NACHO CARRETERO

Existe un definido catálogo de reacciones cuando un español medio conoce en persona a un judío.

Es un acontecimiento extraordinario, un hecho que se repite contadas veces a lo largo de la existencia de un español. Los hay, incluso, que jamás llegarán a experimentar este trance. Su vida discurrirá con una idea vaga y lejana de que, efectivamente, allá lejos, en algún lugar inhóspito y frío, hay judíos. Los que sí alcanzan a mirarles a los ojos e incluso a tocarlos, suelen reaccionar bajo varios estándares reconocibles. Lo saben Elías, David, María y otros españoles judíos que reconstruyen amablemente la escena para este texto.

Génesis

— ¿Eres judío?
a) Ah, yo tengo un amigo judío.
b) Ah, me gusta mucho la cultura judía.
c) Ah, yo desciendo de judíos.
d) Ah, qué suerte, mucha pasta tienen los judíos.
e) Joder, están masacrando a los palestinos.
f) Ah, ¿y qué te parece lo de que hayan levantado un muro?
g) ¿Cómo que judío? ¿Pero naciste en Madrid? ¿Y eres judío?

La opción ‘a’ es, probablemente, la peor reacción posible. «Tengo un amigo judío». Así es, conozco uno de tu especie. Soy cosmopolita, estoy preparado para cualquier escenario que me propongas. Ya conocí uno como tú antes, no intentes sorprenderme con tu judaísmo. Se salva porque, como la ‘b’ y la ‘c’, intenta crear buen clima. Huye de la confrontación, al contrario de lo que hacen la ‘d’, la ‘e’ y la ‘f’: el dinero y el conflicto de conflictos son la conexión que el motor mental de un español medio arranca en su cerebro cuando escucha la palabra ‘judío’.

Del momento en el que un incauto español conoce cara a cara a un judío deben destacarse los primeros segundos de reacción: un silencio incómodo, un cambio rápido de postura en el sillón, si acaso un gesto con la mano imperceptible al ojo humano. El español se tiende a incomodar cuando se sitúa ante un judío, no por temor o rechazo, sino por puro desconocimiento. Está ante un ser nuevo, del que ha oído hablar, sobre el que —tal vez— haya leído algo, pero no está muy seguro de cuál es el siguiente paso a dar. Como cuando alguien de estética y maneras varoniles descarga con aplomo en plena conversación que es gay. La naturalidad de la afirmación rebota en la respuesta, la cual, incapaz de sostener el peso de la normalidad, muta en teatrillo de gestos y posturas. Son solo unos segundos, hasta que la mente retoma el control. Se llama falta de costumbre, desconocimiento si lo prefieren. Y se sintetiza en la respuesta ‘g’: la mayor parte de la población en España todavía se sigue preguntando qué es exactamente un judío.

Éxodo

Sucede que a los judíos los echamos de España de malas maneras hace unos quinientos años. Consideraron Isabel y Fernando (o Fernando e Isabel, ya saben) que una de las condiciones para lograr la unidad de España (largo objetivo que sigue en curso) era la de desterrar a los judíos. Entonces suponían en la Península alrededor del 8 % de la población: uno de los porcentajes más altos de la historia en un solo territorio, solo superado por Polonia antes de la Segunda Guerra Mundial y muy por encima del actual de Estados Unidos, que no pasa del 2 %. Intereses económicos y políticos explican esta histórica y nefasta expulsión, que vació España de intelectuales, economistas y —en general— de una élite que de haber permanecido española bien podría haber cambiado el rumbo de la errante historia ibérica. Para lograr el éxodo sin oposición fueron antes calumniados y perseguidos. Estigmatizados. Se generó en aquella España medieval un estereotipo por el cual los judíos eran seres demoníacos que comían niños. Una vez expulsados, nadie contradijo aquella última versión. Y así discurrieron quinientos años: con la calumnia viva sin que nadie se esforzase en corregirla. Sin presencia de judíos, pero con presencia de su estereotipo. Es más, en el siglo XX la extrema derecha franquista se encargó de resucitar el imaginario antisemita. La consecuencia es que, salvando las distancias, la imagen que el español medio tiene de un judío hoy sigue siendo la de alguien que le genera desconfianza. No lo conoce, no convive con ellos ni lo ha hecho durante cinco siglos. Pero su memoria histórica le alerta: comen niños, anda con ojo.

