IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – En el transcurso de las últimas dos semanas, un para de noticias han llamado la atención porque se tratan de casos donde judíos se ponen en contra de judíos. La más notoria fue la relacionada con un joven israelí de 19 años, residente de Ashkelón y cuyo nombre no se dio a conocer, que la semana pasada fue arrestado bajo la acusación de ser quien amenazó a diversos centros comunitarios judíos en los Estados Unidos, situación que mantuvo las alarmas encendidas durante varias semanas.

El otro caso fue más discreto en el sentido del que estamos hablando: recientemente, la ONU vivió un escándalo interno que puso en evidencia el desgaste interno de su burocracia, así como el penoso modo en el que muchas instituciones internas son manejadas por intereses ajenos a los objetivos originales del organismo.

El problema fue que la Comisión Económica y Social de las Naciones Unidas para Asia Occidental –organismo con sede en Beirut, integrado exclusivamente por países musulmanes y que siempre se ha rehusado a admitir a Israel– publicó una resolución en la que condenaba a Israel por practicar el apartheid contra la población palestina y violar sus Derechos Humanos. La emisión de la resolución se hizo sin notificar a Antonio Guterres –Secretario General de la ONU– ni a nadie de los altos mandos de la organización; esto, aunado a la presión ejercida por la embajadora de Estados Unidos ante la ONU, hizo que la resolución fuese eliminada de la página de la Comisión, y que como medida de protesta su directora, la jordana Rima Khalaf presentara su renuncia.

Lo interesante fue que este penoso affaire volvió a poner en la mesa de discusión el nombre de Richard Falk, autor del texto de la resolución, y viejo conocido en el mundo del activismo anti-israelí, debido a que Falk ha sido uno de los más viscerales e iracundos enemigos del Estado Judío.

¿Qué es lo que resulta interesante de todo esto? Que Richard Falk, enemigo abierto de Israel, es judío.

La pregunta obligada es por qué en un momento dado hay judíos que están dispuestos a ponerse en contra de los demás judíos.

No es un fenómeno nuevo. Desde la antigüedad está registrado que muchas veces, los peores enemigos del pueblo judío fueron judíos. Por ejemplo, Antíoco IV Epífanes es recordado como el perverso rey que quiso destruir el Judaísmo. Su fracaso se celebra en la Fiesta de Januká, que honra la memoria de Yehuda Hamakabi y todos los héroes que liberaron a Judea y a Jerusalén de los invasores seléucidas.

Pero eso es sólo la mitad de la Historia. Lo que casi no se menciona es que Antíoco tuvo cómplices judíos. Cuando comenzó sus agresiones contra nosotros, depuso al Sumo Sacerdote Onías III, y en su lugar impuso a Jasón. El hermano del propio Onías. Luego, tras la deposición de Jasón, puso a otro judío dispuesto a colaborar: Menelao.

Durante la primera guerra judeo-romana, una de las principales razones que marcaron el fracaso de los rebeldes judíos fueron sus divisones internas. Hubo un momento –dice el Talmud– en que los judíos estábamos más interesados en pelear entre nosotros, que en pelear contra los romanos.

Pero eso es sólo la mitad de la Historia. Lo que casi nadie recuerda es que los romanos tuvieron el apoyo de muchos judíos, los partidarios de Agripa II y de tendencia helenista.

En la Edad Media el fenómeno se repitió de otra manera: por medio de algunos judíos conversos al Catolicismo. Personajes como Pau Cristiá o Tomás de Torquemada fueron implacables en su persecución contra todo lo que pareciera judío, pese a que ellos mismos eran de familias de judeo-conversos.

Y así llegamos a la actualidad, con una izquierda israelí que llega a ser irracionalmente anti-israelí, ONGs como Rompiendo el Silencio que aceptan que se dedican a la difamación contra Israel, pero de todos modos lo justifican, intelectuales judíos de izquierda en los Estados Unidos que son rabiosamente anti-israelíes –como el propio Falk o Noam Chomsky–, y hasta personajes del mundo cultural o deportivo que, pese a ser judíos, no dudan en manifestar su desprecio contra Israel –como el trágico ajedrecista Bobby Fischer.

¿Qué es lo que hace que un judío esté dispuesto a ponerse en contra de los demás judíos?

La justificación es lo de menos. Unos apelaron a que el pueblo de Israel se resistía innecesariamente a la modernidad helénica. Otros, que se resistía innecesariamente a creer en Jesús. Otros, que Israel es un Estado que practica el apartheid contra los palestinos y les quita sus tierras.

Todas las acusaciones son fácilmente refutables, pero la experiencia demuestra que este no es un tema donde sean relevantes los argumentos. Lo único que importa es la pasión, el posicionamiento.

Richard Falk es un ejemplo excelente. Primero se graduó en Leyes por la Universidad de Yale, luego en Economía por la Universidad de Pennsylvania, y finalmente se doctoró en Leyes en Harvard. Así que formación académica no es lo que le falta.

