IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Muchos grupos judíos en los Estados Unidos han tomado una postura abiertamente anti-israelí; muchos de los grandes promotores de la causa palestina en ese país, son judíos; muchos de los activistas del BDS (movimiento que promueve boicots, desinversiones y sanciones contra Israel) son judíos.

A simple vista, pareciera una situación terrible y ominosa. Pero si hacemos una revisión fría de la Historia, por lo menos debemos decir que no es sorprendente. Incluso, que hay algo que pinta bastante bien en este enredo.

El Judaísmo nunca ha sido un grupo homogéneo. Ni siquiera en sus etapas previas –la Hebrea y la Israelita– se trató de una sociedad unificada de manera integral. Siempre tuvo cupo para una amplia diversidad.

Los antiguos hebreos ni siquiera fueron una etnia. Se definían por sus actividades, no por su origen. Como grupo, estuvo integrado principalmente por semitas y cananeos, pero también hubo núcleos hititas, mitanios (hurritas) y es probable que hasta de origen griego (tras las invasiones de los llamados Pueblos del Mar). Ya organizados como una nación –Israel– a partir del siglo X AEC, todos estos contingentes se fusionaron poco a poco en una sola identidad regional, aunque divididos en dos grupos principales: los del norte –con capital en Samaria– y los del sur –con capital en Jerusalén–.

Tampoco fue una época de homogeneidad. El texto bíblico refleja que, fuera de toda duda, ambos grupos tenían perspectivas y narrativas muy diferentes respecto a su propia historia. Si al final se pudo lograr una sola versión fue porque los asirios destruyeron casi por completo el patrimonio cultural de los israelitas del norte, y sus sobrevivientes eventualmente se asimilaron a la narrativa de los israelitas del sur, que quedó plasmada en la Biblia.

Justamente, si no estamos enterados de ciertos detalles sobre la literatura judía a partir del siglo VI AEC, podemos caer en el error de suponer que desde entonces hubo cierta uniformidad en el Judaísmo. La Biblia parece presentarlo así, pero la realidad es que la Biblia es lo que podríamos definir como una “postura oficial”. Hubo una tendencia disidente, y es obvio que lo mejor de su producción no fue incluido en el texto bíblico.

Se trata del Judaísmo Apocalíptico, una alternativa extremista que se desarrolló tímidamente entre los siglos VI y III AEC, y que tuvo su primer momento de relevancia en torno a la Guerra Macabea (167-158 AEC). Tras una obligada reorganización por culpa de sus predicciones fallidas, encontró en los Esenios de Qumrán a sus últimos grandes exponentes. Su presencia fue marginal en la sociedad judía de los siglos II y I AEC, pero la radicalización política bajo el yugo romano logró que sus ideas extremas se difundieran mucho durante el siglo I. Involucrados al cien por ciento en la revuelta anti-romana de los años 66-73, los judíos apocalípticos se extinguieron tras la derrota judía.

Pero para entonces ya habían aflorado otras variantes del Judaísmo: helenistas, saduceos y fariseos. Entre los años 158 AEC y 70 EC, el Judaísmo antiguo vivió su momento de mayor pluralidad.

La guerra contra los romanos vino a ser el parte-aguas que obligó al Judaísmo a reorganizarse de manera radical. El único grupo que sobrevivió ileso en sus estructuras funcionales fue el fariseo, y por ello todo el Judaísmo posterior al siglo II se basó en el molde de una de sus escuelas, la de Hillel.

Sin embargo, los Saduceos y los Helenistas no desaparecieron. En realidad, muchos de sus miembros sobrevivieron, debido a que la guerra en Judea sólo tuvo una afectación local. Las comunidades judías que ya estaban dispersas por todo el mundo no se vieron directamente dañadas.

¿Qué sucedió con ellos? Sencillo: se asimilaron al nuevo sistema, el Rabínico. Gracias a ello, el Judaísmo preservó –aún dentro del sistema rabínico– su pluralidad.

Está fuera de discusión el hecho de que esta condición plural hizo que el Judaísmo Rabínico, desde sus inicios, mantuviera la tensión entre los polos opuestos que podríamos definir como liberal y tradicional. Siempre dentro de los márgenes del Judaísmo.

Dicha dicotomía funcionó de un modo bastante regular hasta el siglo XVIII, cuando las circunstancias políticas en Europa del norte provocaron que en el seno del Judaísmo alemán se diera lo que podría considerarse el primer cisma, con la aparición del Reformismo y, poco después, del Conservadurismo. Debe señalarse que fue un fenómeno característico del Judaísmo Ashkenazí. En términos prácticos, el Judaísmo Sefardita tenía todos los elementos para generar un cisma similar, pero las condiciones políticas y sociales eran distintas. Los judíos ashkenazim estaban repartidos en países diferentes, muchos de ellos con diferencias sociales, culturales y económicas abismales (por ejemplo, no era remotamente similar vivir en Alemania que vivir en Rusia). En contraste, los judíos sefaradim estaban básicamente establecidos en el Imperio Otomano. A ello hay que añadir que la experiencia ashkenazí era notoriamente más difícil que la sefaradí, ya que los sultanes de Estambul mantuvieron una política generalmente tolerante y razonable hacia las comunidades judías.

