EDUARDO CACIA

Recientemente escuché una visión inédita de este fenómeno en voz del empresario tijuanense José Galicot cuando le llamó “la diáspora mexicana”. Si bien el término está muy asociado a los judíos, aquí lo uso en su acepción genérica, es la dispersión forzada de un pueblo debido a diferentes causas, sociales, económicas, climáticas, persecución racial, violencia y más.

Nuestra incipiente democracia asoma estampas que hace unas cuantas décadas serían poco probables: el espacio para la especulación sobre quién ganará tales o cuáles comicios. No es un logro menor. Jorge Ibargüengoitia escribió con sarcasmo en los setentas: “El domingo son las elecciones, ¡qué emocionante!, ¿quién ganará?”, cuando las votaciones eran un simulacro. Estimo que mal le irá a los candidatos independientes que no fueron capaces de unirse, sirviendo así a la hegemonía partidista (divide y vencerás). No puedo estar más de acuerdo con la tesis que en Sólo así plantea Jorge Castañeda: tiene que haber un sólo candidato independiente contra la partidocracia.

Un pueblo dividido es vulnerable. Somos 120 millones de mexicanos en México, más 30 millones que viven fuera del país, principalmente en Estados Unidos. Recientemente escuché una visión inédita de este fenómeno en voz del empresario tijuanense José Galicot cuando le llamó “la diáspora mexicana”. Si bien el término está muy asociado a los judíos, aquí lo uso en su acepción genérica, es la dispersión forzada de un pueblo debido a diferentes causas, sociales, económicas, climáticas, persecución racial, violencia y más. Había escuchado de la diáspora judía, de la africana, asiática, palestina, pero no de la mexicana.

En gran medida el gobierno mexicano durante los últimos 100 años ha tenido un desempeño tal que ha provocado la diáspora mexicana, éxodo forzado en aras de mejores condiciones de vida, de oportunidades que México no les ha ofrecido, de supervivencia. Esta división del pueblo mexicano, irónicamente, es uno de los sustentos de la economía nacional. Sin las remesas que nuestros compatriotas mandan desde EU (más de 25 mil millones de dólares anuales, y creciendo) tendríamos un severo impacto económico en México. Se requiere, y aquí vuelvo a la tesis de Galicot, que el gobierno mexicano tenga una política de Estado para concentrar la fuerza de estos mexicanos expatriados. El judío ve en el Aliyah un deber moral para con Israel. El gobierno mexicano debería tener un deber moral con los mexicanos que no pudo retener. (Pregunto: ¿le conviene al gobierno mexicano un pueblo unido?).

Con Tijuana Innovadora Pepe Galicot ha rescatado el orgullo de ser mexicano, su iniciativa (hace unos años vista como poco viable) no sólo es una realidad sino que le ha dado a Tijuana la posibilidad de un nuevo rostro, el de una ciudad competitiva y pujante que sabe responder a los retos binacionales. La idea es simple: México debe hermanar a los mexicanos de ambos países. Pienso en estrategias vinculatorias que han funcionado con éxito; muchos jóvenes judíos viajan a Israel a impregnarse de sus raíces, de la cultura de sus antepasados, una práctica que desde el gobierno crea un lazo afectivo que rinde beneficios. Habrá unos 18 millones de judíos en el mundo, mucho menos que los 30 millones de mexicanos en EU, pero su voz tiene una envidiable resonancia mundial.

No puedo dejar de ver el brillo en los ojos de Pepe Galicot cuando imagina que México podría auspiciar que muchos mexicanos y méxico-norteamericanos viajaran a la tierra de sus antepasados, que conocieran las bellezas naturales, que vinieran a estudiar español una temporada, que invirtieran en México, que se maravillaran de sus fiestas tradicionales, que probaran la original receta de la abuela, que se enchilaran por primera vez, que entraran a los sitios arqueológicos y a las catedrales, que abrazaran a la tía que sólo conocen en una pantalla, que sintieran la calidez del que recibe a un hermano, que se les ensanchara el corazón de orgullo, tanto como el país que hoy nada más conocen por referencias y nostalgias. Y luego, si quieren, que regresen a su país adoptivo (claro, aquellos que puedan migrar legalmente).

Llamamos, con gratitud, alma máter a la universidad donde egresamos, lo mismo deberían sentir de su patria los connacionales exiliados. No es la religión lo que une a los pueblos, es su cultura. Los mexicanos unidos debemos ser el alma máter de México. La posibilidad de tener a Trump como Presidente vecino puede tener un lado positivo: unirnos ante la amenaza, juntar los fragmentos de espejo y vernos como lo que somos: más grandes de lo que creemos.

Fuente: Eduardo Caccia, Reforma