Sin embargo, ha protagonizado ridículos descomunales al apoyar teorías de conspiración como la de que los atentados del 9/11 podrían haber sido organizados por el propio gobierno estadounidense, o al afirmar que los verdaderos culpables del atentado en el Maratón de Boston en 2013 no fueron los jóvenes chechenos que los cometieron, sino Estados Unidos e Israel. ¿Por qué? Porque al tratar tan mal a los pobres palestinos, los jóvenes chechenos se desesperaron y pusieron unas bombas que dejaron un saldo de 3 muertos y 282 heridos.

No se rían. Es en serio.

Claro, cuando lo afirmó no resultó sorpresa para nadie que lo conociera. Falk saltó a la fama cuando en 1973 asumió la defensa de Karleton Armstrong, un joven que colocó una bomba en la Universidad de Wisconsin para protestar contra la guerra en Vietnam, y cuya explosión provocó la muerte de un empleado de la institución.

Falk apeló a que al joven se le tenía que dar una amnistía total, porque era legítimo protestar contra la violencia, por medio de la violencia.

Luego, en 1979 Falk se entrevisó con el Ayatola Jomeini, todavía exiliado en París pero a punto de convertirse en el líder supremo de Irán, que estaba en plena revolución. Falk salió de esa entrevista afirmando categóricamente que el Ayatola era una persona civilizada y razonable, y que todas las sospechas de que podía imponer un régimen fanático, extremista, fundamentalista e intolerante eran falsas. El chiste se cuenta solo.

Pese a semejantes antecedentes que daban cuenta de su visceralidad y sesgos ideológicos, Falk fue nombrado Comisionado Especial de las Naciones Unidas para evaluar la situación en el conflicto israelí-palestino. El nombramiento le fue extendido por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU.

Para nadie era un secreto cómo se iba a comportar Falk, y podemos decir que cumplió con creces todas las expectativas: sistemáticamente, se dedicó a denostar a Israel y a justificar todas las actividades terroristas palestinas. En sus discursos, documentos, análisis, ponencias y resoluciones, Falk jamás concedió un punto a Israel, y menos aún emitió una condena contra los palestinos.

Volvemos a la pregunta: ¿Qué es lo que hace que un judío esté dispuesto a llegar a semejantes niveles de irracionalidad y dedicar su esfuerzo y militancia a luchar contra otros judíos?

Miedo. Simple y sencillamente miedo.

El miedo es algo con lo que el pueblo judío ha tenido que lidiar durante casi dos milenios. Desde la derrota de Bar Kojba en el año 135, la condición de las comunidades judías en todo el mundo comenzó a ser más frágil cada vez. Hubo momentos en que la situación se estabilizaba, pero siempre, de uno u otro modo y por cualquier razón, volvían los problemas. La institucionalización del Cristianismo como religión oficial en occidente, y del Islam como religión predominante en oriente, sólo vino a agravar las condiciones de vida para los judíos, debido a que en los relatos fundacionales de ambas religiones aparecíamos como los “necios” que no habíamos querido seguir a Jesús o a Mahoma.

La tendencia predominante fue a institucionalizar la judeofobia. Los casos en los que se nos dejó en paz fueron la excepción. Libertad plena para los judíos, nunca la hubo. Aún en las mejores condiciones posibles, siempre hubo normas o restricciones especiales contra nosotros por el simple hecho de ser judíos.

Un ejemplo muy claro de esta situación emocional es el librito llamado “Apelación al pueblo de Israel”, escrito por el ex-rabino Ignaz Lichtenstein, que optó por la conversión al Cristianismo.

Su argumentación teológica es endeble, fácilmente refutable. Pero lo verdaderamente interesante en su texto es la forma en la que deja ver que es un hombre que vive con miedo, y que es descendiente de muchas personas que han vivido con miedo durante siglos.

Por eso fue que mucha gente optó por huir. Abandonar el Judaísmo con tal de sentirse más seguros o, en mejores momentos, con la posibilidad de prosperar en sus respectivos contextos sociales. Muchos, naturalmente, llegaron al extremo de la virulencia anti-judía como una especie de demostración de que realmente habían abandonado a su antiguo pueblo. O, más bien, como una angustiosa búsqueda de seguridad.

Ese fue el caso de muchos judíos que se convirtieron al Catolicismo y que luego se hicieron clérigos e incluso colaboradores de la Inquisición. Lo absurdo del caso es que no lograron lo que buscaban. Lejos de vivir seguros en sus nuevas condiciones de “cristianos nuevos” que estaban en contra de los demás judíos, quedaron bajo la tutela del Tribunal de Santo Oficio, y en riesgo de ser denunciados por cualquier razón, aunque fuera injusta.

La moderna versión de eso la podemos ver en el actual movimiento BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones contra Israel), que ha demostrado su rampante racismo varias veces, dejando claro que su motivación no es política ni de Derechos Humanos, sino netamente basada en la judeofobia, o en el miedo (cuando se trata de judíos izquierdistas o “progres”, que son muchos en sus filas).

