IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO – Acabamos de celebrar Simjat Torá –el Gozo de la Torá–, una fiesta en la que bailamos y celebramos que D-os le haya concedido a Israel este, el más grande regalo de todos.

Dice el Salmo 19 que la Torá del Señor es perfecta y transforma el alma, y que los testimonios del Señor son fieles y hacen sabio al hombre sencillo.

Pero ¿realmente podemos confiar en ello? ¿Es posible que un libro milenario y, por lo tanto, elaborado en un contexto muy diferente al nuestro pueda brindarnos una perspectiva más sabia de las cosas?

Para contestar semejante pregunta hay que comenzar aclarando qué entendemos por “sabio”.

Muchas personas confunden este término y piensan que está relacionado con la cantidad de conocimientos que uno pueda tener o adquirir leyendo libros o asistiendo a la escuela. Sin embargo, para nadie es un secreto el hecho de que mucha gente con una excelente o sobresaliente preparación académica, simplemente es incapaz de conducir su existencia de manera adecuada.

¿Qué es lo que define al hombre sabio? La tradición judía lo contesta de un modo brillante: un hombre sabio es aquel que conoce las consecuencias de sus actos.

Como puede verse, no se trata de algo directamente relacionado con los conocimientos académicos, sino con la experiencia. Se refiere más bien al conocimiento de uno mismo, adquirido pacientemente a lo largo de los años, y no a la información obtenida por cumplir satisfactoriamente con los requisitos de un sistema escolarizado.

La Torá es un libro que, en un primer nivel de lectura, refleja las vivencias de un pueblo semi-nómada en el desierto, contiene elementos fantásticos (serpientes o burros que hablan, gigantes, seres celestiales), y –acaso lo que más llega a molestarle a muchas personas– una fuerte dosis de violencia. Ya desde los relatos sobre las primeras cuatro personas de la Tierra, un hombre mata a su hermano por un absurdo coraje. Más adelante, la humanidad es exterminada casi en su totalidad, se ordena el exterminio de pueblos enteros, se establecen los marcos legales mediante los cuales las mujeres pueden ser entregadas como objetos (incluso a un violador), las múltiples razones por las cuales se aplicará la pena capital (como el adulterio o no guardar el reposo sabático) y hasta se le advierte al pueblo de Israel –el que aceptó voluntariamente recibir la Torá– de todas las desgracias que le sucederán por no ser obedientes.

A muchas personas esto les resulta insoportable. ¿Cómo puede considerarse siquiera “sagrado” un texto con semejantes características? Ya ni siquiera se hable de lo sabio o no que puede resultar. ¿Qué clase de religión puede asumir esta narrativa como base de sus creencias?

Paradójicamente, el pueblo de la Torá es el único en la Historia que ha demostrado una capacidad que se antoja sobrehumana para resistirlo todo. Ya era un grupo con varios siglos de historia cuando Ramsés II estaba intentando devolverle su esplendor al Imperio Egipcio. Casi lo logró, pero después de su muerte empezó el colapso lento e inevitable, y la nación de los faraones no volvió a ocupar su lugar de preminencia. Luego vinieron los filisteos, los asirios, los babilonios, los persas, los medos, los macedónicos, los sirios seléucidas, los romanos, los bizantinos, los árabes, los reinos cruzados, los mamelucos, los otomanos y los ingleses. Fueron los diferentes imperios que dominaron por algún tiempo el territorio del pueblo de la Torá.

En ese lapso, dicho pueblo vagó por un exilio que parecía interminable, y se tuvo que enfrentar a todo tipo de intolerania tanto en el Cristianismo como en el Islam, lidiando con turbas exaltadas, con cosacos y pogroms, con la Inquisición y la expulsión de España, y finalmente con el Nazismo.

Sorprendentemente, después de todo este periplo dicho pueblo renació en su propia tierra y se convirtió, apenas en un poco menos de 70 años, en una de las naciones más avanzadas en desarrollo tecnológico y avances médicos (entre otras cosas).

No fue sencillo: tuvo que enfrentarse a las agresiones directas de sus vecinos árabes, y todavía hoy a un sistemático hostigamiento que se planea y ejecuta desde los foros internacionales que, se supone, deberían ofrecer tranquilidad a todas las naciones del mundo. Y, sin embargo, el pueblo de la Torá se mantiene firme, como si todo fuera una corriente de aire chocando contra una montaña imposible de destruir.

Fueron casi dos mil años en los que el pueblo de la Torá no tuvo un país propio. Pero, tal y como muchos especialistas lo han señalado, su genialidad consistió en que lograron convertir un libro en su patria portátil. De se modo, se evitó la temida extinción. Podían expulsar a los judíos de cualquier país, de cualquier reino, de cualquier ciudad, pero no de su patria abstracta. Podían decir que no teníamos siquiera un pedacito de planeta donde vivir en paz, pero la verdad es que teníamos –y tenemos– la Torá, un amplísimo lugar del Universo en el que nada ni nadie parece tener poder alguno contra Israel.

¿Qué tiene ese libro que lo hace tan especial? O más aún: ¿qué tiene que ha hecho tan especial al pueblo que la escribió, la conservó y la sigue amando?

La respuesta parece sencilla, pero en realidad es lo más complicado que hay.

El secreto es la autocrítica.

Volvamos al asunto de la violencia, eso que aparentemente hace del texto bíblico algo bizarro e incompatible con la idea de “texto sagrado”.

