Una joven madre francesa en crisis personal se fue a Siria con el Estado Islámico con su hijo de cuatro años; después de dos meses en Raqa, logró huir y regresar para relatar su experiencia

SILVIA SCHNESSEL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Un día de abril del 2015, Sophie Kasiki, francesa de 33 años, nacida en Kinshasa (República Democrática del Congo), residente en París desde los ocho años y madre de un niño de cuatro, ingresó en una cárcel francesa. Acababa de huir clandestinamente de la ciudad siria de Raqa, capital del Estado Islámico. Había entrado en aquella pesadilla en febrero, dos meses antes: por voluntad propia y llevando de la mano a su hijo. ¿Ingenuidad? ¿Estupidez? ¿Fanatismo?

Su huida de una residencia-prisión para mujeres en aquella ciudad, aprovechando la distracción de las guardianas, había sido como un milagro. Una operación organizada desde París en 24 horas por su marido, gracias a contactos con la red del Ejército Sirio de Liberación en aquella ciudad que la llevaron a la frontera turca en una peligrosa carrera cronometrada. Organización conspirativa, pero también azar: la fuga, que costó a su marido y sus amigos 30.000 dólares, no habría sido posible sin la solidaridad de una anónima familia siria que la acogió en su casa en Raqa durante 24 horas críticas, jugándose el pellejo. Para Sophie, el riesgo era mortal: “Si me hubieran cogido, me habrían lapidado, y a mi hijo lo habrían metido en una escuela coránica”, dice. Y pocas horas después de vivir esta meteórica fuga, Sophie era encarcelada en Francia. “Los servicios secretos me esperaban en la misma puerta de llegada del avión”. Un funcionario de prisiones le dijo: “Escriba para desahogarse”.

En aquellos dos meses de prisión francesa, Sophie escribió las notas que luego darían forma a su libro En las tinieblas del Daesh. Confesiones de una arrepentida, publicado en español por Editorial Omega. El libro lleva por subtítulo, Por qué me uní al Estado Islámico. Cómo conseguí huir. Está bien escrito, tiene todos los ingredientes de una trama típica de Hollywood con un final feliz incluido.

Encuentro a Sophie –que no se llama Sophie, ni se deja fotografiar más que de espaldas, ni acepta citas improvisadas, en un café de la ciudad– en el quinto piso de un inmueble de la plaza de Italia que alberga media docena de editoriales parisinas.

¿Miedo? Dice que lo lleva bien, pero es una huida del Daesh. Poca broma. No tiene protección. “Al principio temía hasta tomar el autobús, me daban miedo los tipos de aspecto salafista. Ahora, poco a poco, me voy reponiendo”.

Es una mujer alta y bien parecida de ojos brillantes y semblante cálido y afable. Llegó a Francia desde Congo huérfana de padre y madre, a casa de su hermana mayor. Familia católica. Con estudios y profesión, educadora en un centro social del extrarradio parisino, y con la cabeza bien amueblada. No siguió a ningún hombre ni era una fanática religiosa, pero se fue al Daesh. Y con su hijo de cuatro años.

¿Cómo explicar esa locura apenas un mes después de los atentados de Charlie Hebdo? Atravesaba una crisis existencial, un vacío, un mal momento con su marido. Se convirtió al islam sin decírselo a nadie, explica. Un día, tres chavales majos de su centro, con los que mantenía una relación de “hermana mayor”, desaparecen. Se han ido a Siria. Ella se encarga de transmitirles las noticias de sus angustiadas familias, de origen magrebí, senegalés y burkinabés, respectivamente, y sus encarecidos ruegos de que regresen. Ellos no mencionan para nada el Estado Islámico, pintan un cuadro idílico y altruista: ayudar a los demás. “Aquí hay un hospital, podrías trabajar, venir por un mes”, le dicen. Y acepta. Toma el avión a Estambul, allí la esperan y le organizan el cruce de la frontera. A su marido le dice que se va un mes a ayudar como voluntaria en un orfanato turco. Cuando se da cuenta está metida en la ratonera.

Mi caso no es excepcional. Hemos escuchado tantos años que los que van son delincuentes, gente marginada del extrarradio. No, allí he visto a médicos, cardiólogos, internistas, gente con estudios… Ellos saben cómo captar a unos y a otros; a un médico, a la mujer de un médico con dudas, a uno que quiere ser soldado, que sueña con aventuras o defender causas, son gente inteligente que sabe jugar con las prioridades y las frustraciones de cada persona. No son brutos, es mucho más peligroso que eso: gente inteligente que sabe cómo hacer daño de forma inteligente, tienen una máquina sofisticada que suministra promesas y sueños personalizados a cada uno de ellos”.

