Los paralelismos entre el antiguo Imperio Romano y los Estados Unidos son muchos. Si los norteamericanos tuvieran un ápice de conciencia histórica, habrían aprendido dos o tres lecciones muy valiosas que les hubieran evitado muchos problemas. Pero no lo hicieron.

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IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Podemos decir que, en muchos sentidos, Julio César fue el culpable. Su figura personal brilló tanto y acaparó tanto poder que, inevitablemente, le dio el golpe de gracia a la estructura política de la antigua República de Roma, que ya sufría el desgaste de casi cinco siglos de funcionamiento ejemplar. El proceso de colapso no fue inmediato, por supuesto. Había que destruir la más grande república jamás creada, y eso se llevó un poco más de un siglo.

Tras la muerte de Julio César, entró en funciones el último Triunvirato, integrado por Augusto (sobrino de César), Marco Antonio (rival de Julio César en los amoríos con Cleopatra) y Lépido. Muy poco duró la estabilidad de esta terna. Ya se había probado lo que significa el poder en una sola persona, y pronto se hizo evidente que Roma iba hacia esa dirección. El primero en caer fue Lépido; luego, Marco Antonio. Con ello, César Augusto pudo imponerse como el primer emperador, y eso marcó el punto final de la República. Desde sus propias entrañas se había gestado un Imperio.

El proceso de arranque no fue fácil. A la muerte de Augusto, el trono imperial fue ocupado por Tiberio, un tipo más bien indolente, poco eficaz, pero lo suficiente como para mantener la situación relativamente estable. Pero a su muerte el asunto se fue por el drenaje: el poder cayó en manos de Calígula, un absoluto demente. Hubo que eliminarlo, y subió al trono Claudio, acaso el último gobernante más o menos potable de esa época inestable. A su muerte, otro gobernante no muy bien conectado con la realidad llegó a la máxima investidura: Nerón. Su impertinencia fue tal, que el Senado lo declaró “enemigo público”, y no tuvo más alternativa que el suicidio. Y entonces sí que se vino la catástrofe. Apenas en un poco más de medio año, tres emperadores tan inútiles como patéticos ocuparon el trono de Roma: Galba, Otón y Vitelio.

Y sucedió lo que tenía que suceder: la intervención del ejército. La crisis del año 69 EC (el “año de los cuatro césares”) sólo se resolvió cuando Vespasiano se impuso como emperador. Militar de gran talante, genio de la estrategia, disciplinado y austero, Vespasiano puso orden en la capital de la añeja república y fue quien realmente le dio su fisonomía imperial a Roma. Con él inició una secuencia de brillantes emperadores que llevaron a Roma a su máxima expansión territorial, y que concluyó con Trajano. Luego, vino otra brillante etapa de emperadores que, aunque no extendieron más las conquistas de Roma, administraron con una gran eficiencia lo que ya se tenía, y protagonizaron la Edad de Oro del Imperio. Dicha etapa abarca todo el siglo II y se extiende hasta Marco Aurelio.

Pero sostener un Imperio de ese tamaño es imposible. Roma cayó bajo el peso de su propia gloria (gloria lograda por la violencia del conquistador), y con el siglo III empezó el lento proceso de decadencia que provocó que en el siglo IV Constantino tuviera que tomar las decisiones críticas que, aunque le dieron oxígeno momentáneo a la política romana, a la postre significaron el colapso del más grande imperio del mundo antiguo. La primera fue trasladar la capital a Rávena; la segunda, allanar el camino para la imposición de una sola religión como oficial (el Cristianismo); la tercera, dividir administrativamente el Imperio en tres regiones para heredarlas a cada uno de sus hijos (al final, sólo se consolidaron dos y así surgieron los Imperios Romanos de Oriente y Occidente).

¿Qué fue lo que provocó el colapso de la vieja República para que surgiera el Imperio? (No, no es accidente que parezca pregunta para fans de Star Wars; en realidad, George Lucas se basó en muchos contenidos históricos para elaborar su historia ubicada en “una galaxia muy, muy lejana”, que en realidad podría ser Roma) En esencia, no entender la importancia del contrapeso de los poderes. Lo primero fue perder el control de los conflictos entre los triunviros –y luego los emperadores– y el Senado; lo segundo fue permitir que se gestaran severos huecos de poder, que inevitablemente fueron llenado por los grupos con dinero; lo tercero fue ser demasiado ambicioso en sus conquistas y abarcar más de lo que realmente podían controlar; lo cuarto fue perder el control de la educación de su población y construir una cultura enorme enfocada al espectáculo; lo quinto fue una consecuencia directa de lo anterior: la religión también se volvió un espectáculo y los aspectos éticos fueron sustituidos por los aspectos sensacionales.

