El Premio Sájarov a dos mujeres yazidíes es una contestación a la barbarie inhumana del Estado Islámico

Andrei Sájarov fue uno de los científicos más notables de la Unión Soviética que tuvo una influencia decisiva en el desarrollo nuclear de la superpotencia. En una época en la que abundan los nostálgicos de lo no vivido no está de más echar un vistazo a lo que le sucedió a este ruso a quien —al contrario de la mayoría de sus compatriotas— no le faltaba de nada; ni en términos materiales ni de reconocimiento público a su trabajo. Pero en realidad sí que le faltaba algo fundamental que el régimen soviético no podía darle porque su misma esencia carecía de ello: la libertad individual para expresar su pensamiento. Cuando Sájarov habló en contra de la carrera militarista a la que tanto había contribuido, a favor de los derechos humanos pisoteados por el régimen y además decidió dedicar su saber —que era mucho— a cuestiones que podían redundar en el aumento del conocimiento general de toda la raza humana, fue castigado, desposeído y confinado en una ciudad —Gorki— de la que no podía salir. El simple hecho de exteriorizar lo que pensaba cambió su vida. Pasó de héroe a enemigo.

Sájarov nunca conoció el final del comunismo soviético, pero cuando falleció —en 1989— el monolito ya estaba agrietado sin remedio y él había contribuido a ello. No renunció a su conciencia y se convirtió en un símbolo vivo de resistencia ante la tiranía. Un año antes el Parlamento Europeo instituyó un premio con su nombre en honor a personas que han defendido las libertades, lo cual en muchos casos les ha costado la propia. Mandela, Aung San Suu Kyi o Alexander Dubcek forman parte de la lista. También han sido reconocidos grupos que se enfrentaron, sin más armas que sus voces, a la dictadura (las madres de Plaza de Mayo) o al terror (la asociación ¡Basta Ya!).

Ayer, el Parlamento Europeo otorgó el premio Sájarov a dos mujeres que representan una de las mayores tragedias del siglo XXI. Un siglo, por cierto, que de continuar así dejará al XX por bueno. Dos mujeres que han sido vendidas, revendidas, esclavizadas, vejadas, agredidas, heridas y reducidas a menos que ganado. Dos mujeres que descienden de un linaje que se remonta a hace 4.000 años —los yazidíes— que ha tenido la mala suerte de cruzarse con una de esas plagas que de cuando en cuando aparecen en la historia. Solo que ahora la historia se televisa en directo y la mala suerte no es solo la plaga en sí misma sino la indiferencia de los espectadores.

El ISIS está tratando de acabar con muchas cosas. Con vivos y con muertos. El exterminio sistemático de comunidades cristianas, musulmanas discrepantes o de religiones precristianas —como los yazidíes— no es solo un acto de asesinato de personas sino un intento de borrar la historia de la humanidad para crear una sociedad sin conciencia de su pasado. Una sociedad donde nadie hable con su propia voz. Donde un legado de miles de años sirva solo para fabricar chalecos explosivos y ser esclava sexual. Donde ni siquiera se pueda optar entre el bienestar material y la conciencia porque solo haya miseria y terror. Nadia Murad y Lamiya Aji Bashar lo saben. Ahora son libres, pero en Mosul su pueblo sigue esclavizado.

Fuente: El País