En el año 2008 el Observatorio Estatal de Convivencia Escolar, un organismo del Ministerio de Educación, realizó una macroencuesta entre la chavalería española. Entre otros imprevistos, el estudio mostraba que casi un 60 % de los escolares españoles preferían no compartir pupitre con un niño judío. El mismo cuestionario reflejaba que más de un 80 % de esos niños no habían conocido a un judío en su vida. Probablemente casi ninguno de ellos sabía exactamente qué era un judío. Es una cuestión de limpia estadística: en España sigue sin haber apenas judíos.

«Te cuento una anécdota», dice David Obadia, vecino de Torremolinos (Málaga) y judío. «Estaba reformando la cocina y un buen amigo me envió un albañil de su confianza. El hombre, mientras estaba arreglando los azulejos, vio algunas menorás y unos pergaminos y me preguntó qué era aquello.

Yo le empecé a explicar y le dije, claro, que era judío. ¿Judío? ¿Eso qué es?». La anécdota de David es real. Algo extrema, de acuerdo, pero real. Elías Cohen es abogado y analista político. Además de un activo defensor de la cultura judía en España. «Se suele decir que en España hay antisemitismo. No estoy de acuerdo. Lo que sucede es que hay un prejuicio enorme, fruto del desconocimiento absoluto. Y se teme lo que no se conoce». Y este prejuicio se traduce en detalles que no llegan a la agresión o al ataque, pero que ahí están, presentes, ignorantes, sacando pecho. Dudando todavía de si los judíos comen niños o no.

Se ve en el idioma. «En España se dice perro judío —comenta David—. Cuando me quejo, me suelen decir “pero es que es un dicho, hombre”. Coño, pues no uses ese dicho. Yo no digo perro cristiano o perro musulmán». Y volvemos a lo de antes: hace cinco siglos los judíos eran unos perros y hoy, en el inconsciente colectivo de la semántica lo siguen siendo. Porque nadie se ha quejado. Porque nadie ha habido para quejarse. En febrero de 2014 el presidente del Gobierno de Extremadura José Antonio Monago, enfadado por la financiación autonómica, dijo que había que impedir que España se convirtiera «en un mercado de judíos en el que cada uno va a lo suyo». Después pidió disculpas y redondeó la actuación diciendo que era una expresión «muy utilizada en Extremadura». Más simbólico fue lo que sucedió el 13 de noviembre de 2014. Ese día Mariola Vargas, edil del PP en Collado Villalba, se sometió a uno de esos exámenes que Esperanza Aguirre creó para el partido en Madrid. Una de las preguntas del test era la siguiente: ¿Cómo podemos estar convencidos de que nos has dicho toda la verdad? ¿Hay algo más que nos puedas decir para saber que has dicho la verdad? La respuesta de Mariola Vargas fue escueta: «No soy ningún perro judío». Inmejorable manera de demostrar que se dice la verdad: no estoy mintiendo, ¿no te das cuenta de que no soy judío? Y a otra cosa. Lo increíble de tal respuesta fue que pasó absolutamente desapercibida. La edil respondió con naturalidad usando un dicho y como tal lo escuchó y leyó la audiencia. No solo eso: en las webs de los periódicos españoles donde se daba la noticia se obviaba esta respuesta. Formaba parte del texto con una apabullante naturalidad. Se titulaba la noticia con otra cosa, se hablaba del examen y se transcribía «perro judío» como quien pone «hola, ¿qué tal?». Por supuesto, ninguno de los comentaristas del artículo se refería al asunto. «No soy ningún perro judío» era una frase más en aquel texto. Invisible. Normal. Correcta.

En el español de España el término judío, dicho en solitario, con un poquito de énfasis, se transforma, directamente, en un insulto. Hagan la prueba. Pronuncien judío en voz alta con una ligera dosis despectiva. No les sonará a insulto, sino a insulto grave.

Levítico

María Royo es la directora de comunicación de la Federación de Comunidades Judías de España. Entre otras muchas cosas, se encarga de rastrear la judeofobia en medios de comunicación y redes sociales. Tiene mucho trabajo. «Los comentarios a las noticias que atañen a los judíos —y especialmente a Israel— son feroces. Los hay de todos los niveles, pero siempre encontramos el “Hitler se quedó corto” y similares». Uno de los casos más recientes y sonados tuvo lugar el 19 de mayo también de 2014. Ese día el Real Madrid de baloncesto perdió la final de la Euroliga ante el Maccabi de Tel Aviv. María, ayudada por varias comunidades judías de España, recogió nada menos que diecisiete mil quinientos tuits que insultaban, amenazaban y despreciaban a los judíos. Sobra reproducirlos. Había uno bastante significativo: «Puta Israel y putos judíos. Lo dije siempre y en todos los aspectos y lo seguiré diciendo». Hay un «os lo advertí» encubierto en la frase, algo así como «lleváis años siendo demasiado blandos y ahora que nos ganan un partido de baloncesto os subís al carro. Pero yo siempre lo he dicho: comen niños». «Aquel suceso —retoma María— nos dio que pensar: si ocurre esto por un partido, ¿qué no sucedería en un caso grave de verdad?».

