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GREGORIO BELINCHÓN

El libro ‘Un imperio propio’ desgrana las vidas de los fundadores de los estudios de cine.

La imagen del american way of life que ha germinado y cuajado en cualquier espectador nació en los estudios de Hollywood en los años treinta. El ultraderechista Will Hays, el del código de censura, la definió como “la quintaesencia de lo que entendemos por Norteamérica”. Y la paradoja es que quienes crearon ese mito, quienes fundaron las majors (los grandes estudios de cine) de Hollywood, no fueron estadounidenses de nacimiento, sino un puñado de judíos procedentes del centro y del este de Europa, de familias paupérrimas, que llegaron a su país de adopción huyendo del antisemitismo europeo, del hambre y de los pogromos. Un grupo muy homogéneo, de infancias similares, con padres borrachos, dóciles e incapaces de adaptarse a EE .UU, y que por tanto, de adolescentes ya eran los encargados de llevar el dinero a casa.

Esos chicos, que idolatraban a sus madres, se reinventaron a sí mismos, trabajaron como chatarreros, en el negocio de las pieles, vendiendo refrescos, bocadillos, no fueron aceptados por la sociedad y tuvieron un momento de lucidez hacia 1910. Como Carl Laemmle y Lew Wasserman (fundadores de Universal), Adolph Zukor y Jesse Lasky (creadores de Paramount), William Fox (20th Century Fox), Louis B. Mayer, Nicholas y Joseph Schenck y Samuel Goldwyn (Metro-Goldwyn-Mayer), los hermanos Warner, Marcus Loew (los cines teatros Loew) o los hermanos Cohn (Columbia), sin olvidarnos del más joven y el primero en morir, Irving G. Thalberg, el príncipe.

Quedan pocos libros grandes de cine sin traducir al español, y uno era Un imperio propio (Cómo los judíos inventaron Hollywood), del historiador y crítico de cine estadounidense Neal Gabler, que en 1989 escribió este impresionante recorrido por las raíces de Hollywood, biografiando con todo lujo de datos y detalles y de forma amena a los grandes directivos de las majors. Gabler —autor de otra monumental biografía sobre Walt Disney— encontró ese nexo en común entre los padres fundadores, que hizo que se parecieran tanto entre ellos —en, por ejemplo, un miedo constante a perder su fortuna, por lo que nunca descansaban— y a la vez se odiaran. Ahora por fin se edita en español por Confluencias Editorial, actualizado en una larga introducción por Diego Moldes.

Curiosamente, estos judíos no querían que se les considerara inmigrantes judíos, sino estadounidenses, y recibieron todo tipo de ataques durante décadas —fundamentalistas evangelistas en los años 20, anticomunistas que igualaban rojo y judío en los 40— porque en teoría conspiraban contra la tradicional estructura de poder… cuando lo que querían era forma parte de ese poder, ser aceptados.

A muchos les pilló 1910 con algo de dinero ahorrado y en diferentes partes de EE.UU. vieron cómo los teatrillos de vodeviles —junto a los bares, la única diversión para las clases populares— empezaban a convertirse en salas que proyectaban películas cortas. Y lo vieron antes que nadie porque formaban parte de esas clases, pero querían prosperar, sabían vender, conocían muy bien el gusto de ese público. Pronto compraron cines, los reformaron para convertirlos en palacios de proyecciones, empezaron a ganar mucho dinero (las entradas eran baratas, cinco centavos contra los 50 de un vodevil; la clase trabajadora podía permitirse ir al cine varios días a la semana) y cambiaron Estados Unidos.

Para alimentar sus cines, se convirtieron en distribuidores. Zukor fue el primero que entendió que los espectadores reclamaban películas largas, y cuando estos distribuidores no encontraron el material que deseaban, empezaron a producirlo: así nacieron las majors. El cine surgió sin apoyo cultural, los intelectuales estadounidenses lo menospreciaron y por eso los primeros grandes guionistas fueron también escritores judíos procedentes del Este de Europa. Muchos de estos guionistas, al luchar por sus condiciones salariales, se afiliaron en el Partido Comunista y acabaron tras la II Guerra Mundial en las garras del infausto Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC).

Edison, en contra

Tampoco los bancos intuyeron el negocio, y las majors, tras recibir un rechazo sistemático racista, se financiaron en entidades financieras creadas por otros inmigrantes, como los italianos. Solo encontraron oposición en Thomas A. Edison, poseedor —que no inventor— de las patentes de las cámaras, apoyado por otros industriales anglosajones. Acabaron ganando los nuevos, porque fueron más rápidos, más atentos a los gustos del público y porque pronto emigraron a la costa de California a la búsqueda de luz natural casi perenne con la que rodar sus filmes y terrenos baratos. Como escribe Gabler: “Si los teatros eran catedrales, y las películas objetos de devoción, las huellas se convirtieron en un símbolo de la beatificación de las estrellas. Hollywood se había convertido en la nueva religión de América”.

El mundo cambió tras la II Guerra Mundial, ellos envejecieron, no controlaron sus maquinarias. Las majors acabaron dentro de conglomerados empresariales. Gabler remata: “Y así se desmoronaron los imperios”. ¿Qué quedó? Su visión de la América idílica.

Fuente:elpais.com