IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO – La anécdota es ficción; los hechos son reales; muy reales. Un relato con motivo del Día del Holocausto.

Shoa

I

Lo recuerdo como si fuera ayer. No lo puedo evitar. El hueco que se me abrió en el corazón fue tan claro, tan nítido, que la imagen se quedó grabada en mi corazón y en mis lágrimas para siempre. Aquella mañana mi papá me despertó con su inconfundible sonrisa de conejo: una boca rodeada de pelo –barbas y bigotes espesos como sus cejas–, pero con dos dientes frontales enormes y cuadrados que le daban a su rostro pícaro una inevitable apariencia de conejo. De conejo sonriente. Entró al cuarto como cada mañana, me levantó de la cama con sus fuertes brazos, me llenó de besos en el rostro, y me dijo que era hora de asearme para ir a la sinagoga. Ya vestido y arreglado lo mejor que podía, caminé con él las cinco o seis cuadras desde la casa hasta el shul, entramos a rezar, y al final yo me quedé en el jeider mientras él se iba a trabajar.

Había cierto nerviosismo en la calle, especialmente desde que esos soldados llegados de Alemania se paraban allí y nos observaban todo el tiempo. Pero yo me sentía seguro caminando de la mano de mi papá. Era como vivir dentro de un castillo inexpugnable. Esos fornidos brazos que me sacaban de la cama todas las mañanas y esa sonrisa de conejo eran todo lo que yo necesitaba para estar seguro. No sólo yo. Mi mamá también, mis dos hermanas. Podíamos confiar en ese hombre amable pero fuerte, sencillo pero seguro. En las mejores épocas –antes de los alemanes– nunca había dejado de sonreír; en las peores, nunca había dejado de traer comida a la casa.

Los más hermoso era verlo en Shabes. A la luz de las velas, con la copa de Kidush, recitando las brojes y canturreando los nigunim. Correr al final de los rezos para sentarme en sus piernas y sentir sus enormes manos en mi cabeza mientras me decía “que D-os te haga como Efraim y como Menashé” era una experiencia inigualable. Me sentía amado. Me sentía afortunado. Me sentía completo.

Regresó por mí a media mañana para ir de regreso a la casa. Entramos, besó a mi mamá, besó a mis hermanas, comió algo ligero y se despidió otra vez para regresar al trabajo. Su trabajo. Nunca fue algo fijo. Sabía de herrería, de carpintería y de albañilería. Hacía reparaciones en cualquier lugar, a cualquier hora, siempre por módicos precios, porque la gente del barrio no era precisamente pudiente. A veces conseguía algunas prendas y las revendía para ganarse unas monedas extras.

Nunca lo vi ocioso. Siempre lo vi feliz de salir a trabajar, como aquella mañana. Me sonrió, me acarició el pelo y me dijo que nos veríamos para la hora de la comida.

La hora de la comida. Qué hermoso era verlo llegar a casa con el rostro colorado y sudor en su frente, prueba de que había estado dos o tres horas trabajando en algo, y el placer con el que se sentaba a devorar cualquier cosa que mi mamá pusiera en la mesa. Devoraba, pero siempre nos compartía. Si la comida lo ameritaba, le dejaba también un pedazo al perro y otro al gato. O las migajas del pan para los pájaros que revoloteaban en todas las ventanas.

Comer con él era un pedazo de cielo porque comía feliz y nos hacía felices. Yo era muy chico para tener un reloj, pero sabía que la hora de la comida se iba acercando poco a poco conforme veía a mi mamá terminar de cocinar. Entonces sabía que encualquier momento aparecería en la puerta ese hombre enorme, de grandes barbas, judío piadoso, con su sonrisa de conejo y diciéndonos “¡Vamos a comer!”. Luego cargaría a mis dos hermanas al mismo tiempo, una en cada brazo, y después a mí hasta casi hacerme tocar el techo.

Lo vi salir al trabajo. Me puse a hacer todo lo que mi mamá me encargó ese día. Jugué a ratos con mis hermanas. Pasé por la cocina varias veces para ver a mi mamá y su preparación de la comida. Me sali un rato al patio a simplemente dejar pasar el tiempo, y cuando calculé que ya podía ser hora, regresé a la casa para estar listo en el momento en que llegara mi papá.

