GABRIEL ALBIAC

La hasta ahora inimaginable hipótesis de que el patán Trump pueda llevarse por delante a la exquisita Clinton.

Signo de los tiempos: ya nadie espera nada de un político; salvo que le libre de otro. Las elecciones presidenciales en los Estados Unidos alzan el paradigma de eso. Hasta llevarlo a la caricatura. Porque Hillary Clinton y Donald Trump comparten algo: el rechazo visceral de decisivas masas de votantes, a ambos lados de un arco electoral cuyos criterios ideológicos son hoy más que confusos. Las elecciones del país en el cual se juega el equilibrio mundial se despliegan, esta vez, sobre un factor perverso: a cuál de los dos candidatos detestarán en noviembre más electores. Lo imprevisible del resultado final viene ligado a eso: no es fácil dar con un algoritmo preciso de la antipatía.

Hillary Clinton lo tenía todo a su favor al iniciarse la campaña. Es mujer. Y, una vez roto el tabú de ver a un ciudadano negro al frente de la Casa Blanca, ya sólo esa última barrera social queda para enterrar las sombras de tiempos pretéritos: una mujer que presida los Estados Unidos. Hubiera podido suceder ya en 2009; fue su mejor ocasión, sin duda. Se trata de una política experta, además, como poquísimos sujetos pueden acreditarlo. Abogada y política brillante, Hillary Clinton fue engranaje principal en la forja de la maquina electoral que condujo a su esposo a la Presidencia en 1993. Y responsable, ya bajo la presidencia de Obama, de las relaciones internacionales estadounidenses entre 2009 y 2013. No hay demasiados políticos que puedan afrontar hoy con más capacidad y experiencia la rectificación de los errores en cadena que llevaron a Barack Obama, en sus últimos años sobre todo, a una debilidad exterior con pocos precedentes.

Y, sin embargo, Rodham-Clinton mueve un voto de rechazo que preocupa al Partido Demócrata. El asombroso ascenso de Bernie Sanders, outsider que dibujaba el perfecto arquetipo del anti-candidato americano, no podría entenderse sin esa suspicacia que ella levanta en los sectores menos elitistas del electorado demócrata. En contra de ella han jugado, sobre todo, las sospechas que levantan las finanzas de una Fundación Clinton cuyos fondos se sospechan demasiado relacionados con las petro-tiranías del Golfo y que son muy difíciles de armonizar con la cuidada imagen progresista de la candidata. Más aún, en un momento en que familiares de las víctimas del 11S tratan de hallar vía para querellarse contra Arabia Saudí como responsable subsidiaria de la matanza.

Donald Trump, en el lado republicano, parecía una broma cuando las primarias comenzaron. Y ha barrido, sin aparente esfuerzo, a todos sus competidores. El estupor y el miedo se reparten hoy entre los dirigentes republicanos. La fascinación que el multimillonario demagogo levanta entre las capas más populares de la América profunda asustan. Un repliegue proteccionista de los Estados Unidos, como el que Trump predica en sus discursos, tendría consecuencias funestas para la economía mundial. No hay un solo concepto claro en su programa, que parece variar según la audiencia. Pero su demagogia populista arrastra, con la temible fuerza transversal de todos los populismos. Y, por primera vez en estas últimas semanas, las encuestas comienzan a conceder una posibilidad real a la hasta ahora inimaginable hipótesis de que el patán Trump pueda llevarse por delante a la exquisita Clinton.

Ninguno de los dos depende de sí mismo. Será el otro –el rechazo del votante al otro– el que dé la victoria. Y es ése un horizonte envenenado. Del cual, la racionalidad política queda excluida.