Por ello, el Judaísmo Sefardí pudo mantener dentro de sus límites la tensión inevitable entre los liberales y los tradicionalistas (hasta el día de hoy); en contraste, el Judaísmo Ashkenazí terminó por seccionarse en dos bandos principales –liberales y ortodoxos–, y luego cada uno tuvo sus propias subdivisiones.

Es era el entorno en el siglo XIX cuando surgió el movimiento Sionista, una alternativa obligada por las difíciles condiciones en la vida de los judíos –especialmente en Europa central y del este–, que vino a hacer más complejo el panorama, debido a que las reacciones de los grupos liberales y tradicionalistas fueron completamente disímiles, aun dentro de sus propias filas.

Por ejemplo, muchos judíos liberales –marxistas y hasta ateos– en Rusia, Ucrania y Polonia, rápidamente se adhirieron al Sionismo y protagonizaron amplios contingentes de pioneros que se trasladaron a vivir a la entonces Palestina Otomana. En contraste, muchos judíos liberales alemanes, ingleses, franceses y estadounidenses se opusieron al Sionismo. Era la época en la que ellos mismos se consideraban alemanes, ingleses, franceses o estadounidenses “de credo mosaico”, y afirmaban tajantemente que el Judaísmo ya no debía entenderse como una identidad nacional, sino meramente como un credo religioso.

En el grupo marxista tampoco había homogeneidad: muchos sionistas fueron marxistas convencidos, pero también hubo otra tendencia –cuyos exponentes más importantes fueron los Bundistas– que se comprometieron con el ideal de destruir todo concepto de identidad nacional y fronteras, por lo que la pura idea de un “hogar nacional judío” les resulta indignante (hasta la fecha).

Por su parte, los judíos sefarditas se tardaron mucho en involucrarse en la controversia sobre el Sionismo. Es lógico: ellos vivían en un contexto político relativamente estable, aunque decadente, y por ello tenían una visión política completamente diferente a la de los judíos ashkenazíes. Apenas con el colapso del Imperio Otomano en 1917 se vieron obligados a definir poco a poco sus posturas.

El Judaísmo religioso y tradicionalista tampoco tuvo uniformidad en su reacción ante el Sionismo. Desde un inicio, hubo fervientes defensores e igualmente fervientes opositores.

El Holocausto vino a provocar cambios sensibles en las posturas judías. El más relevante fue que el Judaísmo liberal europeo practicamente desapareció; fue completamente aniquilado por la barbarie nazi, y los principales centros judeo-liberales fueron, a partir de ese momento, los estadounidenses. Por su parte, el Judaísmo religioso y tradicionalista europeo se vio severamente afectado, pero no en la misma magnitud que el liberal. Ello fue consecuencia de un factor psicológico interesante: los judíos religiosos asumían, sin cuestionarlo, el papel del pueblo judío como grupo marginado, exiliado y perseguido. Por ello, el Holocausto los impactó numéricamente, pero no psicológicamente. En contraste, los judíos liberales habían hecho el esfuerzo por asimilarse a sus respectivas sociedades, y el Holocausto vino a recordarles que eso era prácticamente imposible. Siempre serían judíos, y a la hora de morir, morirían como judíos.

El resultado fue que, en términos generales, muchos judíos aceptaron desde 1948 la importancia de la existencia de Israel y, sobre todo, la necesidad de apoyar siempre al joven estado.

Sólo en los sectores más desculturizados y asimilados en las clases altas –sobre todo en los Estados Unidos– se gestó un Judaísmo liberal completamente anti-israelí; paradójicamente, sucedió lo mismo en el otro extremo: los grupos jasídicos más radicales se rehusaron a aceptar la legitimidad del nuevo Estado Judío, aunque por razones estrictamente religiosas.

Todo lo anterior explica, a grosso modo, el por qué hay judíos pro-israelíes y anti-israelíes. Como ya he señalado, eso no es un misterio desde ningún punto de vista.

Lo interesante es comparar dos momentos muy concretos en la historia judía, y ver cómo se han reacomodado los bandos.

Los eventos referenciales para esta comparación son, por lógica, aquellos en los que el pueblo judío recuperó su independencia. El primero fue en el año 158 AEC, tras derrotar a los Sirios Seléucidas tras la Guerra Macabea, y el segundo fue en el año 1948 con la refundación del Estado de Israel. Muchos rasgos históricos del primero se repitieron prácticamente idénticos en el segundo.