No llegó.

Pasaron los minutos, las horas, y la puerta no se abrió, la sonrisa de conejo no nos llamó a comer, nadie nos cargó para llenarnos de besos. Después de un rato mi mamá nos sentó y nos pidió que comiéramos. Sin él. Jamás en la vida había sentido la comida tan insípida, tan vacía, tan insatisfactoria. Podía percibir los nervios de mi mamá. Después de terminar, me pidió que cuidara a mis hermanas y salió. No me lo dijo, pero adiviné fácilmente que iba con todos los conocidos a preguntarles si alguien sabía algo de mi papá. Regresó fingiendo estar calmada, pero me di cuenta que de tanto en tanto sus ojos brillaban, como si quisiera llorar.

Yo me quedé pegado a la ventana viendo hacia afuera, queriendo pensar que cualquier silueta que aparecía era mi papá que ya llegaba. Pero fallé. Todas las veces fallé. Poco a poco fue creciendo en mi interior un hueco que ya nunca se me quitó. Por eso recuerdo a la perfección esa tarde en la que me quedé hasta muy entrada la noche, esperando la llegada de un hombre al que no volví a ver.

Mi mamá nunca dijo nada. Creo que, en realidad, tampoco supo nada. ¿Lo mataron? ¿Se lo llevaron? Nadie supo. Simplemente, esa tarde mi papá no llegó.

Los que llegaron, unos días después, fueron los soldados de uniforme verde y rostros duros y furiosos. Nos sacaron de la casa, nos formaron, nos subieron en coches y nos llevaron al ghetto. Allí fue donde me hice amigo de las ventanas. Durante el año casi completo que viví allí, pasaba horas y horas pegado a una ventana con la esperanza de un día distinguir, entre todas las siluetas que caminaban por aquí y por allá, a mi papá.

Volví a fallar. Nunca lo encontré. Nunca en mi infancia volví a sentirme seguro. Nunca volví a saborear la comida.

Esa mañana en que los nazis llegaron otra vez para sacarnos y llevarnos al campo de concentración, creo que el único niño tranquilo y, hasta cierto punto feliz, era yo. No le creía nada a aquellos que nos intentaban calmar diciéndonos que nos llevarían a campos de trabajo. Los nazis nos iban a matar. Si habían sido capaces de hacer desaparecer a un hombre como mi papá, no podían tener planes decentes para ninguno de nosotros. Estábamos sentenciados a muerte. Mientras un camión nos llevaba a la estación de tren, y luego mientras el tren nos llevaba al campo, en mi cabeza sólo había una idea obsesiva y recurrente: morir. Morir para reunirnos con mi papá. En otro mundo, en otra realidad, en un Olam Habá sin nazis, sin dolor.

Llegamos al campo, nos formaron y nos separaron. Hombres de un lado, mujeres del otro. Apenas si pude despedirme de mi mamá y de mis hermanas. No sufrí demasiado. Es una separación temporal. Pronto estaríamos todos juntos en el quieto y frío abrazo de la muerte.

Tal vez sus brazos sean tan fuertes como los de mi papá. Tal vez entonces podré sentirme seguro y en paz otra vez, como esas mañanas en las que me despertaba ese hombre que me robaron.

II

Cuando besé a Liora y a mis dos hijas, de golpe, recordé aquella tarde gris en la que me despedí de mi mamá y de mis hermanas en el campo de concentración. Había olvidado por completo ese momento. Lo había bloqueado. Pero al despedirme de mi familia, de mi nueva familia, el recuerdo me pateó en la cabeza como un caballo furioso.

Recordé esa tarde frente a las puertas de Auschwitz, en la que mi sueño era morir pronto, que mi familia muriera pronto, para estar todos juntos en el Mundo Venidero otra vez con papá.

Fallé, como de costumbre. Todos mis cálculos de esas épocas fueron equivocados.

Sobreviví, pero mi mamá y mis hermanas no. No lo sabía, pero esa tarde en la que nos separaron en filas distintas fue la última que vi a esas mujeres que eran todo lo que me quedaba. Día con día me limitaba a preguntarme cuándo sería mi turno, cuándo iría a la cámara de gas, o cuándo me asesinaría un energúmeno alemán por cualquier capricho durante la jornada de trabajo. A fin de cuentas, era un niño de 12 o 13 años que no podía serle demasiado útil a los alemanes.

