El siglo XX obligó a dos Sumos Pontífices de la Iglesia Católica a enfrentar los dos grandes males de la época: el nazismo y el comunismo. El siglo XXI ha arrojado sobre un nuevo Papa un nuevo desafío: el islamismo.

Julián Schvindlerman

AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Francisco tiene ante sí una bifurcación muy clara -y muy trágica- a propósito de qué senda transitar, tomando como referencia las divergentes conductas pasadas de sus predecesores.

Eugenio Pacelli fue la figura católica central del período de la Segunda Guerra Mundial. En marzo de 1939, a los pocos días de ser consagrado Papa, envió una carta de salutación “Al ilustre Herr Adolf Hitler” en la que anunciaba: “Al comienzo de nuestro pontificado deseamos asegurarle que seguimos comprometidos con el bienestar espiritual del pueblo alemán confiado a su liderazgo…”. Eso fue post-Kirstallnacht y leyes raciales de Núremberg. Una vez comenzada la guerra, Pío XII no denunció abiertamente la invasión alemana a Polonia ni a otras naciones, no condenó públicamente las atrocidades nazis, no pronunció en público la palabra “judíos” o “judaísmo” durante todos los años de la guerra, ni firmó la declaración aliada de 1942 contra el genocidio en curso. Tampoco rompió relaciones diplomáticas con el Reich ni excomulgó a los jerarcas nazis católicos.

Su mensaje más osado ocurrió la Noche Buena de 1942, durante la lectura de un sermón de veintiséis páginas sobre la doctrina social de la iglesia. Para cuando llevaba hablando unos cuarenta y cinco minutos, el Papa declaró: “La humanidad debe este compromiso a cientos de miles de personas que, sin haber cometido ninguna falta y solamente a causa de su nacionalidad o raza, han sido condenados a la muerte o a la extinción progresiva”. A esta débil frase arribó luego de numerosos exhortos, pedidos, ruegos y presiones para que, finalmente, dijera algo. Hubo otros dos pronunciamientos públicos en los que Pío XII aludió a los judíos durante el Holocausto, en junio de 1943 y en junio de 1944. En ninguno de estos tres discursos nombró explícitamente a las víctimas o a sus victimarios. Y en ningún caso condenó los crímenes aberrantes de los nazis.

Karol Wojtyla asumió el Trono de Pedro cuando el comunismo estaba en expansión. Para cuando él fue electo, como recordó Charles Krauthammer, la Unión Soviética invadió Afganistán, Vietnam conquistó Camboya -acentuando la influencia rusa en Indochina-, Nicaragua cayó en manos de los sandinistas -aliados de Moscú en Latinoamérica-, e incluso la diminuta isla de Granada fue tomada por revolucionarios marxistas. Juan Pablo II enfrentó al régimen soviético en su tierra natal. Cuando aterrizó en Polonia en 1979, las campanas de las iglesias del país lo saludaron. Dio 32 sermones en 9 días en los que alentó a la iglesia local y motivó a millones de ciudadanos con el poder de la fe y su humanismo. “No teman” dijo a las multitudes que se congregaron en aquella oportunidad. No fue una coincidencia que Solidaridad (el primer movimiento sindical anticomunista, liderado por Lech Walesa) naciera un año más tarde. “El Papa no estuvo en las trincheras” notó Anne Applebaum del Washington Post, pero “le había mostrado al pueblo como saltar por sobre ellas”. Avivó las llamas de la libertad en Polonia y en Europa Oriental, no con fuerza bruta, sino con fuerza moral. Empleando su carisma personal y convicción espiritual puso en marcha una corriente que -con la indispensable asistencia de Ronald Reagan y Margaret Tatcher- culminaría en el colapso de la Unión Soviética. Nada mal para un sacerdote que había ascendido como arzobispo auxiliar de Cracovia con el apoyo de los comunistas.

Tal como Jane Barnes y Helen Whitney observaron en Frontline: “Tomó su tiempo; requirió el apoyo del Papa de Roma, a veces de manera financiera. Demandó varios viajes más, en 1983 y 1987. Pero la llama se encendió. Ardería y parpadearía antes de quemarse desde un extremo de Polonia al otro. Millones de personas propagaron la revolución, pero esta comenzó con el viaje del Papa en 1979 a su patria”.
Tras el nazismo y el comunismo, emergió el islamismo como la renovada y potente amenaza a las democracias liberales. Esta es la hora de Francisco. ¿Y cómo está actuando? Si tomamos el reciente y espeluznante acontecimiento yihadista en Saint-Étienne-du-Rouvray como vara, mal. Bastante mal, de hecho. A fines de julio, dos islamistas leales al Estado islámico ingresaron a una iglesia de provincia en Francia, hicieron arrodillar al cura octogenario que oficiaba la misa matinal y lo degollaron delante de tres monjas y dos feligreses. Así respondió el Papa: “No debemos temer a decir la verdad, el mundo está en guerra porque ha perdido la paz. Cuando hablo de guerra hablo de guerras por intereses, dinero, recursos, no religión. Todas las religiones quieren paz, son los otros los que quieren guerra”. ¿Puede uno concebir una respuesta más enteramente fuera de foco? ¿Más tercermundistamente ingenua?

Esta reacción se inscribe en la línea de previos pronunciamientos papales desacertados, tales como el del año pasado cuando, entre la masacre en Francia y los atentados en Mali, ofreció Francisco: “Por todas partes hay guerra hoy día, hay odio… Y tanto dinero en los bolsillos de los traficantes de armas. ¡Malditos!”. Luego de que periodistas fueron acribillados en las oficinas de la revista satírica-anticlerical Charlie Hebdo, El Sumo Pontífice condenó la agresión pero acotó: “No se pude provocar, no se puede insultar la fe de los demás. No se le puede tomar el pelo a la fe. No se puede” y agregó que si alguien dijese “una mala palabra en contra de mi mamá, puede esperarse un puñetazo… ¡Es normal!”.

Francisco tiene ante sí dos modelos muy diferentes. A Pío XII, quien dañó la imagen moral de la iglesia, y a Juan Pablo II, quien la iluminó. Uno sucumbió ante el desafío de su época; el otro lo enfrentó y contribuyó a su derrota. Francisco tiene que elegir qué legado querrá dejar en la lucha contemporánea entre libertad y sumisión, entre progreso y Medioevo, entre la luz y la oscuridad. Sus opciones no podrían ser más cristalinas.

Fuente: Mundo Israelita