Cabe esperar un fortalecimiento de su autoridad personal y de su proyecto que aspira a restaurar las antiguas glorias del Imperio Otomano.

ESTHER SHABOT

Aún con la atención puesta en el sangriento atentado terrorista perpetrado en Niza, el mundo se conmocionó al conocer la noticia de que estaba en curso un golpe de Estado, promovido por miembros del ejército turco, cuyo objetivo era derrocar al gobierno encabezado por Recep Tayyip Erdogan. A lo largo de las menos de veinticuatro horas que han pasado desde que grupos de militares tomaron posiciones clave en Turquía para lanzar el mensaje de que ellos estaban al mando del país y desconocían la autoridad gubernamental, la confusión de los primeros momentos fue cediendo terreno ante la evidencia de que Erdogan y su equipo leal se movilizaron adecuadamente para neutralizar a los rebeldes haciendo uso de la fuerza, lo mismo que de las redes sociales y la tecnología que, por cierto, habían sido condenadas reiteradamente por el propio presidente turco en el pasado, tal como ocurrió cuando las protestas del Parque Gezi.

Al parecer, Erdogan ha conseguido sofocar la intentona golpista y por lo pronto rige el estado de emergencia que incluye toque de queda, aplicación de ley marcial, cancelación de vuelos y cierre de los dos mayores puentes que conectan ambos lados del Bósforo. El presidente ha culpado a un exaliado suyo, el clérigo Fetullah Gulen asilado actualmente en Estados Unidos, de alentar el golpe, pero es un hecho que éste fue producto de algo más que la incitación de un líder exiliado de su país desde hace años.  Al menos tres factores se pueden
contar como los principales detonadores de la iniciativa golpista:

1.- La existencia de una pugna cada vez más fuerte entre, por un lado, la capa secular del ejército turco, heredera de los postulados que sirvieron de base a la república turca fundada por Kemal Ataturk, capa hoy a la defensiva ante el activismo islamista del régimen, y por el otro, la nueva burguesía islamista que fue escalando posiciones de poder gracias al impulso brindado por el proyecto islamizador del AKP, el partido del presidente.

2.- Erdogan realizó en 2010 una gran reforma en el seno de la milicia, reforma que incluyó purgas de cientos de oficiales, periodistas e intelectuales que no concordaban con la línea político-religiosa del ejecutivo, y por ende, fueron marginados, encarcelados y silenciados. Esto alimentó el descontento de amplios sectores que posteriormente serían centrales en las protestas populares detonadas a raíz del tema del Parque Gezi.

3.- A pesar de que puede considerarse que el ejército había sido en general leal al presidente, en los últimos tiempos aparecieron discrepancias de parte de segmentos de las élites política y militar que no concordaban con la línea oficial respecto a dos temas.

El primero, el manejo del espinoso asunto de los turcos-kurdos contra quienes ha resurgido de nuevo la confrontación armada luego de haberse roto hace unos meses las pláticas negociadoras; y el segundo, la postura oficial turca respecto a la guerra civil en Siria, a Bashar al-Assad y al Estado Islámico (EI) o Daesh. En especial la ambivalencia del régimen de Erdogan con respecto al EI al que oficialmente combate, pero con quien se sabe ha tenido contactos e intercambios económicos importantes, ha sido un foco de agudas tensiones internas, sobre todo a raíz de los atroces atentados terroristas registrados en suelo turco por obra de militantes del EI.

Ahora bien, si como parece ser, Erdogan sale avante del desafío planteado por los rebeldes, cabe esperar un fortalecimiento aún mayor de su autoridad personal y de su proyecto que en el fondo aspira a restaurar las antiguas glorias del Imperio Otomano.

Y es que ante el panorama de ignominiosa traición que se proyectó en estas últimas horas, las prácticas anti democráticas de uso común por el régimen encabezado por Erdogan pasan a obtener mayor legitimidad, con el consecuente fortalecimiento de su dominio cada vez más autocrático.

Fuente: Excelsior – Esther Shabot