El autor amaba a Irak. Su rabia y desesperación ante la brutalidad que ha capturado a su país llegan a través de cada página.

AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO- Antes de la invasión de Irak en el 2003, ninguna voz argumentando por el derrocamiento de Saddam Hussein tuvo mayor peso moral que la de Kanan Makiya. Como lo dijo Dexter Filkins en un perfil del intelectual estadounidense-iraquí en el New York Times en 2007, él“ defendió la invasión porque era lo que correspondía hacer—para destruir a un régimen malvado y rescatar a la gente de su pesadilla de terror y sufrimiento. No por petróleo, argumentó Makiya, y no por algunas de las super armas ocultas en la arena, sino para cumplir una obligación con nuestro prójimo.”

El Sr. Makiya, un chií laico que llegó a Estados Unidos en la década de 1960 para estudiar arquitectura en el Massachusetts Institute of Technology, había pasado años reflexionando sobre el deslizamiento de Irak en el sectarismo salvaje. Toda su obra, comenzando con“República de Miedo” (1989), su relato seminal del Irak de Saddam, ha tenido un tema global: que la culpabilidad de la difícil situación bárbara del mundo árabe no era principalmente culpa de los extranjeros, aunque ellos no eran inocentes, sino de sus élites gobernantes. Fueron ellos los que arrasaron a la sociedad civil, creando regímenes militares cada vez más fatales que han colapsado ahora en mataderos de suníes contra chiíes.

La enormidad del caos que siguió a la invasión estadounidense paralizó la pluma del Sr. Makiya. El vivió en Irak entre el año 2003 y el 2006 y observó desarrollarse las cosas, pero escribió poco. Con “La Cuerda,” él ha roto su silencio. La novela es implacable en sus condenas apenas camufladas, especialmente a los líderes chiíes del país. El Sr. Makiya ama a Irak—o a la idea de lo que podría ser un nuevo Irak—y su rabia y desesperación ante la brutalidad que ha capturado a su país llega a través de cada página.

El personaje central de la novela es un chií no nombrado, quien se involucra profundamente en el Ejército Mahdi, el movimiento militante de Muqtada al-Sadr, el que está a la vanguardia de combatir tanto a los estadounidenses como a los iraquíes suníes. Lo conocemos vestido en los uniformes “recién acuñados” del nuevo Ejército iraquí, de pie en la plataforma improvisada donde está a punto de ser colgado Saddam Hussein. El observa al gentío, “borracho de excitación y sediento de sangre.”

“Cuando el tirano cayó a través de la trampa, sacudiendo locamente sus pies atados,luchando hasta el último milisegundo de su vida, me vi a mí mismo como si fuera por primera vez, con mi ser entero. Algo se había podrido en mí.” Nadie “podía revertir elhedor que yo emitía ahora.” La profunda incomodidad del joven hombre con la crudeza de la ejecución lo inicia en un viaje de regreso a través del tiempo, a su niñez en Najaf, la más santa de las ciudades de Irak, el lugar de descanso final del Califa Ali, el padre fundador del Islam chií.

“No hay nada como una ciudad santa, y visitantes piadosos, para hacer minuciosamente impíos y consistentemente impiadosos a los residentes normales de una ciudad,” escribe de Najaf el Sr. Makiya. La ciudad es el lugar del crimen determinante de la novela: el asesinato en la vida real en abril del 2003 de Abd al-Majid al-Khoei, el hijo del clérigo más influyente de Irak del siglo XX, Abul Qassim al-Khoei Majid—en la realidad y en la novela—regresó a su lugar de nacimiento desde el exilio en Londres antes que las tropas estadounidenses invasoras. El Sr. Makiya sugiere que él esperaba ayudar a fortalecer a las fuerzas moderadas dentro del muy crítico clero chií. Fue acuchillado salvajemente hasta morir por atacantes desconocidos, atacado cerca del umbral del santuario de Ali. El asesinato de Majid—cómo murió, el motivo por el cual fue asesinado, quien mintió acerca de su muerte, quien la ignoró—eclipsa, en el relato del Sr. Makiya, el deterioro de Irak después de Saddam.

El joven narrador del Sr. Makiya resulta ser quien descubre el cuerpo rebanado de Majid en una callejuela. El no sabe quien es el hombre ensangrentado. Su tío, un hombre importante en la organización de Sadr, insiste en que es “un agente estadounidense” porque estaba “llevando dólares, gran cantidad de ellos.” Pero no había ningún dólar en el cuerpo mutilado—sólo 100 heridas de cuchillo.

La novela explora las divisiones sangrientas dentro de las prestigiosas familias clericales del mundo chií y, más fundamentalmente, entre un chiísmo de misericordia y un chiísmo de venganza. Los secretos de la familia del joven son revelados lentamente y finalmente lo ponen cara a cara con Saddam, sardónico y todavía al mando, en una celda de prisión, esperando por la horca. El joven se entera que él está todavía viviendo en las ruinas de Saddam, “una nación de hombres enfermos y llenos de rencor, de hombres egoístas, de hombres huecos, de hombres traicioneros que susurrarían maledicencia de sus padres y hermanos y los venderían al diablo por una miseria.”

La escritura del Sr. Makiya es sublime cuando su tema es el deslizamiento desde la decencia al mal. Su descripción del descenso en la barbarie de Haider, uno de los amigos más cercanos del personaje central, es tan buena como la descripción que  jamás obtenderemos del salvajismo de Irak post-Saddam. “Combatir al terror suní lo transformó”, reflexiona el joven después que Haider se convierte en el más famoso de los asesinos del Ejército Mahdi. “Su nombre brotaba siempre que era encontrada una nueva pila de cadáveres con agujeros taladrados en sus manos y pies, y especialmente cuando el golpe de gracia tomaba la forma de un agujero taladrado todo el camino a través del cráneo de la víctima.”

A pesar de tal oscuridad, “La Cuerda” deja al lector con un resquicio de esperanza que los actos individuales de dignidad aportan. “El amor, en tanto se oculta, se siente en gran peligro, y sólo se tranquiliza exponiéndose al riesgo”, escribe el padre del joven a su esposa e hijo, sabiendo que pronto le espera una muerte horrible.

“La Cuerda” no es una novela perfecta: la escritura del Sr. Makiya a veces está en tensión con el imperativo de un novelista de mostrar, no contar. Sospecho que él eligió utilizar la ficción como un vehículo mientras salva a sus amigos—si no a sí mismo—de la crítica directa que habría sido inevitable en una obra de no ficción. Pero el libro es una guía indispensable dentro de los “almacenes de la crueldad” del Medio Oriente moderno y nos da una idea mejor del motivo por el cual Irak fracasó después de ser liberado de un tirano, y del motivo por el cual los suníes y chiíes ahora se matan entre sí en forma tan predispuesta.

Fuente: The Wall Street Journal-Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío

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