Pero sobreviví. Un día me asomé por una ventana –las ventanas, las únicas amigas que nunca me han dejado–, y vi a los alemanes corriendo. Huyendo, literalmente. Esperé a que no se viera ningún soldado por ningún lado y salí. Se oían explosiones en la lejanía.

Luego llegaron los rusos a salvarnos. ¿A salvarnos de qué? Yo había soñado con morir. Sentado en una banca, con una frazada y tomando un poco de café, sentí un momentáneo terror al saber que no nada más estaba vivo, sino que iba a seguir vivo. Luego, enterarme que mi mamá y mis hermanas habían muerto. Me había quedado solo en el mundo. Tiempo después, los indiferentes burócratas de la ONU me preguntaron que a dónde quería ir. Qué pregunta tan estúpida. A cualquier lado. Daba lo mismo. No tenía a nadie a quién buscar.

Así fue como llegué a los Estados Unidos, donde la Benei Brit me consiguió alojamiento y trabajo. Aprendí el idioma, estudié un poco de universidad, adopté a un perro viejo. Era lo único que me hacía feliz cada noche que llegaba a mi pequeño departamento: ver a un ser vivo meneando su rabo, feliz por verme, feliz por dormir junto a mí, feliz por comer de mi plato. De algún modo, me hacía recuperar todo eso que Alemania me había robado.

Un día llegó una carta. Una prima lejana, de cuya existencia ni siquiera estaba enterado. Ella y su hermana también habían sobrevivido y ahora estaban buscando a la familia. Se habían establecido en lo que todavía era el Protectorado Británico de Palestina y ahora era Israel. Nos carteamos un año. Me invitaron a ir a vivir allá, a integrarme al sueño sionista, algo a lo que nunca le había puesto atención. Pensé seriamente en declinar la invitación, pero esa misma tarde llegué a casa y Patton, mi viejo perro, mi fiel amigo, había muerto. Murió dormido, murió en paz, murió feliz. Su plato de comida estaba casi vacío. Murió sin hambre. La vida le concedió todo aquello que no le quiso dar a mi papá, a mi mamá y a mis hermanas.

Qué mierda de vida. Lo enterré en un terreno baldío, lo lloré como no pude llorar a mis otros seres queridos, vendí mis cosas y me largué a Israel. No eran tiempos sencillos. Nasser acababa de nacionalizar el Canal de Suez y los comandos árabes atacaban todo el tiempo a los judíos. Llegando allá seguramente tendría que recibir instrucción militar para poder defenderme y defender a otros.

Estaba bien. Tal vez podría darle un cauce a toda la furia que me estaba ahogando el alma en ese departamento rudimentario de Nueva York.

Cuando por fin arribé a Tel Aviv, distinguí un letrero con mi nombre entre la multitud. Caminé hacia allá, sorprendido por la fuerza del sol y la sensación de estar en un desierto bíblico, pese a que acababa de llegar a la ciudad más importante de mi joven país.

Pero todavía no me imaginaba cuánta luz estaba por ver. El letrero con mi nombre lo detenía una mujer esbelta, más bien pequeña, con los cabellos rubios y rizados, y unos ojos azul grisáceo y tristes, profundamente tristes, que de pronto contrastaron con la sonrisa de su boca enorme y roja cuando se dieron cuenta que era yo, el primo, el último varón de la familia Gotheil de Galizia.

Ella fue quien me llevó a las oficinas de Sojnut para registrarme como nuevo inmigrante, para que me cambiaran arbitariamente el nombre por algo que sonara “más israelí”, y para que me empezara a acostumbrar a mi nueva vida.

Sobra decir que nos casamos medio año después. Mi nueva realidad eran sus brazos, su sonrisa, sus ojos tristes. De repente, la vida me ponía en el otro extremo donde yo tenía que cuidar de alguien. Liora, mi mujer, y dos años después Nurit, nuestra primera hija. Luego Ilona, la segunda.