¿Qué decir de la mente de los tres chavales majos de barrio a los que hacía de “hermana mayor? “La mayoría son gente que ven a sus madres salir a las cuatro de la mañana de casa para ir a hacer limpiezas, madres que lo soportan todo sin queja. Ver sufrir a sus padres tiene un gran papel. También el hecho de que los musulmanes sean estigmatizados en Francia, oprimidos según ellos. Además, se añaden el desarraigo y la memoria familiar. A mí me ocurre: quiero ser francesa, soy francesa, pero me dicen que soy negra. Hay que explicarles a estos chavales cómo llegaron a ser franceses sobre la miseria y la marginación de sus padres; en lugar de eso en la escuela les hablan de nuestros ancestros, los galos… Cuando quieren ser franceses se les da a entender que no lo son del todo; cuando se van de vacaciones, a Marruecos o a Senegal, les llaman franceses… Hay un desarraigo que yo misma viví: mi abuela me decía que tenía miedo de venir a Europa. Vivió la colonización, eso le marcó, para ella el hombre blanco es la opresión, y esa opresión que la marcó revive generaciones después”.

Sophie llegó a Raqa. Sus jóvenes amigos la instalaron con su hijo en un gran apartamento de sirios acomodados, expulsados, huidos o eliminados. “Todavía había migas de pan en la mesa de la cocina”, dice. No puede salir de casa sin enfundarse en el odioso niqab ni sin ir acompañada de un hombre. En la maternidad a la que acude a trabajar, advierte una brutalidad considerable hacia las mujeres. Todos los nacimientos son por cesárea. Suciedad, deshumanización…

Raqa es una ciudad siniestra dominada por un ejército de ocupación. Cuando suena la llamada a la oración, una mezcla de estrés y miedo se apodera de la gente. Las tiendas se cierran, las calles quedan desiertas, todos caminan con prisas hacia la mezquita o a encerrarse en su casa para que no te atrape la milicia por impío”.

Los tres chavales majos que en Francia se quejaban de la “opresión” de los musulmanes reproducen en Raqa algo mucho peor: “Esa es la paradoja, dicen que los sirios son sucios, malos musulmanes, que hay que reeducarlos y si no se avienen se les encarcela o se les mata”. La actitud de los combatientes islamistas hacia la población civil “es como la del ejército nazi en Francia durante la ocupación, son como colonizadores”. La del Estado Islámico es una sociedad de castas. “Los combatientes extranjeros tienen derecho a ir armados y son los amos, los sirios locales son despreciados, segunda categoría. Las mujeres no existen”.

Para sus tres amigos “la religión es un pretexto”. “Muchos jóvenes como ellos ni siquiera saben leer el Corán, pero Daesh ofrece cosas que les atraen; ser hombres fuertes, llevar armas, tener casa y todas las mujeres que quieran…, para ellos son ofertas interesantes. Sin los coches, las armas, las mujeres y las casas, estos tipos no vendrían”.

Conforme pasan los días la relación de Sophie con sus chavales se deteriora. La simpatía del barrio de París se torna en hostilidad por el malestar que manifiesta la mujer ante lo que ve y vive. Le acaban perdiendo el respeto, le retiran el móvil –lo revisan para ver si ha enviado mensajes comprometedores a Francia– y la internan en una residencia-prisión para mujeres, cuya responsable, una francesa de origen marroquí, lleva unas esposas y una pistola al cinto. Es un lugar de sospecha y delación en el que por la televisión mujeres y niños ven una y otra vez la escena de un prisionero quemado vivo por Daesh, o cómo el francés Nicolas degüella a un prisionero. Un día, caminando por Raqa, sus tres acompañantes saludan a un tipo con admiración. Es Nicolas, el degollador de la tele.

En la residencia, Sophie disimula todo sentimiento de queja o disconformidad. Allí encuentra a mujeres de países occidentales cuyo único sueño y excitación es casarse con un muyahidín, un combatiente macho que realice su sueño de vivir como una princesa, “sueños para chicas jóvenes que no tienen gran cosa en su vida corriente, una trampa en la que muchas caen”. En diciembre había 220 francesas en esa situación en Siria, según la cuenta de los servicios secretos franceses. Dichos servicios no movieron un dedo por ella cuando su marido acudió a pedirles auxilio.

Los estados europeos no se preocupaban de la gente que se iba, pensaban que si los mataban allá tanto mejor, un problema menos. Sólo más tarde comprendieron que esos jóvenes regresaban para hacer atentados aquí. Ahora sí que están preocupados”.

Sophie dice haber superado el trauma, confiesa sentir admiración por las guerrilleras kurdas que combaten contra el Estado Islámico. A veces siente odio, pero intenta combatirlo, “porque es muy difícil rehacerte con el odio en el cuerpo”.

Sophie ha rehecho la vida con su marido y espera una hija para mayo. Le gustaría cambiar de barrio y hacer borrón y cuenta nueva, pero continúa vinculada al destino de otras mujeres que como ella cayeron en la trampa, se dieron cuenta, no se integraron en aquel horror y hoy están allá presas. Se siente culpable por haber arrastrado a su hijo a aquello (“lo ha superado estupendamente, la ventaja de la edad”, dice) y también “porque tuve la suerte de huir”. “Me hacen daño las angustias, los miedos y los traumatismos de las mujeres que siguen allá”.


F
uente: La Vanguardia /  Rafael Poch – Reproducción autorizada con la mención: ©EnlaceJudíoMéxico