes locales (Arafat, Assad, Hussein) eran sátrapas brutales sin proyectos políticos claros y que usaban la violencia como su principal arma. Acaso el único que tenía un idea clara de cómo mantener bajo control su país fue Khadafi, pero su apoyo al terrorismo internacional a principios de los 80’s lo condenó a nunca poder influir más allá de sus propias fronteras.

Pero no siempre fue así. En los años 50’s y 60’s hubo un momento en que el baasismo parecía ir por otra ruta. Tenían un líder. Uno que su carisma fascinaba a árabes en todo el mundo. Uno que supo comprometerse con mejorar la vida de su gente. Uno que sí tenía la cabeza del verdadero estadista.

Gamal Abdel Nasser.

Tenía defectos, sin duda. El principal, su odio irracional hacia Israel. Fue Nasser quien organizó la coalición que en 1967 intentó destruir a Israel. Fue, por lo tanto, el principal derrotado en la Guerra de los Seis Días, al punto que ofreció su renuncia. Pese al catastrófico resultado, los egipcios lo apoyaron multitudinariamente para que se mantuviera en el poder.

¿Hubiera cambiado Nasser su postura hacia Israel? Si nos atenemos al hecho de que como todo buen político era un hombre muy pragmático, es probable que sí. A fin de cuentas, fue su gran amigo y sucesor, Anwar el Sadat, quien primero reintentó la destrucción de Israel en 1973 (Guerra del Yom Kippur), pero que luego firmó la paz con el Estado Judío en 1979.

Una cosa es segura: si Nasser hubiera mantenido el poder unos años más, es muy probable que otro tipo de baasismo se hubiera consolidado. Nasser murió cuando Khadafi tenía un año de haber tomado el poder en Libia. Tal vez bajo la guía del astuto político egipcio, el coronel libio habría podido convertirse en un verdadero estadista, no sólo en un rey etnarca local y medio chiflado.

Pero el legado de Nasser quedó trunco por su muerte repentina. Con ello, el rumbo de la única tendencia verdaderamente política que casi lograba la unificación del mundo árabe, se fue a hacer gárgaras. Ante el colapso paulatino del baasismo, los extremismso sunitas empezaron a revivir. Mientras, en Irán vino la revolución de los Ayatollas y el fanatismo chiíta conquistó el poder. De ese modo, empezaron a sentarse las bases de la violencia que hoy está desgarrando al Medio Oriente.

Y el asunto se va a poner peor. La ejecución en Arabia Saudita de un clérigo chiíta ha puesto otra vez a unos y otros en pie de guerra. Si no se van a enfrentar despiadadamente en lo inmediato, es sólo porque tanto los saudíes como los iraníes tienen un problema más urgente que resolver, que es el Estado Islámico.

Pero cuando el conflicto en Siria empiece a mermar o incluso se detenga, va a quedar libre el camino para que sunitas y chiítas, dominados por los extremismos religiosos, ajusten las cuentas que tienen pendientes desde hace 14 siglos.

Y todo porque en el momento en que los árabes tenían un líder que podía darle otro rumbo al asunto, algo falló.

¿Qué fue lo que falló? Que Yasser Arafat intentó derrocar al rey Hussein de Jordania, y se armó un pandemonium que se saldó con decenas de miles de palestinos muertos en apenas tres semanas. Furioso porque no lo dejaron cometer sus crímenes, Arafat tuvo la simpática ocurrencia de encañonar con su pistola al rey Hussein de Jordania, en las oficinas de Nasser aquel 27 de septiembre de 1970.

Nasser, de salud frágil, no soportó la tensión. Murió de una crisis cardíaca esa misma noche.

Y así fue como la imprudencia palestina dejó a los árabes sin el único líder que hubiera podido influir para que se escribiera otra historia.

Nasser fue sustituido por su fiel amigo y apoyo de toda la vida, Anwar el Sadat. Otro político de gran estatura, visionario y pragmático.

¿Hubiera podido Sadat marcar esa ruta distinta y ser la influencia que le urgía a los árabes para no hundirse en el caos?

Tal vez. No lo sabemos. Sadat también murió prematuramente, en un atentado en 1980.

¿Quiénes lo mataron?

Oh, seguro lo recuerda o ya lo adivinó, querido lector.

Los palestinos.

Parece que hay gente que nace para sólo fastidiarlo todo. No quiero ser pesimista, pero parece que los palestinos han querido seguir esa vocación.

Por eso, la virulencia anti-israelí de amplios sectores árabes –una tara cultural que no consiguen superar– nunca se ha traducido en un apoyo real a los palestinos. Hacen cualquier drama en la ONU, pero ningún país árabe ha enviado jamás tropas a Cisjordania o a Gaza para ayudar a los palestinos “contra la ocupación israelí”. Menos aún a Gaza. De hecho, el cerco egipcio contra Gaza es peor que el israelí, y los ataques egipcios contra Gaza son verdaderamente brutales.

Por algo será. Parece que los propios árabes no le tienen demasiada simpatía a los palestinos.

Será el efecto mariposa.