JACOBO KÖNIGSBERG

Capitulo III

Evadiendo la obsesión

La visita de Aarón le ayudó a olvidarse por un largo rato de su obsesión. Al cerrar la puerta un frío miedo lo estremeció. Se sintió tentado a volverse a cuestionar: ¿Y yo dónde estoy? Pero temiendo ser poseído por esa interrogante, luchó para no dejarse arrastrar, otra vez, por el vórtice de la aprensión que, quién sabe hasta que profundos abismos lo llevaría. Esforzándose por vencer el miedo que lo invadió los últimos días se dirigió al mueble de los discos. Sin dudarlo buscó un disco de “Cri-Cri el Grillo Cantor, por Gabilondo Soler”. Lo colocó en el tocadiscos y con gran cuidado acercó el brazo de la aguja. Cuando empezó la canción de “La Patita” se recostó en el sofá a disfrutar las canciones que escuchaba por la radio en su infancia y con las que crio a sus hijos. Los divertían, él y Esther, haciendo el papel de los personajes de las canciones, con mímica y pasos de baile: El Ratón Vaquero, los Caballitos, la Muñeca Fea, las Brujas y los demás.

Cerró los ojos y evocó las fiestas de los cumpleaños de los niños, con el clásico, pastel de mármol de huevo con capas de mermelada de fresa, decorado con betún blanco, crema pastelera y merengue. Se concentró en la letra y la música ¡Qué “buen compositor era Cri-Cri!” Pensó y después de escuchar una decena de piezas suspiró:

– ¿Dónde quedó toda esa felicidad?

Se incorporó inquieto. Reconoció en su nostalgia por las canciones infantiles la misma que el tío sentía por los cantos en Yidish. La misma nostalgia a pesar del abismo generacional que los separaba. Nostalgia por un pasado con momentos felices. Y ¡Ay! Cuantos momentos difíciles.
Sintió apetito después de varios días de mal comer.

Se incorporó y se acercó a la puerta de la cocina:

– ¡Cuca! ¿Qué hay hoy de comer? – Gritó.

Ésta, desde el fondo de la terracita interior, respondió alcanzando la voz:
– Sopa de fideos. Tortitas de papa y tinga de pollo y arroz.
– Ponme la mesas del desayunador que voy a comer, ya son casi las tres. – Respondió mientras se dirigía al tocadiscos. Buscó discos de Tchaikovski, los puso y pasó al “Toilette” a lavarse las manos.
Comió con tal apetito que él mismo se asombró.

Terminó de comer antes de que terminara la “Suite Cascanueces”. Cuando Cuca retiró los platos y le trajo una rebanada de sandía, comenzaron a escucharse los primeros acordes de la “Mil ochocientos doce” y antes del gran final con sus cañonazos y campañas, ya estaba tendido sobre el sofá meditando seriamente la sugerencia del tío Aarón de dejarles a los jóvenes la dirección de ““Rodamientos””. Ellos ya habían estado trabajando en controlar los inventarios por medio del código de barras y computadoras, enjaulando ciertas secciones de las bodegas y limitando el acceso de personal a las mismas, para evitar “inexplicables pérdidas”.

Recordó cuanto padecía su padre cuando los libros y las existencias no coincidían, al hacer los engorrosos inventarios cada tres meses.
Ahora podían checarse los inventarios al día, gracias al control del código y a las computadoras.

– ¿Y yo qué sé de computadoras y barras? – Murmuró.

Inquieto, mientras se incorporaba del sofá en un sobresalto, molesto al sentirse desplazado del negocio por las presentes condiciones impuestas por la modernidad tecnológica.

– Voy a salir – Se dijo, mientras se dirigía al cuarto de baño a lavarse los dientes. Se estremeció al entrar a la recámara y procuró no voltear a ver la cama. Ya tranquilo, frente al lavabo, se lavó con esmero la boca. Al salir extrajo un saco del closet, sin volver la cara para no mirar su lecho. Se dirigió al pasillo rumbo a la salida del departamento. Al pasar cerca del antecomedor, gritó:
– ¡Cuca voy a salir a dar una vuelta!
Escuchó a lo lejos la voz de la sirvienta.
– Señor cuídese.
– Adiós.