Pero no. No es eso. No es un simple gusto morboso por hablar de sangre, crímenes y contextos sociales brutales. Es algo más sutil, accesible sólo para quien está dispuesto a reflexionar en serio: la Torá –y luego el resto de la Biblia Hebrea– nos presentan al ser humano tal cual es. Si hay violencia en el texto, es porque nosotros somos violentos; si hay brutalidad, es porque nosotros somos brutales.

Por eso, la reflexión a la que nos referimos no se limita al texto. Es decir: no se trata nada más de preguntarnos qué dice ese libro. La reflexión es sobre nosotros mismos: ¿por qué el texto nos dice las cosas de ese modo?

Repito: parece sencillo, pero la experiencia demuestra que no lo es.

Una de las bases ideológicas del antisemitismo o judeofobia, tanto en el Cristianismo como en el Islam, fue la incapacidad para comprender el sentido de la autocrítica bíblica.

En ambos casos, los antisemitas se perdieron en la lectura simplona de la Biblia, y todavía hoy en día hay muchos que dicen que “la Biblia dice claramente que Israel es un pueblo rebelde”.

No. No es eso. O más, bien, no nada más es eso.

“La Biblia” no es un libro ajeno a Israel. Aunque es vista por la tradición como una revelación divina, es –a fin de cuentas– la expresión más importante del propio Israel.

Entonces, que en algunas secciones se acuse la rebeldía de Israel no es un ejercicio de condena por parte de un autor disociado al pueblo judío, sino una profunda autocrítica por parte de israelitas que están dándole un significado moral a lo que, de otro modo, sólo sería una crónica histórica.

Lo que cada lector de la Biblia –empezando por esos antisemitas de tiempo completo– tenían que haber aprendido de ello era la posibilidad de criticarse a sí mismos, no la complacencia de criticar a Israel.

Pero no lo hicieron.

¿Por qué? Porque para ello hay que enfrentar el aspecto más difícil del texto bíblico. Muchos creen que lo más complejo es “entender la voluntad de D-os”. Y no. No es eso. Lo más difícil es vernos a nosotros mismos reflejados en esos párrafos que parecen irracionales, contradictorios, brutales, violentos, sexistas, nacionalistas y rudimentarios.

Los autores bíblicos –especialmente los profetas, el parámetro obligado para nuestra comprensión de la Torá– lograron una genialidad al respecto: explicar todo ese devenir histórico como una sucesión de causas y efectos donde el eje es la noción moral del universo.

El desastre ante los asirios y los babilonios –por ejemplo– dejó de ser solamente la derrota ante un imperio más poderoso, o –como se entendía en la época– la derrota de mi deidad ante las deidades de otros. En cambio, fue entendido como la consecuencia de que algo de dimensiones morales se había hecho mal. El mensaje es claro: una sociedad que se comporta mal, tiene que terminar mal.

Y las nociones de los profetas respecto a lo que es un buen o mal comportamiento son claras. No se trata de lo cultual, litúrgico, externo (como se entendía en otras naciones y otras religiones de la época). Se trata de lo que uno hace con el pobre, con el desprotegido, con la viuda, con el huérfano, con el inmigrante, con el que tiene hambre. Allí es donde todo lo demás cobra o pierde sentido.

A diferencia de las mitologías de otras naciones, el texto bíblico tuvo el claro objetivo de enseñarle a sus lectores que el Universo entero tenía reglas de funcionamiento, y que había que hacer las cosas bien. De lo contrario, se tenía que esperar lo peor.

A la larga, el objetivo se logró: el de Israel ha sido un pueblo cuya característica más acusada es la inconformidad, el deseo indestructible por renovar en todo momento la manera en la que hacemos las cosas.

Esa inquietud no ha tenido límites. Incluso, la manera de aplicar la normatividad bíblica ha evolucionado en función de esa búsqueda de mejores actos que traigan mejores consecuencias.

El historiador israelí Yuval Harari lo dice de un modo hermoso: hace tres mil años éramos una religión que sacrificaba animales para que lloviera a tiempo, pero nos convertimos en una religión de estudio, de libros, de Yeshivot (academias), de discusiones.

Causa y efecto, siempre con una noción moral como eje de todo. Es decir, con la profunda convicción de que hay cosas que son buenas por sí mismas, y es por eso que deben hacerse. En última instancia, no porque D-os nos pida que las hagamos (entiéndase: por sumisión a la voluntad divina), sino porque son buenas (entiéndase: porque comprendemos las consecuencias de nuestros actos).

Sabiduría pura.

Sí, parece un libro violento. Extraño, rudimentario, contradictorio, a ratos hasta brutal. Y, sin embargo, sólo es el reflejo de lo que somos nosotros mismos, para bien y para mal.

Estudiarlo y entenderlo correctamente es estudiarnos y entendernos a nosotros mismos.

Aprovecharlo no es otra cosa sino transformarnos en gente mejor.

¿No te gusta lo que te encuentras en la Biblia? Es porque, en el fondo, no te gusta lo que puedes encontrar dentro de ti mismo. Cambia. Sé mejor. Luego, cuando regreses al texto bíblico, lejos de decir que ahora eres mejor que eso que está ahí escrito, podrás descubrir que detrás de esa capa de relatos violentos en los que se refleja lo peor de nosotros mismos, hay algo más, un tesoro sublime: el reflejo de lo que es nuestra alma, la chispa divina, lo que es puro e incorruptible.

Tal vez entonces empieces a descubrir cómo ese libro ha sido la patria espiritual, portátil e indestructible de un pueblo que, contra todas las probabilidades, no sólo sobrevivió a lo indecible, sino que además renació y se convirtió en una luz para toda la humanidad.