En realidad para María, como para la mayoría de los judíos españoles, la judeofobia no llega a antisemitismo simplemente porque la comunidad judía en España es pequeña y poco visible. Se estima que hay unos cincuenta mil judíos al día de hoy en nuestro país —casi todos en Madrid, Barcelona, la Costa del Sol y Melilla— y muy pocos usan kipá. Tampoco hay ortodoxos y muy pocos rabinos. «Estoy convencida de que si los judíos españoles fueran visibles estéticamente, habría muchos más problemas», dice María. Y pone el ejemplo de un chaval ortodoxo que hace unos años fue golpeado por una señora —sí, por una señora— en el centro de Madrid. «Se fue a Israel. Ya no vive aquí».

La discreción de la comunidad judía española viene de lejos. Casi toda ella es originaria del protectorado español en Marruecos, sobre todo de Melilla. Apenas hay descendientes directos de sefardíes, los judíos que poblaban la Península en el siglo XV y que hoy, en su mayoría, viven en Israel, América o la Europa balcánica. «En mi casa —cuenta Elías Cohen— yo siempre he escuchado a los mayores que no andemos diciendo por ahí que somos judíos. Mi abuela siempre me recordaba que lo ocultase». El rechazo llevó a la comunidad judía a mimetizarse y esta decisión perpetuó el prejuicio. El 20 de abril del año pasado se celebró en el Parque Juan Carlos I de Madrid un acto para conmemorar, según el calendario hebreo, el setenta aniversario del Holocausto. Allí estaban un buen número de familias judías de Madrid y de otros sitios de España. Y nadie más. Algún curioso que paseaba por el parque se acercaba y preguntaba extrañado. Tampoco estaba la prensa. Sigue habiendo un abismo entre la comunidad judía española y el resto de la sociedad.

David Hatchwell es empresario y presidente de la Comunidad Judía de Madrid. Y desvía el rumbo del texto con una dosis de optimismo. «Personalmente nunca he tenido problemas. La gente en España somos muy hospitalarios y, es verdad, hay desconocimiento, pero en general la gente es muy tolerante y abierta». David, como muchos otros judíos españoles, opina que más y mejor información acerca del judaísmo en los colegios ayudaría a la normalización. Una normalización que hoy está lejos de conseguirse. La brecha se convierte en insalvable acantilado cuando centellea el debate Israel-Palestina.

Números

«A nadie se le ocurre entrar en un negocio chino a comprar una cerveza —comenta Elías— y decirle al dueño: joder, ya te vale incumpliendo derechos humanos y ejecutando opositores. Pero a nosotros sí, a mí me dicen que ya me vale con lo del muro y los palestinos. Y yo digo: pero qué me cuentas a mí del muro, que yo no lo levanté». Todo lo que hace o dice el Gobierno de Israel tiene su eco en las comunidades judías de Europa. «En lo que a los judíos se refiere —continúa Elías— no existe la responsabilidad individual. Nos tratan como un colectivo, así que yo respondo por lo que haga cualquier judío cabrón que haya por el mundo. Si Bernard Madoff estafa, yo me convierto en un estafador también».

El eco muta en estruendo cuando Israel lleva a cabo ofensivas en territorio palestino. Las opiniones, conversaciones y discusiones se multiplican entonces. «Yo tengo amigos judíos que no se meten ni locos en una discusión de esas. Escuchan y se mantienen al margen. Algunos ni siquiera dicen que son judíos», explica David Obadia. «Yo me meto siempre», añade Elías. «No puedo evitarlo porque noto que falta muchísima información».

David Hatchwell coincide: «Dicen que los judíos controlamos los medios: pues menudo control hacemos en España, porque la falta de información acerca de Israel en los periódicos españoles es muy acusada. La idea general en España se basa en la premisa: el débil tiene razón. Y de ahí no pasa casi nadie. Es comprensible, pero no es correcto».

