En su nuevo libro, el ex secretario de Estado norteamericano y Nobel de la Paz asegura que si Estados Unidos renuncia a liderar y orientar al mundo, el caos podría irrumpir.

La reconstrucción del sistema internacional es el desafío último para los estadistas de nuestro tiempo. El castigo por fallar no será tanto una guerra mayor entre estados (aunque no está descartada en algunas regiones) como una evolución hacia esferas de influencia identificadas con estructuras internas y formas de gobierno particulares: por ejemplo, el modelo westfaliano contra la versión islamista radical. En sus márgenes, cada esfera sentiría la tentación de probar su fuerza contra otras entidades de órdenes considerados ilegítimos. Estarían en red para tener comunicación instantánea y se transgredirían unas a otras constantemente. Con el tiempo las tensiones de este proceso degenerarían en maniobras por el estatus o la ventaja a escala continental o incluso mundial. Una lucha entre regiones podría ser incluso más extenuante de lo que ha sido la lucha entre naciones.

La búsqueda contemporánea de un orden mundial requerirá una estrategia coherente para establecer un concepto de orden dentro de las diversas regiones y relacionar esos órdenes regionales entre sí. Estas metas no son necesariamente idénticas ni están destinadas a conciliarse entre sí espontáneamente: el triunfo de un movimiento radical podría llevar orden a una región y al mismo tiempo crear un escenario propicio para los disturbios en y con todas las otras. La dominación militar de una región por un país, aunque aporte un orden aparente, podría producir una crisis en el resto del mundo.

Se impone realizar una reevaluación del concepto de equilibrio de poder. En teoría, el equilibrio de poder debería ser totalmente calculable; en la práctica, ha resultado extremadamente difícil armonizar los cálculos de un país con los de otros estados y alcanzar un reconocimiento común de límites. El elemento conjetural de esta política exterior —la necesidad de ajustar las acciones a una evaluación que no puede ser probada cuando se realiza— nunca es más verdadero que en un período de disturbios. Entonces el viejo orden cambia, pero la forma que lo sustituye es sumamente incierta. Todo depende, por tanto, de alguna idea de futuro. Pero estructuras internas variantes pueden producir diferentes evaluaciones del significado de las tendencias existentes y, más importante aún, confrontar criterios para resolver estas diferencias. Este es el dilema de nuestra época.

Un orden mundial de estados que afirman la dignidad individual y el gobierno participativo, y cooperan internacionalmente de acuerdo con reglas consensuadas, puede ser nuestra esperanza y debería ser nuestra inspiración. Pero el progreso hacia ese orden tendrá que sostenerse a través de una serie de etapas intermedias. En cualquier intervalo dado, por lo general nos convendrá, como escribiera Edmund Burke, «aceptar algún proyecto idóneo que no satisfaga la plena perfección de la idea abstracta, que insistir en lo más perfecto»; que correr el riesgo de una crisis o una desilusión insistiendo inmediatamente en esto último. Estados Unidos necesita una estrategia y una diplomacia que tengan en cuenta la complejidad del viaje: lo remoto de la meta, así como la incompletud intrínseca a las empresas humanas con que se intentará alcanzarla.

Si quiere desempeñar un papel responsable en la evolución del orden mundial del siglo xxi, Estados Unidos tendrá que estar preparado para responder unas cuantas preguntas:

¿Qué queremos prevenir, no importa cómo sea, y solo si es necesario? La respuesta define la condición mínima de la supervivencia de la sociedad.

¿Qué queremos lograr, incluso sin contar con ningún apoyo multilateral? Estas metas definen los objetivos mínimos de la estrategia nacional.

¿Qué queremos lograr, o prevenir, solo si contamos con el apoyo de una alianza? Esto define los límites externos de las aspiraciones estratégicas del país como parte de un sistema global.

¿En qué no deberíamos involucrarnos, aunque un grupo multilateral o una alianza nos urgieran a hacerlo? Esto define los límites de la participación estadounidense en el orden mundial.

Sobre todo, ¿cuál es la naturaleza de los valores que queremos difundir? ¿Qué aplicaciones dependen en parte de las circunstancias?

En principio, las mismas preguntas son válidas para otras sociedades.

Para Estados Unidos, la búsqueda de un orden mundial funciona en dos niveles: la celebración de los principios universales debe ser equiparada con el reconocimiento de la realidad de las historias y culturas de otras regiones. Aunque las lecciones de décadas de desafíos son discutibles, debemos sostener la afirmación de la naturaleza excepcional del país. La historia no da respiro a los países que olvidan sus compromisos o su sentido identitario en favor de un camino aparentemente menos arduo. Estados Unidos, en tanto expresión decisiva de la humana búsqueda de libertad en el mundo moderno, y en tanto fuerza geopolítica indispensable para la reivindicación de los valores humanos, debe conservar su sentido de orientación.

El decidido papel estadounidense será un imperativo filosófico y geopolítico para los desafíos de nuestro período. Pero ningún país puede lograr el orden mundial actuando solo. Para alcanzar un orden mundial genuino, sus componentes, manteniendo sus propios valores, deben adquirir una segunda cultura que sea global, estructural y jurí­ dica: un concepto de orden que trascienda la perspectiva y los ideales de cualquier región o nación. En este momento de la historia, esto implicaría una modernización del sistema westfaliano acorde a las realidades contemporáneas.

¿Es posible traducir culturas divergentes a un sistema común? El sistema westfaliano fue bosquejado por unos doscientos delegados, ninguno de los cuales ha entrado en los anales de la historia como un personaje relevante, que se reunieron en dos ciudades alemanas de provincias separadas entre sí por unos sesenta kilómetros (una distancia significativa en el siglo xvii) en dos grupos separados. Superaron sus obstáculos porque compartían la devastadora experiencia de la guerra de los Treinta Años y estaban decididos a impedir que volviera a ocurrir. Nuestra época, que se enfrenta a perpectivas incluso más graves, necesita resolver sus necesidades antes de que sea tarde.

Fragmentos crípticos de la remota antigüedad revelan una visión de la condición humana irremediablemente marcada por el cambio y la lucha. «El orden mundial» era como el fuego, «ardía con mesura, y con mesura se extinguía», y la guerra era «el padre y rey de todo» que creaba el cambio en el mundo. Pero «la unidad de las cosas yace bajo la superficie; depende de una reacción equilibrada entre opuestos». La meta de nuestra era debe ser lograr el equilibrio sujetando a los mastines de la guerra. Y tenemos que hacerlo en medio de la impetuosa corriente de la historia. La célebre metáfora de esto es el fragmento que expresa que «no podemos bañarnos dos veces en el mismo río». Podemos pensar la historia como un río, pero sus aguas siempre serán cambiantes.

Hace mucho tiempo, en mi juventud, yo tenía el descaro de creerme capaz de pronunciarme sobre «el sentido de la historia». Ahora sé que el sentido de la historia es algo que debemos descubrir, no proclamar. Es una pregunta que debemos intentar responder lo mejor que podamos reconociendo que permanecerá abierta al debate; que cada generación será juzgada por cómo se enfrentó a los temas más grandes y significativos de la condición humana, y que los estadistas deben tomar la decisión de afrontar estos desafíos antes de que sea posible saber cuál será el resultado.

Fuente: Infobae