JULIÁN SCHVINDLERMAN

Mientras caminaba por Varsovia en abril de 1967, el crítico de música polaco Wieslaw Weiss se topó con un pequeño y poco atractivo afiche pegado a un poste: “The Rolling Stones, Sala del Congreso, 13 de abril de 1967”. ¿Una rebelde banda de rock del Occidente decadente en el Bloque Oriental? ¿En plena Guerra Fría? ¿Y en el hall usado para los congresos plenarios del Partido Comunista? Pensó que se trataba de una broma, lo ignoró y siguió su camino.

Dos semanas más tarde los Stones aterrizaron en la capital polaca. Escoltados por la policía, se trasladaron del Hotel Europejski a la Sala del Congreso dentro del edificio más alto del país, cuyo nombre oficial es: Palacio de la Cultura y la Ciencia en Nombre de Josef Stalin. Los 2700 asientos estaban ocupados y había gente de pie en los pasillos y en los balcones. Afuera, una multitud forcejaba por ganar acceso, con algunos fans colgados de árboles y subidos a estatuas. Las primeras filas estaban reservadas para oficiales del Partido Comunista y sus familiares, quienes, vestidos de gris pasaron buena parte del concierto con sus dedos sobre sus oídos para resguardarse del sonido envolvente y estruendoso de la banda de rock británica. Los verdaderos fans estaban en las últimas filas; bailando, gritando y sacudiendo sus sacos. Fastidiado por la pasividad de los burócratas VIP, Keith Richards tomó el micrófono y les gritó: “¡Maldito montón! ¡Váyanse al carajo de aquí y dejen a los bastardos de atrás arrimarse!”. Mick Jagger no se quedó atrás. Alcanzó un ramo de flores que algún comunista le había arrojado, masticó algunas flores y las escupió, a la par que hizo gestos obscenos a los policías que custodiaban la sala y a los invitados de las primeras filas.

La multitud que no pudo entrar estaba exaltada. Algunos lanzaron objetos contra la policía, rompieron faroles y dañaron automóviles. Las autoridades dispersaron a vándalos y fanáticos con perros, cañones de agua y gases lacrimógenos. Según ciertas versiones, incluyendo la de las guías oficiales del Palacio de Stalin, cuando los Rolling Stones se enteraron, recorrieron las calles de Varsovia arrojando por las ventanillas de su auto discos propios cada vez que veían un grupo de jóvenes. Pero eso parece ser una leyenda urbana. De cualquier forma, fue tal la alteración del orden en la usualmente anodina capital polaca, que al otro día la prensa comunista se preguntó si un huracán había golpeado a Varsovia durante la noche. Representantes soviéticos que habían estado presentes en el concierto prohibieron a la banda de rock regresar a tocar a la Unión Soviética. Los Stones pudieron volver a Polonia recién tres décadas más tarde, en 1998, casi una década después de la caída de la Cortina de Hierro. A propósito de por qué motivo las autoridades polacas permitieron ese histórico concierto transgresor en primer lugar, eso todavía requiere un completo esclarecimiento.

Me enteré de este acontecimiento durante una reciente visita guiada al Palacio de la Cultura y la Ciencia y aunque busqué un registro en CD de esta performance inaudita por las disquerías más renombradas de Varsovia, no di con ella. En youtube puede verse un noticiero de la época (en polaco) que ofrece unas míseras, si bien valiosas, imágenes del evento, con algunas jóvenes gritando de emoción y algunos otros en trance mientras Jagger canta I can´t get no satisfaction. Lastimosamente, de hecho hay pocos registros en vivo de la banda de los años sesenta.

Si el concierto fue un suceso extraordinario en sí mismo, no menos lo fue por el lugar donde ocurrió. Conocido simplemente como el Palacio de Stalin, el edificio de 45 pisos es imponente por donde se lo mire y se destaca visualmente desde prácticamente cualquier punto de Varsovia. Fue construido por orden del mandamás soviético en apenas tres años (fue oficialmente inaugurado en julio de 1955) bajo la dirección del arquitecto ruso Lev Rudniev. Tres mil quinientos obreros rusos fueron llevados especialmente para su construcción, 16 de ellos murieron en accidentes de trabajo. Su fachada, originalmente blanca, se ve hoy enteramente gris por el efecto de la polución urbana. Su interior alberga más de tres mil habitaciones, teatros, salas de cine, cafés y restaurantes, museos, una pileta de natación, oficinas administrativas y la Sala del Congreso.

El Palacio es apreciado arquitectónicamente tanto como es odiado simbólicamente: representa un bastión de la represión estalinista que los polacos anhelan dejar atrás. El gobierno debió declararlo monumento nacional para evitar su demolición. Contiene los excesos estéticos de la burguesía estalinista: lámparas de techo impresionantes, candelabros de cristales enormes, escaleras caracol de mármol importado que responden a las consignas arquitectónicas del Realismo Socialista. Su exterior ofrece esculturas monumentales del astrónomo Copérnico, del poeta Adam Mickiewicz, de la física Marie Curie y una de trabajadores que sostienen un libro al estilo de los Diez Mandamientos con los nombres de Marx, Engels, Lenin y Stalin (este último fue removido tras su muerte).

La influencia bizarra que esta estructura tuvo en la gente de Varsovia puede verse en las cartas enviadas a la Administración: un profesor que pide un departamento en el piso más alto para poder estudiar los relámpagos, un enfermo que solicita ser alojado por años en uno de sus cuartos, niños convencidos de que Papá Noel reside en la cúspide y una mujer que culpa a la radiación de la antena del edificio por los sueños eróticos que tiene. El primer suicida en saltar desde su terraza lo hizo en 1965 y el Palacio recibió a varios ilustres: al primer cosmonauta Yuri Gagarin, a la actriz y cantante Marlene Dietrich, a un desfile de moda de Pierre Cardin y al mago David Copperfield. Aunque nada puede competir con el electrizante concierto de los Rolling Stones de abril de 1967.

Salvo quizás -arriesgo- un discurso político ininteligible que el Secretario General del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, Leonid Brezhnev, dio allí cómicamente alcoholizado. Sólo que aquella vez con seguridad los burócratas de las primeras filas habrán tenido la prudencia de no taparse los oídos.

Fuente: Revista Amijai – septiembre 2016