El resultado fue que aunque la etapa de esplendor imperial mantuvo estable la situación durante más de un siglo, al final se impuso la lógica: la sociedad romana ya no era apta para sostenerse. En esas condiciones, ni siquiera el mejor de los gobiernos puede salvar el asunto. Roma se derrumbó, y el impacto en Europa fue tal que comenzó lo que llamamos Edad Media.

El camino seguido por los Estados Unidos ha sido muy similar. Después de haber sido la mayor república del mundo, sus instituciones democráticas han entrado en una severa crisis que se ha visto coronada por el arribo de presidentes tan estrafalarios como incompetentes.

Se puede decir que el último presidente potable fue Bill Clinton. Luego vino un exaltado fundamentalista cristiano verdaderamente convencido de que el regreso de Jesucristo pasaba por un panorama de caos y destrucción, y no tuvo ningún recato en colaborar con ello. Bush II tenía una idea más o menos clara de ciertas cosas que debían hacerse en el panorama internacional, pero su estrategia fue la peor posible. Los estragos fueron tales que los estadounidenses optaron por cambiar de rumbo y eligieron a Barack Obama, alguien que puso cierto orden en algunos aspectos internos, pero cuyos ajustes a la política exterior estadounidense resultaron peores y catastróficos. El mundo es más peligroso gracias a Obama.

¿Quién sigue? Trump es un chiflado que sabe cómo engatusar al gringo promedio, pero que en su larga trayectoria como empresario ha demostrado ser un absoluto incompetente. Si a eso se le agrega su claro perfil fascista y su xenofobia rampante, es casi seguro que no puede venir nada bueno si gana la presidencia. Sería como Calígula o Nerón en el trono de Roma. ¿Hillary? Ha demostrado una capacidad nunca antes vista para comportarse irresponsablemente en temas críticos de seguridad nacional, y su política sería la continuidad de los desastres de Barack Obama. ¿Ted Cruz? Más eficiente que Trump (cosa que no es difícil), pero más radical en muchos aspectos. ¿Sanders? Bueno, hasta parece broma. En una época donde es evidente que el marxismo ha sido superado (en realidad, desde hace casi un siglo), hablar de un candidato abiertamente marxista ya es un exceso irreal. Pero hablar de eso en los Estados Unidos parece una broma de muy mal gusto. Sanders es el más peligroso de todos, porque su programa de acción –como buen marxista– no se basa en la realidad, sino en dogmas teóricos (que, además de todo, son anacrónicos e inútiles).

No es difícil prever lo que se viene: los Estados Unidos van a recrudecer su crisis y se puede llegar a condiciones muy similares a las que vivió el Imperio Romano desde Calígula hasta Vitelio. Ponerle orden al desastre que eso puede provocar sólo va a ser posible por medio de la imposición de un sistema autoritario, muy similar a lo que Vespasiano hizo cuando ocupó el trono.

No se extrañen si dentro de algunos años la presidencia es ganada por un militar. Con ello, podremos cantar un Réquiem por la vieja república porque se habrá consolidado el Imperio.

No es nada halagüeño lo que estoy diciendo. Si usted, querido lector, cree que Estados Unidos es un “imperio en decadencia”, déjeme decirle que no. Todavía no. Todavía es una república en sus estertores. Apenas estamos por ver el surgimiento del verdadero imperio. Muy probablemente, y al igual que Roma, tendrá su momento esplendoroso. Luego, el colapso.

Las condiciones internas son las mismas: diferencias irreconciliables entre los diferentes poderes, vacíos de autoridad que han sido aprovechados por los grupos que tienen dinero (hoy le llamamos “las transnacionales”), un rezago educativo que no puede traer nada bueno, una sociedad obsesionada con el espectáculo, tanto en lo artístico como en lo religioso.

Exactamente la misma ruta. No aprendieron nada de la antigua Roma. Están condenados a reproducir sus pasos.

Curiosamente, esa ruta romana repetida por los Estados Unidos se corrobora en su relación con Israel. Roma y el antiguo reino de Judea fueron grandes aliados durante el período Hasmoneo. Fue la etapa en la que Judea alcanzó el máximo poder en su historia. Nunca había sido tan poderosa. Curiosamente, la legitimidad de sus gobernantes era rechazada por los sectores más tradicionalistas, llamados “jasideos” por los historiadores. ¿La razón? Que al lograrse la independencia del Imperio Seléucida tras la Guerra Macabea no se había restablecido al linaje de David en el trono.

De este lado de la Historia, hubo una etapa en la que los Estados Unidos fueron el gran aliado de Israel, justo en la etapa en la que Israel alcanzó un poder que nunca había tenido el pueblo judío. De hecho, los dos momentos en los que el pueblo judío más poder ha tenido han sido la etapa Hasmonea, y el actual Israel. En uno se tuvo una gran alianza con Roma; en el otro, con los Estados Unidos. Y del mismo modo, la legitimidad del gobierno del Estado de Israel fue rechazada por los sectores más tradicionalistas, especialmente por los modernos Jasídicos (igual que los antiguos Jasideos). ¿La razón? Que al lograrse la independencia, el liderazgo político no fue ocupado por el Mesías (que, en términos abstractos, es exactamente lo mismo que decir que “no se restableció al linaje de David en el trono”).