La guerra sostenida entre Israel y los territorios palestinos (en los últimos años concentrada sobre todo en Hamás, que controlan la Franja de Gaza) ilumina con discreción la judeofobia en España. De nuevo sale a relucir el prejuicio ya expuesto, esta vez de un modo más sutil y con una enorme y eficaz coartada: defender al pueblo palestino. Hay una realidad incontestable: los muertos palestinos indignan en España cuando el responsable es Israel. El resto de casos no es que no importen, es que casi nadie llega siquiera a enterarse. O no se quieren enterar. Uno de los últimos ejemplos está en la matanza de palestinos que tuvo lugar en el campo de refugiados de Yarmuk, en Damasco. Cientos de ellos fueron decapitados y asesinados por el ISIS. No hubo un solo movimiento de protesta, ni una sola manifestación, ni siquiera un inútil hashtag en Twitter. Solo silencio: los judíos no estaban detrás de aquello. Tampoco nadie en España pone el grito en el cielo porque Líbano mantenga tres generaciones después a los palestinos en campos de refugiados, sin derecho a nacionalidad ni oficios cualificados. En realidad la causa española —en su mayoría— no es pro palestina, es veladamente antisemita. Si les parece muy fuerte se puede decir de otro modo: lo que sucede en España no es un desmedido apoyo a la causa palestina, sino una desmedida ira hacia Israel. Y en consecuencia hacia los judíos que, como ya ha explicado Elías, responden todos por todos.

«Por fortuna —interviene David Hatchwell— la absoluta mayoría de españoles no pasa de ahí: discutir, debatir y como mucho enfadarse. En España la gente es muy dialogante. Otra cosa es cuando nos encontramos ataques directos. O atentados». Y traslada David el foco a una nueva dimensión, que trasciende de la bravuconería española contra los judíos y se sitúa en la amenaza real y violenta de terroristas que mantienen desde hace meses a los judíos europeos en la situación más tensa que recuerdan desde la Segunda Guerra Mundial. «Sin ninguna duda —afirma David Hatchwell—. Estamos en el momento de mayor amenaza en Europa desde entonces».

Deuteronomio

El 8 de enero de 2015, horas después del ataque contra la revista Charlie Hebdo, un terrorista que se identificó como miembro del Dáesh asaltó un supermercado judío en París y asesinó a cuatro personas. Días después, el 14 de febrero, otro ataque, este contra una sinagoga de Copenhague, dejó un muerto. «Esos días tomaron forma nuestros miedos más profundos. Nuestros temores históricos se convirtieron en realidad. Nos estaban matando por judíos», explica Elías. Desde entonces mira bajo su coche y en cada acto de la comunidad judía dispone de protección. También David Hatchwell debe llevar escolta. Las sinagogas de España están permanentemente vigiladas por la Policía Nacional. «Los vecinos de la sinagoga que tenemos aquí en Torremolinos —cuenta David Obadia— me han dicho alguna vez que a ver si la trasladamos, que tienen miedo a un atentado». La judía es la única comunidad religiosa de España que precisa protección policial. Esta protección está militarizada en países como Francia o Bélgica. Siete mil judíos franceses abandonaron el país en 2014, el doble de los que lo habían hecho un año antes. Benjamin Netanyahu, primer ministro de Israel, viajó a París tras el atentado y animó a los judíos franceses a emigrar a Israel. Un llamamiento, por cierto, que fue nuevamente interpretado por muchos españoles desde la perspectiva judeofóbica: ignorando, se supone, que todos y cada uno de los dirigentes israelíes desde la fundación del Estado han llamado a los judíos a emigrar a Israel, país construido gracias a la inmigración.

Ser judío nunca fue fácil. Han sido expulsados veinticuatro veces de Europa y aseguran verse ante la vigésimo quinta. Depende de Europa. También de España y —claro— de los españoles. De su interés por informarse sobre lo que es un judío religioso y un judío laico. De lo que es un judío sionista y otro contrario a Israel como Estado. De lo que es la identidad judía como pueblo compatible con el sentimiento nacional, en este caso, español. De informarse, en fin, de lo que es un judío hoy.

«Cuando hay conflicto entre Israel y Palestina suelo publicar bastantes artículos sobre el asunto», explica Elías. «Cuando lo hago, mi madre siempre me dice: ¡Pero qué haces hijo, no escribas nada! Tiene miedo. En general hay miedo». Miedo por ser judíos. Miedo tantos siglos después. Otra vez tentados de esconderse, de pasar desapercibidos. No vaya a ser que alguno, ya bien entrado el siglo XXI, les acuse de comer niños.

Fuente:jotdown.es