El festival In-Edit Beefeater presenta en Barcelona tres documentales que abordan los peligros y dificultades que afrontan artistas y aficionados en países musulmanes.

LUCÍA LIJTMAER

Teherán, 2013. Anoosh y Arash recogen sus bártulos a toda prisa porque hay una redada a medianoche. Arash logra esconderse detrás de un equipo de sonido, Anoosh no tiene tanta suerte: lo atrapan y da con los huesos en el calabozo. No ha funcionado el soborno que tenían preparado para las autoridades, o puede que haya habido una filtración. ¿Espionaje? No, música electrónica. Así lo demuestra Raving Iran, el apasionante relato de la documentalista Susanne Regina Meures sobre la vida de dos amantes de las raves que viven arriesgando la libertad y la dignidad bajo el régimen iraní.

Beirut, 2011. El músico Zeid Hamdan es perseguido por difamar al presidente de Líbano en su canción General Suleiman y tiene que exiliarse a Estados Unidos. Desde allí explica que lo militar no puede mezclarse con la democracia. Que tiene miedo a represalias, como muchos otros artistas y blogueros árabes. En la siguiente secuencia, el jordano Samm “The Teacher” apunta: “No somos solo raperos; somos activistas”. Es Yallah! Underground, película que narra el devenir de músicos libaneses, egipcios y jordanos en los albores de la primavera árabe.

Segú, 2015. La cantante Fatoumata Diawara se une al artista bereber Ahmed Ag Kaedi y al rapero Master Soumy para ofrecer un concierto en el oeste de Mali. Es la primera vez que se encuentran tras la ocupación por los yihadistas del norte del país y su prohibición de emitir y tocar canciones bajo amenaza de represalias. Mali Blues narra la resistencia de los músicos y su afán de reconciliación social.

Los tres documentales se presentan en el festival In-Edit Beefeater y mantienen un nexo común: ¿cómo se puede vivir de la música donde rige el islamismo? Los trabajos, que pueden verse desde el jueves pasado y hasta el 6 de noviembre en Barcelona y del 17 al 20 en Valencia, buscan mostrar la riqueza de disciplinas y miradas.

“El documental parte precisamente de mi asombro al descubrir el underground musical de países árabes, su variedad en estilos y técnicas, algo que desconocía por cómo nos llega la información de estas regiones”, explica el director de Yallah! Underground, Farid Eslam, quien muestra a raperos, solistas electrónicos y bandas eclécticas antes y después de la revolución egipcia de 2011.

La riqueza de estilos late en el centro de los tres filmes. “Es un hospital del alma”, dice Fatoumata Diawara. Mali Blues es una narración vitalista sobre un país con una tradición musical torrencial, silenciada por el Estado Islámico y que ahora empieza a ser descubierta por los occidentales. “La música puede ayudar a la reconciliación entre el norte y el sur de un Estado dividido por la guerra. Es una manera de reconstruir y mandar mensajes en espacios prohibidos”, explica su director, Lutz Gregor.

Estas películas no hablan solo de música, sino de cómo esta denuncia la censura y la falta de libertades. Raving Iran refleja que enviar un CD de música electrónica por correo puede suponer la cárcel y organizar un concierto con 50 personas en Teherán algo mucho peor. Mali Blues filma a instrumentistas discutiendo de las consecuencias de la sharía impuesta por extremistas islámicos, que les obliga a exiliarse o a tocar por su cuenta y riesgo. Yallah! Underground pone a debatir a creadores de hip hop sobre la posibilidad de una democracia real después de la primavera árabe mientras graban su siguiente single. Son películas políticas simplemente por situar el foco en espacios de ocio y creación artística. “Resulta positivo hablar de ello no solo desde lo político, sino desde lo personal”, defiende Gregor.

Estos cineastas ponen la atención tanto en el islamismo como en qué se cuenta y qué no sobre el mundo árabe y África. “Son zonas que aparecen siempre en la prensa, pero de las que queremos filmar la vida cotidiana para que en Occidente se vea que lo que nos llega diariamente en las noticias es apenas una porción de la realidad”, afirma Farid Eslam. Y, a la vez, se contempla el reflejo occidental distorsionado que los músicos reciben de los medios.

El artista libanés Zeid Hamdan critica la esquizofrenia en la que viven los musulmanes que ven la televisión. “Se prohíbe cualquier cosa relacionada con la sensualidad en tu vida cotidiana y te enfrentas a imágenes constantes sobre sexo y alcohol”, enfatiza.

El choque resulta brutal para los jóvenes iraníes Anoosh y Arash, que salen de Teherán por primera vez en su vida rumbo a la Street Parade de Zúrich, una de las raves más multitudinarias de Europa. Ante un puesto callejero para el análisis de drogas no dan crédito y quieren sacarse una foto para que la vean sus madres.

“A la gente se le olvida que los musulmanes no son una banda de fanáticos que viven violentamente; esa es una narrativa de los hechos que no representa la realidad. Mostrar qué hacen los artistas evidencia que todos somos humanos”, concluye Eslam.

MALI SIGUE CANTANDO PARA NO MORIR

Mali pasa por ser la cuna africana del blues y el jazz. Aunque eso no sea una novedad, sí lo es el reciente enamoramiento de artistas occidentales por ese país, muchos de los cuales citan ahora a músicos malienses entre sus influencias y tocan con ellos en cuanto surge la ocasión.

El principal artífice ha sido el líder de Blur, Damon Albarn, quien grabó Mali Music en 2002 con Afel Bocoum y Toumani Diabaté, pero le han seguido Robert del Naja, de Massive Attack; John Paul Jones, de Led Zeppelin, o Johnny Marr, antiguo miembro de The Smiths.

Mali ha logrado mayor difusión de su música gracias a películas como Timbuktu, dirigida por Abderrahmane Sissako en 2014, que aborda la ocupación del país por el ISIS, o el documental They Will Have to Kill Us First, que sigue cuatro historias en paralelo: las de Songhoy Blues, Disco & Jimmy, Moussa Sidi y Kharia Arby, que continúan cantando para no morir.

Fuente:cciu.org.uy