El ciclo empezó a cerrarse. No tenía yo el carácter de mi papá –¿quién, después de Auschwitz, puede tenerlo?–, pero hice mi mejor esfuerzo por darle a esas dos niñas lo que me dieron en mi vieja casa en Polonia. Las enseñé a esperarme en la ventana. Las enseñé a sentirse seguras en mis brazos. Nos hicimos de un perro. Las acostumbré a acompañarme cada mañana, no a la sinagoga, como en mi viejo pueblo y en mi otra vida, pero sí al campo de trabajo del Kibutz. Ellas, recién nacidas, yo, recién llegado, teníamos que tomarle amor a esa, nuestra única y verdadera tierra. Y qué mejor manera de hacerlo que sembrándola y regándola.

Pero no todo era feliz. O, por lo menos, no tan sencillo. Tuve que aprender a manejar armas. Tuve que participar en los rondines de vigilancia con otros miembros del Kibutz, acosados siempre por la amenaza de las células terroristas de Arafat.

Afortunadamente, nunca tuvimos un evento peligroso. La situación siempre estuvo bajo control.

Hasta hace una semana. Nasser empezó a movilizar tropas en la frontera. En Líbano, Siria y Jordania también sucede lo mismo. Los árabes no dejan de presumir que nos van a exterminar, que nos matarán a todos, que ahogarán en el Mar Mediterráneo a los que sobrevivan.

Y el mundo calla. Nos han dejado solos otra vez, como hace 25 años. La ONU no se ha dignado a lanzar una mínima condena. La URSS parece estar satisfecha. Estados Unidos no parece querer contrariarla.

Lo tendremos que hacer nosotros solos.

Extrañamente, en este –el momento más estresante de mi vida entera, y eso que soy un sobreviviente de lo indecible–, me siento seguro, confiado. Como cuando caminaba tomado del brazo de mi papá. En aquel entonces era una mano enorme y peluda, fuerte y firme, la que me hacía sentir protegido. En esta ocasión es distinto, aunque el efecto es el mismo.

Ya no es un brazo, es una voz. No es mi padre, es un comandante. No es una relación de amor, simplemente es mi jefe en el ejército. Desde que empecé mi instrucción militar y aprendí a manejar tanques bajo su tutela, descubrí que es un guerrero de proporciones bíblicas. Los que vamos con él sabemos que es un hombre que ama profundamente a su país y quiere vernos regresar a nuestras casas.

Lo llaman el León.

Se apellidaba Sheinermann, pero con la manía de que nuestros nombres tienen que sonar israelíes, cambió su apellido por Sharón.

Muchos se quejan de su desempeño en la guerra de 1956 –justo un poco antes de que yo llegara al país–, pero es porque no lo conocen en persona. Este hombre nos hace sentir seguros, nos hace sentir fuertes, nos hace sentir invencibles. Justo todo lo que no teníamos esa mañana cuando mi papá no llegó.

Por eso ahora que estoy entrando a mi tanque, me repito una y otra vez que voy a regresar. Tengo en la mente la imagen de mi esposa y mis hijas despidiéndose de mí hace tres días, y recuerdo ese medio día en el que mi papá ya no regresó.

Le he pedido a mis hijas que me esperen en la ventana. Que dentro de unos días estaré allí y las abrazaré, las llenaré de besos, comeremos juntos y tomaremos limonada. Me gustaría decirles también que a ellas no les va a pasar lo que me pasó a mí, pero son muy chicas. Todavía no les he contado. Ya tendrán edad para conocer mi historia.

Por lo menos, en el estrecho espacio que ocupo en mi tanque y mientras avanzamos hacia la Península del Sinai, me repito a mí mismo que nunca nos van a hacer lo mismo. Nunca veremos otra vez nuestras ciudades, nuestras calles, nuestras casas, invadidas por soldados enemigos. Nunca nos volverán a enclaustrar en ghettos. Nunca nos llevarán como mudas ovejas al matadero. Si vamos a morir, será peleando. Si nos va a cargar la Historia, primero se los va a cargar a ellos.

Llegó la orden. Hacemos los cálculos. Cargamos la munición. Apuntamos. Disparamos. Es la guerra.

Por mi país, por mis muertos, por mi esposa, por mis hijas.

No volverán a masacrarnos.

Nunca jamás.