Uno de los temas que causó revuelo fue su recomendación a las mujeres de su país de dejar de usar métodos de control de la natalidad.

ESTHER SHABOT PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO – Turquía se ha convertido en los últimos años en un actor cada vez más central no sólo de la región a la que geográficamente pertenece, sino también del entorno internacional más amplio. Si bien ha cobrado importancia creciente debido a la intensa volatilidad registrada en esa parte del mundo durante el último lustro, también es cierto que su presidente, Recep Tayyip Erdogan, ha contribuido con su polémica personalidad a hacer de Turquía un foco privilegiado de atención. En el poder desde hace más de una década, Erdogan ha sido un personaje  capaz de concentrar cada vez más poder, de fomentar con éxito un peculiar modelo islamista en su nación y de socavar las bases democráticas de su país mediante el control y la represión de aquellos elementos que estorban a su proyecto personal como jefe de Estado. Su personalidad puede caracterizarse con múltiples adjetivos: carismática, populista, autoritaria, represiva, caprichosa, astuta, chauvinista, pragmática y, por supuesto, ansiosa por estar constantemente bajo los reflectores de los medios de comunicación.

Por todo ello, no hay semana en que Erdogan no sea motivo de noticia y de polémicas. Uno de los temas de corte local que causó revuelo en estos días, fue su recomendación a las mujeres de su país de dejar de usar métodos de control de la natalidad. Textualmente declaró: “Lo digo claramente, aumentaremos nuestra posteridad y reproduciremos las generaciones… (porque) ninguna familia musulmana puede funcionar con esa mentalidad de planificación o control natal… seguiremos el camino que Dios y el bendito profeta Mahoma han señalado”. Esta postura se suma a las frecuentes diatribas de Erdogan en contra de que las mujeres turcas asuman roles ajenos a los de madres y esposas y se alejen, por ende, del espacio doméstico, lo cual, según él, es lo que la tradición y la sensatez establecen.

El otro gran escándalo de la semana derivó no de una iniciativa turca, sino de la reacción del gobierno de Ankara ante la decisión del Parlamento alemán de reconocer oficialmente el genocidio armenio perpetrado por el Imperio Otomano en 1915-16. Éste ha sido un tema especialmente sensible para Turquía, la cual ha manifestado una férrea resistencia a aceptar responsabilidad por aquellos terribles hechos a los que, por lo demás, de ninguna manera está dispuesta a calificar como genocidio. Así, de inmediato hubo reacciones indignadas: declaraciones de rechazo, retiro para consultas del embajador turco en Alemania y amenazas de tomar medidas drásticas. Sin embargo, y a pesar de todo ese ruido, finalmente el nuevo primer ministro, Binali Yildirim, acabó por bajar el tono, declarando: “Estamos comprometidos hasta el final con los acuerdos que hicimos. Turquía no es un Estado extorsionador y no haremos amenazas”.

¿Por qué el freno? Sencillamente porque la parte pragmática del régimen de Erdogan sabe que llevar al extremo su indignación puede poner en riesgo mucho de lo obtenido y de lo que le es posible todavía conseguir en el futuro próximo dentro del esquema de colaboración que se ha establecido entre Ankara y la Unión Europea, a partir del tema de la recepción de la inmensa oleada de refugiados que huye principalmente de Siria, pero también de Afganistán e Irak. Para Turquía los beneficios no son sólo miles de millones de euros que están entrando a sus arcas, sino también la posibilidad de los turcos de viajar a Europa sin visado y, quizá en un futuro, el ingreso de Turquía a la Unión Europea. Es cierto que para esto último faltan aún de cumplirse múltiples requisitos, pero lo ocurrido durante esta semana revela la manera en que Turquía y la Unión Europea —Alemania incluida, por supuesto— miden sus fuerzas dentro de este proceso en el que, por un lado, existe una necesidad mutua de colaborar y, por el otro, un alto precio que pagar a cambio de tal colaboración.

Fuente: Excelsior