PEDRO HUERGO

Es entonces, al final de la canícula de Jerusalén – casi para las fiestas de Año Nuevo-cuando la Sra. Slowsky, que lucha contra el termómetro recogiéndose la cabellera, vuelve a lucir su espléndida melena.

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“La vida es como una melena” –dice la Sra. Slowsky,  mientras se peina frente a un espejo en el que se refleja su avejentado rostro– aunque la lleves recogida en un moño, debes de peinarla todas los días para que no se te hagan nudos. Si dejas que se te anude el pelo, la única solución pasa por las tijeras.

–Su melena es preciosa, Sra. Slowsky, qué lustre! – le digo yo .–¿Le viene de familia?

–No –responde ella poniéndose de pie para girarse y mirarme a los ojos sin que nos estorbe el espejo.—Me viene del asco y la rabia de recordar el tiempo que pasé con la cabeza afeitada en un campo de concentración de Polonia.

La Sra. Slowsky, que debe descender de la rama polaca de Sansón, es así: cuando menos te lo esperas se quita las horquillas del moño, mueve la cabeza como si dijera no  y con un brío que impresiona bastante te suelta un melenazo.

La primera vez que me lo hizo fue cuando nos hicimos amigas. Eso fue en casa de su hija, que es la madre de Shai, un compañero al que conocí cuando llegué a la Universidad Hebrea de Jerusalén. Digo compañero por decir algo, porque aunque nos acostábamos juntos no puedo decir que fuéramos novios. Yo había decidido no pasar las fiestas de Año Nuevo con mi familia, en Canadá, así que Shai,  cuando supo que  yo estaría sola para las fiestas, me invitó a casa de sus padres para celebrar la primera cena de Rosh Ha´Shaná. La Sra. Slowsky estaba sentada en el salón y la primera sensación que me causó fue la de frialdad. Una anciana de figura tan perfilada y quebradiza, de mirada tan azul y cortante que podríamos compararla con un carámbano de hielo colgando de un alero en el peor invierno del gueto de Varsovia. Se había puesto, pese al calor, un vestido de manga larga, color lila.

–¿Sabe, Sra. Slowsky lo que pensé cuando la conocí? –le pregunto dándole la espalda a Polonia para servir un té en el samovar. –Pensé que era usted muy parecida a Catherine Hepburn, con ese recogido fastuoso sobre esa mirada tan profunda.

–¿Catherine Hepburn? Sería la Hepburn de “La Sra. Delafield quiere casarse”

–No conozco esa película. –le digo poniéndole la taza de té entre las manos y mirándole a los ojos solidariamente. — ¿Por qué lo dice? ¿De qué trata?

–De una vieja a punto de morir en un hospital por un ataque al corazón. Cuando se entera de que su familia discute por la cercana herencia, decide casarse, o lo que es lo mismo, alejar la herencia de la manada de lobos que tiene por familia y poner el dinero en manos de un marido.

La Sra. Slowsky, en aquella cena de Rosh Ha´Shaná, habló de su marido. O mejor, decir de sus maridos, porque tuvo varios. También habló de Treblinka, por supuesto, porque hay peines que más que peinar, marcan de por vida sus cerdas en el cuero cabelludo: surcos abiertos para nunca cicatrizar del todo, tatuajes del alma, hijos de la neurosis, madre posesiva donde las haya. El caso es que en aquella cena de Año Nuevo se hablaba de lo que se habla cuando no hay nada de qué hablar: del tiempo. No quiero decir que la Sra. Slowsky, que al fin y al cabo nació en Polonia, nos comentara lo largo que se le hacía el verano en la capital de Israel, amasando moños para huir del clima; no, se hablaba del otro tiempo, del físico, y concretamente del que en el calendario lunar de los semitas da inicio a esa increíblemente prolija temporada de fiestas. El padre de Shay decía que ahora, en vez de llevar al Templo de Salomón las primicias del fin de la cosecha, se llevaban al Ministerio de Hacienda. Mientras en la mesa se daba cuenta al Gefilte Fish y a los pescados del Tiberíades con ensaladas de granada y manzana, aliñadas con mostaza y miel, Shay recordó lo que sabíamos todos: que en ocho días sería el ayuno de Yom Kippur. En ese momento miré a la Sra. Slowsky, de elegantísimas maneras, y la vi tan frágil, tan mayor, que no pude sino pensar en qué factura se le pasaría a un cuerpo de ochenta y tantos años ayunando durante veinticuatro horas en pleno apogeo del calor del verano.

–¿Usted ayuna, Sra. Slowsky? –le pregunté.

–Yo ya ayuné en Treblinka por todos los Yom Kippur de mi vida.

Fue entonces cuando comprendí el motivo de las mangas largas pese al calor. Sin duda sus ojos azules rehuían la visión eterna de un número tatuado en la parte interna del brazo.