Al igual que en la antigüedad, esa alianza entre los judíos y el Imperio se fracturó. En el antiguo reino de Judea, porque el nacionalismo judío se exacerbó por culpa de Herodes el Grande, un gobernante idumeo (es decir, árabe) impuesto por Roma, que pese a ser un hábil administrador, fue paranoico y cruel. A su muerte, la relación entre Judea y Roma estaba muy lesionada, y la ineptitud de los herederos de Herodes fue tal que Roma no tuvo más alternativa que nombrar un procurador, y eso fue visto por los judíos como una intromisión intolerable.

Peor aún: se vino la época de Calígula y demás emperadores ineptos, y eso permitió que la corrupción local hiciese que los judíos estuviesen cada vez menos dispuestos a tolerar a Roma. Nerón estaba en el trono cuando la guerra comenzó en el año 66.

La ruptura entre Israel y Estados Unidos en la actualidad apenas empieza, pero las razones no son muy distintas: injerencia imperial en el Estado Judío.

Los Estados Unidos se han olvidado por completo de la seguridad e integridad del Estado Judío, y han preferido defender e imponer sus intereses (que, además, ni siquiera son claros o definidos). En ese tenor, Obama y Kerry han intentado obligar a Israel a hacer concesiones o tomar decisiones que abiertamente lesionan los intereses locales, en un claro favoritismo de Washington hacia los palestinos y hacia Irán.

En consecuencia, la población israelí cada vez es más crítica hacia los Estados Unidos. No hay mucho que hablar del papel de la ONU en todo esto. Ha sido nefasto, sesgado, anti-israelí y desastroso.

Y al igual que Roma impuso a Herodes en su momento, Barack Obama quiso imponer a Isaac Herzog en las últimas elecciones. O más bien, quiso evitar la reelección de Netanyahu.

Y ahí empiezan a aflorar las diferencias interesantes: hace dos mil años, el pueblo judío estaba profundamente dividido. El gobierno estaba en manos de un grupo proclive al Imperio Romano. De hecho, la guerra del año 66 no sólo fue una guerra de judíos contra romanos, sino de judíos contra judíos porque muchos judíos estaban del lado de Roma.

Hoy en día eso ya no es así. El gobierno israelí está con Israel y para Israel. De hecho, el conflicto esta vez no ha sido entre el Imperio y el pueblo judío, sino entre el Imperio y el gobierno del pueblo judío. Pese a todas las diferencias internas que hay en la política israelí, el grueso del sistema de gobierno ha emanado del movimiento Sionista y es heredero de un solo tipo de Judaísmo, el Rabínico.

Es decir: el Imperio actual se está enfrentando a un pueblo y Estado Judío infinitamente más cohesionado que el que enfrentó el Imperio Romano.

O dicho en otras palabras, los judíos sí aprendimos las lecciones históricas, y llegamos otra vez a esta coyuntura (recuérdese que la Historia es un ciclo, y como dice el Eclesiastés, no hay nada nuevo debajo del sol; lo que es, es lo mismo que lo que ya fue) mejor preparados, mejor entrenados.

Los Estados Unidos no. Llegaron a la misma coyuntura exactamente en la misma situación, como una sociedad decadente, vendida al espectáculo, y gobernantes delirantes e ineptos que están minando lo que alguna vez fue el sistema democrático ejemplar.

El nuevo Imperio Romano va en ruta de repetir la suerte del antiguo. Su colapso está anunciado. Falta tiempo, porque no son procesos rápidos. Pero es inevitable.

En cambio, el pueblo judío está enfrentando los mismos retos de hace dos mil años, pero con más y mejores recursos que los antiguos Fariseos, Saduceos, Helenistas y Apocalípticos.

¿Y el Mesías?

Debo admitir que podría aparecer alguien con ese tipo de características. Un líder judío que haga cosas verdaderamente portentosas.

A fin de cuentas, fue en esas convulsas épocas de enfrentamientos con los romanos que apareció el judío que más cerca estuvo de ser lo que podríamos llamar “un mesías”. Un líder indiscutible que tal vez, en mejores circunstancias, hubiera sido una de las grandes glorias de Israel. Un hombre que, de todos modos, dejó una huella profunda en nuestra Historia.

Me refiero, naturalmente, a Simeón bar Kojba. El hombre que casi derrotó al Imperio Romano.

La Historia cumplió su ciclo, nos puso en el mismo punto. Roma-Estados Unidos no aprendió; nosotros sí. Esta vez no van a poder con nosotros.