ESTHER SHABOT

Quienes votaron a favor de una salida de la UE, por su temor a la entrada turca, ignoran que el ingreso de Ankara es cada vez más remoto.

En varias de las entrevistas realizadas a ciudadanos británicos sobre la decisión del Brexit, uno de los argumentos más escuchados de parte de los favorables al abandono de la Unión Europea (UE) fue el de conjurar la posibilidad “de vernos inundados por millones de turcos que, con el posible ingreso de su país a la UE, traerían consigo al continente europeo —Gran Bretaña incluida— los flagelos del terrorismo islamista y la descomposición cultural y social del espíritu europeo”. No cabe duda que en el considerable peso que el tema migratorio tuvo para inclinar la votación a favor del Brexit, jugó un eficiente papel de espantajo el proyecto siempre etéreo y permanentemente pospuesto de integración de Turquía a la UE.

Al parecer, quienes decidieron su voto pro Brexit, en función de su temor a los turcos como principal argumento, ignoran o prefieren ignorar que las posibilidades de un ingreso de Ankara a la UE son, objetivamente hablando, cada vez más remotas. Sería pertinente entonces preguntarse qué ayudó a construir la falsa percepción de que Turquía estaría por ser socio de la UE. Sin duda, tuvo para ello gran resonancia la negociación de los últimos meses entre Bruselas y el gobierno de Erdogan a fin de manejar la oleada de refugiados agolpados a las puertas de Europa cuando se desarrolló un estira y afloje en cuanto a visados y dineros exigidos por Turquía a cambio de su cooperación. Esto revivió los rumores y los temores del ingreso turco a la UE de manera artificial, dando con ello armas a los sectores del bando euroescéptico europeo para “espantar con el petate del muerto” de que los turcos se aproximan.

La gran paradoja en este tema es que desde hace tiempo es evidente que Turquía se aleja de manera galopante de la posibilidad de ingresar a la UE. Y ese alejamiento es producto de un rechazo mutuo al proyecto, no sólo de una de las dos partes. Por un lado, es un hecho que por más que la UE necesita a Turquía para manejar candentes problemas como el de los refugiados y migrantes, sigue considerando que los factores negativos inherentes al perfil de Turquía como nación de ninguna manera logran cumplir con las exigencias que contempla la normatividad legal y jurídica de Bruselas. A ello se agregan sin duda además las dimensiones que han cobrado el racismo, el temor al terrorismo del islam radical y la xenofobia en vastos sectores de Europa y del mundo en general en los últimos tiempos. Por otro lado, también es evidente que de parte de Turquía el interés real de incorporarse a la UE casi no existe ya. A partir del estallido de las crisis económicas subsecuentes padecidas por varios de los miembros de la UE, lo mismo que del resto de las dificultades y conflictos que se desencadenaron en su seno poco después con el tema de los refugiados, se amplió el consenso dentro de la sociedad turca de que no era un buen negocio su ingreso al club europeo.

Lo que corona el desinterés turco es además la naturaleza del proyecto de nación del presidente Erdogan, el cual se aleja cada vez más de los rasgos propios de las democracias y del perfil demandado por la UE. Su autoritarismo vertical va en ascenso con las prácticas comunes a esa tendencia: menos libertad de expresión, más represión violenta de los rivales, menos competencia política, más encarcelamientos de disidentes y críticos, más intervención de la religión en los asuntos públicos, menos respeto a las minorías, etc. Por todo ello, cabe concluir que la amenaza de los impulsores del Brexit y del resto de los euroescépticos de que “los turcos se acercan y hay que neutralizarlos” ha sido un fantasma sin sustancia hábilmente manejado para reforzar su causa mediante el tan socorrido recurso de la inyección del miedo.

Fuente:excelsior.com.mx