JULIÁN SCHVINDLERMAN

Bajo una mirada convencional resulta inentendible que un receptor del Premio Nobel de Literatura rechace la distinción, al tratarse del máximo honor conferido por la humanidad y especialmente -notarán los pragmáticos- si viene acompañado de una suma cuantiosa. Pero los premiados en este campo no son seres convencionales y es en buena medida por ello que se han destacado del resto de sus contemporáneos y llamado la atención del comité premiador. Son artistas de la palabra, intelectuales, escritores: sus normas, parámetros y valores rara vez coinciden con los de quienes los rodean.

Al momento de escribir estas líneas, Bob Dylan, flamante premiado por “haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción americana”, todavía no se ha expresado -a favor o en contra- del premio. Esta demora es una descortesía por donde se la mire y ya lo ha condicionado. ¿Podrá acaso, tras tantos días de vacilaciones, finalmente aceptarlo? Boris Pasternak lo aceptó y posteriormente lo rechazó. Jean-Paul Sartre lo repudió ni bien se enteró que le sería conferido. Si Dylan llegase a repudiarlo, será interesante conocer sus razones, tal como conocemos las de sus predecesores. Esconderse en el silencio no es válido.

En 1958, el Comité Nobel dio el premio en Literatura al escritor disidente ruso Boris Pasternak “por sus logros destacables tanto en la poesía contemporánea como en el campo de la gran tradición narrativa rusa”. Dos días después de la comunicación oficial de la Academia Sueca, el escritor ruso envió un telegrama a Estocolmo en el que se mostraba “inmensamente agradecido, conmovido, orgulloso, sorprendido, sobrecogido”. Cuatro días más tarde, Pasternak envió un telegrama diferente: “Teniendo en cuenta el significado que este premio ha recibido en la sociedad a la que pertenezco, debo rechazar este premio inmerecido que se me ha dado. Por favor, no reciban mi rechazo voluntario con desagrado”. Por supuesto que no hubo nada de “voluntario” en ese repudio forzado por la burocracia comunista: el Gremio de Escritores Soviéticos lo expulsó de sus filas en un encuentro que reunió a quinientos asistentes, y vale la pena recordar que la casa en la que vivía Pasternak había sido construida por este gremio. La radio de Moscú lo tildó de “expatriado interno” y discursos encendidos fueron invocados en su contra. Las autoridades le advirtieron que no le sería permitido retornar al país si él viajaba a Suecia a la ceremonia de premiación. Pasternak era bien conocido en la URSS en la década de 1950 tanto por su talento literario como por sus ideas políticas disidentes. Antes del escándalo del Nobel, él ya había sido espiado, amenazado y presionado. Su amante, Olga Ivinskaya, pasó cinco años en el gulag por negarse a denunciarlo, el bebé de la pareja nació (y murió) en cautiverio. Desencantado con Rusia y agobiado por su entorno opresivo, Pasternak dedicó años a escribir la que sería su obra cumbre: Dr. Zhivago, una épica romántica inscripta en la revolución bolchevique. La sacó clandestinamente de territorio rojo y logró su publicación en Italia por la editorial Feltrinelli. En Moscú fue maltratado por haber publicado una obra en Occidente. Eso fue en 1957. Un año después le fue conferido el Premio Nobel. Dos años más tarde murió de cáncer de pulmón.

En 1964 la academia sueca premió con el Nobel en Literatura al pensador francés Jean-Paul Sartre “por su obra, que, rica en ideas, y llena del espíritu de la libertad y la búsqueda de la verdad, ha ejercido una gran influencia en nuestra época”. Apenas seis años después de haber distinguido a un disidente soviético, el comité Nobel estaba ahora premiando a un simpatizante del estalinismo. De cualquier forma, Sartre renunció al honor. El intelectual francés publicó sus motivos en una nota en Le Figaro distinguiéndolos en cuestiones personales y objetivas. En cuanto a las primeras, señaló que debido a su concepción de la misión del escritor siempre había rechazado honores institucionales, tales como la Legión de Honor, y que no había deseado ingresar al Colegio de Francia, por caso. “Debería ser tan incapaz de aceptar, por ejemplo, el Premio Lenin, si alguien quisiera dármelo”, advirtió. Entre sus razones objetivas, Sartre sostenía que el intercambio entre Oriente y Occidente debía tener lugar entre los hombres y entre las culturas sin la intervención de las instituciones. Sostuvo que la concesión de premios del pasado no hizo justicia de manera equitativa a escritores de todas las ideologías y de las naciones, por lo cual sintió que su aceptación podría interpretarse de modo indeseable. Sartre lamentó que el chileno Pablo Neruda y el francés Louis Aragon (ambos comunistas) no hubieran sido galardonados y cuestionó que se hubiera premiado a Boris Pasternak y no a Mikhail Sholokhov, cuyos libros eran publicados en la Unión Soviética, al contrario del Dr. Zhivago de Pasternak, que fue censurado por el régimen. Finalizó con un saludo respetuoso a la Academia y al pueblo sueco. Esta carta pública, en rigor, había sido enviada de manera privada a Estocolmo a modo de advertencia de que no le premiaran, pero la misma arribó una vez que la decisión ya había sido anunciada. Su protesta a favor de Shokolhov puede haber tenido alguna influencia en el Comité: al año siguiente este autor ruso, quien ya venía siendo un candidato, obtuvo su Nobel.

También está el caso singular -y la extraña decisión salomónica- de George Bernard Shaw, premiado en 1925 “por su obra marcada tanto por el idealismo como por la humanidad, su sátira estimulante que a menudo se infunde de una belleza poética singular”. El escritor irlandés aceptó el Nobel pero se negó a tomar el dinero que lo acompañaba, sugiriendo al Comité que lo empleara para promover la traducción de libros suecos al inglés. Cuando éste rehusó transformarse en una editorial, Shaw abrazó el emprendimiento a título personal y protestó: “Puedo perdonar a Alfred Nobel por la invención de la dinamita, pero sólo un demonio en forma humana podría haber inventado el Premio Nobel”. Su decisión precipitó un torrente de cartas que Shaw así describió: “[Me decían] que si era lo suficientemente rico como para tirar el dinero de esa manera, podía permitirme adoptar a sus hijos, o pagar las hipotecas de sus casas…, o publicar un libro invaluable para explicar el misterio del universo. Dice algo sobre la virtud femenina que sólo dos mujeres propusieron que las tomase como amantes”.

Así es que Bob Dylan no sería el primero en darle la espalda a un Nobel de Literatura o a su premio material. Antes que él, por principios o bajo presiones, ya hubo quienes se negaron a aceptarlo. Aunque si sigue con su silencio de convento se ganará un lugar en la historia como el más ingrato, y el más timorato, de todos los premiados.

*Analista político internacional, escritor y conferencista. Su último libro es “Triángulo de infamia: Richard Wagner, los nazis e Israel”

Fuente:www.infobae.com