Treblinka! Cuando alguien nos cuenta un detalle inesperado, y como para tomar el aire suficiente para responder, solemos hacer preguntas retóricas que rayan lo estúpido, así que sólo acerté a decir

–¿Estuvo usted en Treblinka?

–Allí nací yo. –dijo la hija de la Sra. Slowsky.

No se preocupen, no pregunté a la Sra. Slowsky si ella había dado a luz en un campo de concentración. Como la educación es la educación, y en la mesa no se mueve la melena sin ton ni son, antes de que nadie pudiera decir nada, incluso antes de que alguien pudiera escuchar ese extraño silencio de los cubiertos, la Sra. Slowsky tuvo la feliz idea de contarme, en dos grandes pedazos de pescado, su vida.

–Después, con mi marido muerto, sin tener nada más que la vida y una hija, en unas condiciones físicas deplorables, huí con la niña a Crimea. En Sebastopol tomé un barco para Buenos Aires. No me fue del todo mal, y al poco tiempo de empezar a trabajar en una fábrica, me casé con mi profesor de español, porque cuando yo llegué a Buenos Aires sólo hablaba yiddish, polaco, alemán y un poco de francés, y para trabajar en Argentina sin hablar español, ni siquiera de mimo en la calle.

 –¿Y fue feliz en Buenos Aires? –pregunté en busca de la alegría. ¿Qué fue lo mejor que le pasó allí?

–Lo mejor fue, sin duda alguna, divorciarme del profesor. Aunque era una persona fabulosa, tuve que divorciarme de él. Un día, al salir del trabajo, caminando por la misma acera que yo, frente a mí, me encontré a mi marido, quiero decir, al marido que yo creía muerto. No sé cómo no me dio un ataque, la verdad… A mí también me daba él por asesinada. La suerte, o la desgracia, quiso que a él también se le ocurriera escapar de los nazis refugiándose en Argentina. Ni siquiera sabía que era padre y que tenía una hija. No te puedes imaginar el momento en que nos reconocimos….Me divorcié del profesor para volver a casarme con el padre de mi hija; así que puedo decir que me casé con un muerto, porque me casé con él en segundas nupcias, como viuda de la misma persona con la que me casaba.

La Sra. Slowsky, ya peinada, toma la taza de té que yo le he servido, se acerca a mí, me mira a los ojos y para mi sorpresa me dice que me quiere. O dicho de otra forma: me pregunta si me voy a casar con su nieto Shai.

–¿Y qué fue de su marido, Sra. Slowsky? ¿Por qué no está aquí? Nunca me acabó de contar la historia.

Con la misma tristeza con que una adolescente diría que se le ha deshecho el moño, me dice:

–Se lo llevaron los militares argentinos cuando la dictadura, supongo que a la Escuela de Mecánica. La verdad es que no sé dónde está exactamente. Nadie sabe en dónde están todos los que desaparecieron de aquella manera. Dicen que los tiraban desde los aviones para que se los tragara el océano y se los comieran los tiburones. – La Sra. Slowsky vuelve a sentarse y me sigue contando.– Después de aquello, vendí todo lo que tenía, que era más bien poco, y la niña y yo, que ya era una mujer, emigramos a Israel: el único sitio del mundo donde nunca me ha pasado nada malo.

–Sra. Slowsky, una pregunta: ¿Usted de verdad piensa que yo le gusto a su nieto tanto como para llegar a casarnos?

–Antes de contestarte, acércame, por favor, una botella de agua. Las melenas, bajo estos soles del desierto, tienen que estar muy bien hidratadas o se te acartonan como las pelucas baratas de las religiosas en Mea Shearim.

–¿Con gas o sin gas, Sra. Slowski?

–¿Me hablas del agua o de Treblinka?

En ese momento sonó el teléfono, que estaba a mi lado. La madre de Shai. Fue como si me pincharan por todo el cuerpo y a la vez con todos los carámbanos de hielo de todos los inviernos del gueto de Varsovia.

–¿Qué es lo que pasa? –me preguntó la Sra. Slowsky. –¿por qué me miras así?

–Sra. Slowsky, lo siento, pero no me voy a poder casar con su nieto.

Y empecé a llorar.

Aquella noche, en las noticias de la televisión, hablaron todo el tiempo del atentado terrorista que había ocurrido por la tarde en Jerusalén: un estudiante de derecho, de Ramala, se había inmolado en el interior de la línea 32 de Egged, que cubre el trayecto entre Kyriat Ha Yobel y la Universidad Hebrea.

Enterramos a Shai ocho horas antes de que empezara el día de Yom Kippur. Las primicias no, el primogénito.

Algún día sé que me casaré con él.