Al estar en la calle, se dirigió inconscientemente a la avenida Mazaryk. Al transitar por ella, se asombró de ver tantas  tiendas nuevas . ¡Y qué lujo! Acostumbrado a su itinerario de rutina rumbo a Tlalnepantla y de regreso, casi no circulaba por allí.

Los sábados o domingos, cuando los recogían los jóvenes a él y a Aarón, cruzaba la avenida rumbo a las Lomas y no alcanzaba a ver gran cosa. Caminó unas cuadras viendo los aparadores. Luego tomó a la izquierda, y transitando entre mesas de restaurantes que invadían las aceras, extrañado por ver tanta gente ocupándolas, temió perderse. Llegó como alguien que transita por una ciudad desconocida al parque de Polanco, donde reconoció la gran pajarera y a lo lejos, la torre del reloj. Entre gran cantidad de paseantes de toda edad y condición. Vio vendedores de globos, dulces o helados, amén de carriolas con bebés empujadas por sus padres y niños corriendo.

Llegó al gran espejo de agua y quedó fascinado por la cantidad y variedad de barcos en miniatura que en él se movían, flotando, como en su sueño.
– Cuando mis hijos eran chicos, no había tantos.

Pensó concentrándose en los modelos, desde veleros hasta acorazados manipulados a control remoto. Los contempló como niño embobado y recordó el barquito de vela con el que jugaba en la bañera de la casa cuando vivían en la Colonia Álamos.
– Cuánto ha cambiado el mundo, por poco no reconozco Polanco”.

Al sentirse reubicado, siguió gozando el espectáculo del mundo náutico en miniatura.

Después de un largo rato de contemplación, dio la espalda al estanque y cruzó el arroyo hacia la otra mitad del parque. A la derecha, al otro lado de la calle, vio algunas mesas de restaurantes y cafés. La cruzó.

Una estaba a punto de desocuparse en la acera. Esperó hasta que la limpiaron y tomó asiento de cara al parque para entretenerse mirando a los transeúntes. Pidió un café que degustó sin prisas, sorbo por sorbo, procurando prolongar para gozar su incursión en éste, para él, mundo nuevo o reencontrando y con el propósito, no confesado, ni a sí mismo, de retardar lo más posible el retorno a su vivienda, a enfrentarse con la inquietante sensación de que brotaba, en inesperados centellos, desde lo profundo de su alma, repitiendo en voz de Bérele “El olvidadizo niño del cuento:

– ¿Yo dónde estoy?

A punto de terminar la taza de café, pidió una rebanada de “Strudel de manzana”, que saboreó muy, muy lentamente. Casi una hora después, el mesero molesto se acercó a preguntarle ¿Si deseaba algo más? pidió que le prestara el periódico que un parroquiano dejó a cuatro mesas, un vaso de agua y otro café.

Cerca de las ocho de la noche pagó y salió del café, rumbo al edificio en cuyo tercer nivel habitaba. Subió inquieto y al entrar encendió todas las luces del pasillo, la estancia y el comedor para sentirse tranquilo. Pasó a la salita de televisión. Encendió las luces y apoltronando en su sillón con el control remoto eligió un canal en donde concursaban algunos aficionados al canto. (No quería nada de drama y violencia). Terminado el programa y otro de entretenimiento le pidió a Cuca un sándwich, una manzana y vaso de agua para el ansiolítico.

Cuando se los trajo, devoró el emparedado y comió lentamente la manzana, dio las gracias y las buenas noches a la sirvienta y sin apagar las luces se dirigió a su recámara donde no encendió el foco y entró a tientas al cuarto de baño, prendió la lámpara del espejo, se aseó la boca, etcétera. No apagó   la luz y salió otra vez a tientas a buscar su cama, reprimiendo sus temores y, esperando pasar una buena noche, se acurrucó.