RUTHIE BLUM / Cuando los elogios llegaron a su fin en un podio erigido junto a la tumba recién excavada de un hombre ampliamente amado – un viejo amigo de mis padres que me llevó a su familia cuando llegué a Israel hace casi 40 años – el clima cambió de repente. El día soleado se cubrió y la lluvia comenzó a caer sobre las decenas de personas que presentaban sus últimos respetos a uno de los pilares de la literatura del país. Al parecer, el cielo lloraba junto con el resto de nosotros.

SILVIA SCHNESSEL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Pero el duelo en el cementerio del kibutz donde ocurrió el funeral no se expresaba simplemente en relación al autor de 90 años, cuyo deterioro físico no había afectado la agilidad de su mente. Para sus pares – la sal de la tierra del estado judío en cuyo establecimiento fueron instrumentales – el acontecimiento señalaba un trágico final al sueño sionista.

Mi primer encuentro con muchos de estos trabajadores sionistas, algunos de los cuales se fueron desplazando más a la izquierda con cada década, fue en 1977, unos meses después de que Menachem Begin se convirtiera en primer ministro. El período posterior a la guerra de Yom Kippur, caracterizado por el malestar nacional y la indignación por el partido en el poder, había marcado el comienzo de una nueva y muy controvertida era.

Recuerdo haberme asustado por la feroz reacción a la victoria de Begin. Lo había considerado un héroe en la batalla para librar a la Palestina pre-estatal del Mandato Británico. Pero los israelíes que conocí, tanto en el campus como fuera de él, lo veían como un peligro para la democracia. La mujer que se convertiría en mi suegra, por ejemplo, lo comparaba con Mussolini.

Este rudo despertar constituyó mi iniciación de fuego en la sociedad israelí, que previamente imaginaba como una comunidad muy unida de idealistas cantando canciones populares mientras cultivaban el suelo. Irónicamente, en lugar de provocar que volviera deprisa a los Estados Unidos, el verdadero valor del lugar tuvo el efecto opuesto; hizo que me enamorara de él de golpe. De hecho, si Israel se pareciera a la tierra de la leche, la miel y bailar el hora retratado en el campo judío, no habría podido soportarlo más de unas semanas.

Tener una casa para visitar en Shabbat, cuando los dormitorios de la Universidad Hebrea se vaciaban el fin de semana, fue una bendición. También fue una bendición particular en este caso, debido a la calidez con la que fui recibida por el brillante y siempre ingenioso Janój Bartov, cuyas columnas de periódicos y libros luché por leer en mi determinación de aprender hebreo. Y aunque no compartíamos opinión en la política, este hombre – que ganaría el Premio Israel – nunca fue el menos condescendiente. Tampoco argumentó que yo era demasiado joven o demasiado recién llegada para saber de qué estaba hablando. Fue una generosidad de espíritu que nunca he dado por sentado y nunca olvidaré.

Aparte de una risa contagiosa, también poseía una pasión contagiosa por Israel, alabándome repetidamente por quedarme, mientras expresaba pena por los que se negaron a participar.

Con el paso de los años, nuestras reuniones se hicieron menos frecuentes, debido a las circunstancias de la vida. Sin embargo, nuestro cariño mutuo permaneció intacto. Lo que se puso de manifiesto cuando conseguíamos reunirnos, sin embargo, fue que mientras mi propia atracción romántica inicial por Israel se había convertido en un matrimonio maduro y robusto, el suyo había disminuido. Para ser más precisos, su visión del liderazgo, de las instituciones, de la moral y de la dirección del país menguaba por minutos. Tanto es así que recientemente escribió una pieza – que un compañero de letras citó en el funeral – anunciando su vergüenza de ser israelí.

El disgusto colectivo por la ostensible desaparición del alma de Israel ha sido explicado por los críticos como una reacción enojada por parte de la izquierda al arrebato de su poder, primero por Begin y posteriormente (con un breve interludio) por Benjamin Netanyahu, que el mes pasado ganó la distinción de ser el primer ministro más antiguo de la historia del país desde David Ben-Gurion.

Pero cuando aquellos que dedicaron su juventud a defender su patria contra enemigos externos mientras luchaban contra un clima implacable para hacer florecer el desierto, hablan como si sus esfuerzos fueran en vano, algo más profundo está surgiendo. No es influencia política lo que les arrebataron, sino más bien el ímpetu de su impulso. En otras palabras, su trabajo está hecho. No es de extrañar que estén deprimidos.

No hay nada más inspirador y vigorizante que tener una causa genuinamente digna en torno a la cual reunirse. Lograr un objetivo trae satisfacción momentánea; esforzarse por uno proporciona energía incesante. Hoy es el movimiento de los colonos el que está infundido con este combustible.

En Pirkei Avot – la Ética de los Padres – está escrito que rico es aquel que está contento con su suerte. En el estado judío, este trocito de sabiduría espiritual se ha perdido en la traducción. No sé si mi amigo estaría de acuerdo, pero se reiría – en su manera sui generis – al oírme citar a los antiguos rabinos para amonestarlo a defender el país que solía adorar incondicionalmente.

A los que lo elogiaron por conmiseración, les digo esto: Es cierto que Israel no es lo que era; es mejor.

Ruthie Blum es editora ejecutiva de The Algemeiner.

Fuente: The Jerusalem Post – Traducción: Silvia Schnessel – © EnlaceJudíoMéxico