París, en uno de esos glaciales días del engañoso sol de primavera, se diría ajeno hoy a nada que no sean sus rutinas habituales. Hay carteles electorales, es cierto. Mínimos y restringidos a los escuetos paneles establecidos.

Hubo un mitin ayer en la plaza de la República, consagrado territorio de asambleas populares. Lo convocaba el socialista, Benoît Hamon. Que es un candidato muerto: abandonado por el Presidente Hollande, rechazado por Valls. El mitin fue triste. Unos cuantos cientos de concentrados. Entre la plaza de la Nación y la de la República, viví mi primera manifestación en París, hace 45 años, contra la guerra de Vietnam. Medio millón de personas. Pero hoy, la calle ya no cuenta: cuatro gatos. Y Hamon cuenta todavía menos.

Francia se está jugando su momento más decisivo del último medio siglo. Y lo más asombroso es quizá que ese riesgo sea invisible. Ni adoquines levantados, ni grafitis, ni entusiastas que anuncian el fin de un tiempo. Todo es tan comedido, que uno pensaría hallarse en las vísperas sólo de un excelente fin de semana, con luz radiante, seco y frío. Nada sucede. Y todos saben que está sucediendo y es decisivo.

Muy poco queda de las grandes liturgias políticas de antaño. Si es que queda algo. Busco los signos visibles de ese desmoronamiento que está a punto de producirse ahora. En vano. Nada sucede a la vista. Sucede en otro sitio. Igual que en otro sitio sucede casi todo en torno nuestro. Lo virtual ha desplazado por completo al espacio físico. Y es ahí donde se está jugando una batalla de cuyo resultado pende, no sólo el porvenir de Francia, sino el de Europa.

La gran batalla de las elecciones presidenciales francesas se está jugando en las redes sociales. Con la certeza de que nunca ya la política se hará de otra manera. Todo es cautela y sombra. Y juego cibernético. Todo sucede en los flujos subterráneos que subyacen a los ordenadores. Y, en ese vago territorio de lo indetectable, los márgenes de manipulación son infinitos. Muchísimo más de lo que hayan podido llegarlo a ser nunca en las sociedades del siglo XX. La política del XXI estará hecha de simulaciones que revistan valor de realidad. Nada de cuanto sucede en lo virtual es verdadero. Ni falso. Es, en diversas medidas, impositivo. Y teje adhesiones.

Le Pen, y Mélenchon, han sabido reconocerse en eso. No es extraño. El trastrueque de la política en videojuego es el espacio más benévolo para los totalitarismos. Los birlibirloques de reduplicación virtual del candidato “insumiso”, el tráfico de red masivo de la candidata “insurrecta” apuntan a un horizonte de futuro muy inquietante. No es sólo el fin de un régimen, el de la Vª República; es el fin del envite de transparencia colectiva al cual Europa llamó un día democracia. Y nadie sabe lo que viene luego. Ahora.

Esa desazón es lo crucial que se juega este domingo en Francia. Todo cuanto sabemos –los sondeos sobre todo– es un riguroso tejido de ficciones, una primorosa matemática de las falsificaciones. Todo sucede entre las sombras de lo manipulable. El editorialista de Charlie Hebdo cifraba muy bien, ayer, el hondo malestar de quienes se resisten a ser tomados por perfectos imbéciles: “jamás un escrutinio nos habrá desasosegado más que éste”.

Hubo un tiempo –1973– en el cual Charlie se ciscaba alegremente en las votaciones, haciendo en portada suyo el éléctions piège à cons de Jean-Paul Sartre. Hoy se vive en una envenenada trampa. En la cual, cada salida da sobre el beneficio del Frente Nacional de Marine le Pen. Y, con él, sobre la definitiva voladura de la UE. Y, a partir de ella, con el retorno al peor tiempo de las tempestades de entreguerras: esa condensación de populismo y nacionalismo. Todas las opciones parecen envenenadas. Porque no hay más que le Pen –aunque sea en contra de ella– en la definición del tablero en juego. Ni Fillon ni Macron ofrecen más que eso en esta primera vuelta: ser el más adecuado para impedir el acceso del FN al Elíseo. Y, aunque esta vez Le Pen no gane, la Francia que saldrá de aquí será la que ella habrá determinado.