Ya se han dado casos en los que conferencistas israelíes abiertamente opositores a Israel han tenido que cancelar sus presentaciones por el boicot de los adherentes al BDS. Boicot absurdo, porque se supone que un israelí anti-Israel debería de serles de gran ayuda. Pero no: la lógica de esta gente irracional es que hay que boicotear al israelí o al judío sin importar su postura ideológica. Simplemente por ser israelí o judío.

El resultado es una bellísima ironía: judíos anti-judíos que han sido víctimas de los propios monstruos a los que han alimentado durante años. ¿Por qué? Porque al final de cuentas, de todos modos son judíos.

Hay algo muy retorcido en medio de todo esto.

Simplemente vean la reacción de esta gente: cuando les conviene, apelan a que para demostrar que Israel es un estado perverso y criminal, basta con señalar que hay judíos anti-Israel. El argumento es fácil de contrarrestar: basta con señalar que hay árabes pro-Israel. Entonces reacciona de inmediato: “los compraron”.

Es decir: no existe la posibilidad de que se pueda analizar el tema. El paradigma axiomático desde el cual se debe discutir es que Israel es malo. Punto. Eso no se debe cuestionar. Luego entonces, el único judío bueno es el que se pone en contra de los demás judíos, y el no judío que se pone a favor de ellos, es un traidor, un vendido, un lacayo, un manipulado.

Por supuesto –y lo digo por experiencia– ninguno de estos virulentos críticos de Israel son capaces de sustentar sus posturas con datos concretos, verificables. Al final, lo único a lo que puden apelar es al cliché y a la consigna.

Sorprendentemente, hay judíos que se prestan al juego.

No me atrevo a decir que sea justificable –por ese asunto del miedo–, pero sí puedo afirmar que tiene algo de comprensible. A fin de cuentas, los judíos somos quienes hemos tenido que hacer el cambio de mentalidad más radical en los últimos cien años.

Hace cuatro generaciones, seguíamos siendo un milenario pueblo apátrida, siempre al filo del riesgo. Ahora somos un grupo que incluso puede considerarse privilegiado, ya que tenemos un Estado que sirve como referente para muchas cosas, y al que incluso podemos movernos en caso de problemas. Los gitanos, los kurdos, los mayas o los zulúes –entre muchos otros– no tiene algo así.

Nuestra psicología es muy distinta a la de nuestros bisabuelos. A ellos les podía dar igual a dónde ir, a cualquier lugar del mundo. Un viejo chiste judío (viejo en serio: data del siglo XIX) cuenta que una ciudad alemana decreta que los judíos deben salir de su territorio. Un par de conocidos se encuentran en las oficina de migración para arreglar sus papeles, y después de saludarse uno le pregunta al otro: “¿Y a dónde te vas?” Y le contesta: “A Grecia. ¿Y tú?” El primero responde: “a Sudáfrica”. A lo que el otro cuestiona: “¿Y por qué tan lejos?” Y la respuesta es genial: “¿Tan lejos de dónde?”.

Así era nuestra lógica hace 150 años: no había cerca, no había lejos, porque de todos modos no teníamos a dónde ir.

Ya no. Hay un referente que se llama Israel. Y eso significó un cambio radical en nuestro modo de entendernos: dejamos de ser el grupo que a veces sólo tenía su fe para sobrevivir. Hoy nuestro destino está en nuestras propias manos. Ya no somos los judíos que simplemente huyen o son expulsados, o incluso asesinados. Somos judíos que se defienden. Somos gente capaces de decir que existe un pedazo de tierra en este planeta que es nuestro, y que tenemos derecho a vivir libres y en paz allí.

Lamentablemente, muchos no lo han podido asimilar. Algo en su interior les dice que con el Estado de Israel, el pueblo judío perdió algo de sí mismo.

Y puede que sea cierto, porque el Judaísmo del exilio no nada más fue miedo. Para contrarrestar ese miedo, el Judaísmo desarrolló una gran cantidad de hábitos o ideas con una función cien por ciento terapéutica, que fueron fundamentales para la sobrevivencia del grupo.

Por supuesto, esos hábitos e ideas ya no pueden funcionar igual ahora que todo ha cambiado. Poco a poco, se van adaptando y si no lo logran, desaparecen.

Cierto: la imagen del amable y pacífico sabio del Shtetl (aldea judía en Europa Oriental) no se refleja del todo en el especialista universitario que trabaja en el Technion de Haifa. Por supuesto, el especialista universitario es igual que cualquier otro especialista universitario en cualquier lugar del mundo, mientras que el sabio de Shtetl era característicamente judío.

Pero no se puede volver atrás. La Historia sigue avanzando, y tanto las circunstancias como nosotros mismos nos hemos puesto en una condición diferente.

Los judíos que se ponen en contra del Estado de Israel sufren de una especie de enamoramiento por aquel pasado en el que no teníamos seguro nada, menos aún nuestra propia patria, pero habíamos aprendido a sobrevivir.

Espero que algún día se enteren que nuestra sobrevivencia ya no se define en esos términos. Ahora se define en la sobrevivencia de Israel.

En su afán por querer sentirse seguros en una zona de confort que existe en el pasado y en sus capaces, no se dan cuenta que ponen en riesgo lo único que realmente los va a ayudar en cualquier caso extremo.