Por ejemplo:

1. Antes de que Judea conseguiera su independencia en el año 158 AEC, tuvo que enfrentarse a un intento explícito y deliberado por parte de un emperador delirante –Antíco IV Epífanes– para exterminar al Judaísmo; del mismo modo, antes de lograr su independencia en 1948, el pueblo judío tuvo que enfrentar a otro psicópata delirante –Adolfo Hitler– que intentó llevar a su máxima expresión posible esa idea de exterminio.
2. La antigua Judea pudo consolidar su independencia gracias al apoyo que encontró en la mayor potencia militar de la época (ubicada al occidente): Roma; del mismo modo, Israel pudo consolidarse gracias al apoyo de la mayor potencia militar de esta época (curiosamente, también al occidente): los Estados Unidos.
3. La antigua Judea llegó a establecerse de un modo tan sólido a partir del año 158 AEC, que se convirtió en una poderosa potencia militar local que, uno a uno, derrotó a todos sus enemigos y conquistó territorios que históricamente la habían pertenecido, pero que habían sido ocupados por naciones vecinas; al Estado de Israel le sucedió exactamente lo mismo: se convirtió en la gran potencia militar local, recuperó mucho de su territorio histórico, y derrotó a todos sus enmigos. Por ello se dice que las dos épocas en las que el pueblo judío ha sido más poderoso –militarmente hablando– han sido, justamente, la de los Reyes Hasmoneos (entre los años 158 y 63 AEC) y la de hoy (desde 1948).
4. Un sector religioso extremista –el Qumranita– rechazó la legitimidad del gobierno Hasmoneo y se declaró en abierta oposición a lo que representaba, políticamente hablando, el Reino de Judea; del mismo modo, un sector religioso extremista –principalmente jasídico– ha rechazado (hasta la fecha) la legitimidad del gobierno del Estado de Israel y se ha declarado en abierta oposición a lo que representa, políticamente hablando. El razonamiento en ambos casos –pese a que hay más de 2 mil años de distancia– fue exactamente el mismo: dado que “no se restauró el Trono de David” (según el discurso antiguo) o “no vino el Mesías” (según el discurso actual, aunque es exactamente lo mismo), el Reino de Judea o el Estado de Israel son ilegítimos.
5. Un sector liberal extremista –propio del Judaísmo Helenista, y llamado también “herodiano” en algunas fuentes antiguas– también se opuso a la idea de una Judea independiente en la antigüedad; para estos judíos, la mejor condición posible era la plena integración a la Pax Romana, por lo que consideraban que todas las pretensiones mesiánicas de la época eran aberrantes. Del mismo modo, un distinguido lobby de judíos reformistas en la actualidad considera que el Estado de Israel representa más problemas que soluciones, y su lealtad está principalmente con los Estados Unidos (ya que allí residen en su mayoría).
6. Roma fue el gran aliado de Judea, pero llegó un momento en que la relación se empezó a deteriorar, al punto de que Judea se acercó al imperio que para entonces era el gran enemigo de Roma: los Partos. Eventualmente, el conflicto estalló y Roma y Judea –los viejos aliados– se enfrentaron en dos sangrientas guerras que dejaron devastado al país judío. En ese tiempo, simplemente no hubo modo de enfrentarse a la maquinaria bélica romana. Una parte de esta situación ya se ha dado en la actualidad: después de ser grandes aliados, Israel y Estados Unidos han empezado a distanciarse peligrosamente. Barack Obama ha sido, fuera de toda duda, el gran artífice de esta ruptura, y si la presidencia es ganada por Hillary Clinton –lo más probable, si nos atenemos a las encuestas–, es casi seguro que la ruptura se confirmará. En lo inmediato no existe ningún riesgo de una confrontación militar entre Estados Unidos e Israel, pero dicho riesgo sí existe en lo comercial –el nuevo campo de batalla internacional–.

El Judaísmo tiene una plena conciencia de que la historia es un fenómeno cíclico (“No hay nada nuevo debajo del sol; ¿qué es lo que ya ha sido, sino lo que será?…”, en palabras del Kohelet o Eclesiastés). Así que, nuevamente, insisto: la postura anti-israelí de muchos judíos estadounidenses no tiene nada de nuevo.

Sucedió exactamente lo mismo cuando, en el ciclo histórico anterior, muchos judíos optaron por comprometer su lealtad a Roma antes que a Judea, y vieron un peligro en las ansias independentistas de los judíos tradicionalistas.

Pero hubo algo que sí cambió. Radicalmente, de hecho.

En el año 66, cuando comenzó la revuelta contra Roma, la sociedad judía estaba profundamente dividida. Yo sé que muchos me dirían que hoy en día es igual, pero no es cierto. Las divisiones de ese entonces eran, por mucho, más extremas que las de hoy. De hecho, a la par de luchar contra los romanos, los judíos se vieron inmersos en una guerra civil donde se confrontaron tres bandos. Y cuando digo “se confrontaron”, me refiero a que lucharon hasta exterminarse unos a otros.

Eso le facilitó las cosas a Roma: no hay nada mejor que enfrentar a un enemigo peleado a muerte consigo mismo.

Más aún: mientras los rebeldes estaban divididos en tres bandos luchando sanguinariamente entre sí, el gobierno estaba en manos del grupo pro-romano. De hecho, desde la ocupación de Jerusalén por las tropas de Pompeyo en el año 63 AEC, Judea siempre estuvo gobernada por reyes etnarcas abiertamente leales al Imperio Romano. Entonces, la rebelión judía contra Roma era, además, un rebelión contra su propio gobierno.

Nada de esto sucede en la actualidad. Israel ha sido gobernado por sionistas (de uno u otro bando, pero sionistas) desde su refundación, y por muchas diferencias que tengan sobre cómo debe conducirse al país, son políticos comprometidos a favor de Israel, no a favor de los Estados Unidos (el nuevo Imperio).

La propia sociedad israelí es plural, a veces contradictoria, pero sus diferencias no dan como para provocar una guerra civil sangrienta en la que tres bandos se despedacen hasta las últimas consecuencias.

Los judíos abiertamente anti-israelíes y que no dudarían en regalar su lealtad a los Estados Unidos en caso de un conflicto, están en los Estados Unidos, principalmente.

Peor aún: el Imperio ha roto sus vínculos con Israel, pero también con sus otros aliados en la región: Arabia Saudita, Egipto, Jordania y Turquía. Los tres primeros ya ven en Israel a un socio y cómplice indispensable para estabilizar la zona, y Turquía no tarda en anexarse a este nuevo bloque que tiene mucho futuro por delante, especialmente porque han empezado a fortalecer sus lazos políticos y comerciales con el Imperio antagonista al norteamericano: Rusia.

Es decir: dos mil años después, tenemos un panorama tan conflictivo como el que confrontó a Roma con Judea. La diferencia es que en esta ocasión, el pueblo judío llega unificado de un modo que en la antigüedad no había logrado, y el nuevo Imperio Romano llega desgastado y sin una influencia determinante en el gobierno israelí.

En otras palabras, el pueblo judío aprendió muchas lecciones de Historia durante estos dos mil años; los romanos-estadounidenses, ninguna. Por eso unos llegan en mejores condiciones, y otros con más desventajas.

Israel está listo para hacer las cosas mejor esta vez. En primera, es completamente innecesaria una guerra con la nueva Roma; en segunda, ha manejado mejor su entorno político inmediato y esta vez no está solo. Hay varias naciones que prefieren hacerse amigos de Israel que seguir siendo amigos de los Estados Unidos. Y, en tercera, Estados Unidos está muy lejos de recuperar la influencia geopolítica que tuvo en la zona en otros tiempos. Ha dado todos los pasos necesarios para distanciarse y eclipsarse, y esas cosas no se arreglan de la noche a la mañana. Para empezar a corregir el rumbo, habría que volver a las épocas en las que era el gran aliado de Israel; pero, para ello, habría que derrotar a Hillary Clinton en las próximas elecciones presidenciales, y eso –por el momento– significa poner a alguien más bien loco en la presidencia.

Tal vez ese es el detalle en donde más se puede ver el fracaso estadounidense: están en vías de repetir los grandes errores del antiguo Imperio Romano, que fue capaz de darle el trono a dos locos del tamaño de Cayo Calígula y Nerón. Si gana Trump, el moderno Imperio irá exactamente en esos mismos pasos.

Mientras, los judíos anti-israelíes en los Estados Unidos se descaran cada vez más, pero al mismo tiempo se van aislando.

Dirán que peco de optimista, pero estoy convencido de que cuando se ve en perspectiva, el proceso ha dado buenos resultados. Israel ha aprendido mucho de sus sufrimientos. La normatividad diseñada por las primeras generaciones de rabinos funcionó, y con todos sus dislates, limitantes y defectos humanos, el pueblo judío sigue adelante.

Como hebreos, superamos por mucho a los antiguos sumerios, acadios, elamitas, babilonios, hititas, egipcios y cananeos; como israelitas, a los asirios, babilonios casitas y filisteos; como judíos, a los persas, medos, macedonios, seléucidas, romanos, bizantinos, califas, cruzados, mamelucos, otomanos, ingleses, árabes y palestinos.

En el camino, dejamos atrás también a la Inquisición y al Nazismo.

Así que podéis estar seguros de que los Estados Unidos –incluyendo a sus estrafalarios judíos anti-israelíes– se anexarán a la lista.

Nosotros si nos preparamos para esta nuevo cita con la Historia. Ellos no.