GABRIEL ALBIAC

¿Va a alterar el atentado del jueves una parte sustancial del voto del domingo en Francia? Me lo pregunto mientras subo las escaleras de la estación del metro Franklin D. Roosevelt, en los Campos Elíseos, a la altura del punto en el cual un policía fue asesinado anoche por un sujeto que emergió de su vehículo disparando un kalashnikov, sin más objeto que el de llevarse por delante el máximo de gendarmes antes de ser él mismo abatido. Hirió de gravedad a un segundo agente y a una turista alemana. No tenía la menor posibilidad de sobrevivir a su acción. Nada nuevo. La dinámica habitual de los alucinados que buscan la identificación mística con el Daesh.

Porque es de eso de lo que se trata, de una identificación mística. No organizativa. Cada vez más, quienes actúan son individuos que no han pisado nunca suelo sirio, que apenas han salido mucho más allá de esas sórdidas periferias urbanas en las cuales el islamismo radical y la delincuencia común se han ido amalgamando hasta hacerse indistinguibles y han acabado por configurar los “territorios perdidos de la República” que la ciudadanía percibe, cada vez más, como “Estados dentro del Estado”, como universos cerrados, impermeables a la ley y aun a la sociedad moderna y a sus más compartidos valores. Pero la sociedad –aún más que la naturaleza, para la cual acuñaron los clásicos la fórmula– “aborrece el vacío”. El hueco que cedió la República ha sido obturado por los profetas de la vieja ley salafista. El yihadismo no ha sido, en esas periferias, un movimiento religioso. No sólo, ni siquiera en primer lugar. Ha sido, ante todo, una hermandad, a mitad de camino entre el reconocimiento étnico y la autoprotección mafiosa.

El autor del asesinato del jueves en los Campos Elíseos da el modelo exacto de esa comunidad de condenados. Del narcotráfico y la pequeña delincuencia a la cárcel. Y es allí, en la cárcel, donde el odio se reviste de una envoltura piadosa irrisoria. Pero eficacísima. Karim Cheurfi había sido ya condenado en 2005 a quince años de prisión por tres intentos de asesinato, de los cuales dos tenían por objetivo a policías. Después de su salida en 2013, siguió una carrera de delincuente menor y fue investigado, hace dos meses, por proclamar su proyecto de volver a intentar el asesinato policial. ¿Era un hombre del Daesh? Era una máquina de rencor. Daesh le proporcionó las siglas bajo las cuales hacer de su miseria una oscura teología. No es demasiado verosímil que nadie en el Daesh mismo supiera de su existencia antes de que ejecutara su sombrío sacrificio. Incluso, al reivindicar la acción, el comunicado del Estado Islámico confunde su nacionalidad y su nombre. Es la estrategia habitual. Cualquier pobre diablo puede erigirse en héroe merecedor de todas las huríes celestes. Daesh adoptará su nombre y le dará la contraseña para entrar al paraíso: una estrategia eficaz y barata. No requiere organización. Ni siquiera más armas que las que ya se mueven para el delito común en las rudas periferias en donde su cultivo prolifera.

¿Va a hacer caer, ese bárbaro estallido de irracionalidad, la decisión del votante en las elecciones más decisivas del último medio siglo francés? Salgo del metro que tomé en la estación de Ternes, junto al local en el cual Marine le Pen acababa de dar su último comunicado antes de cerrar, como todos los candidatos menos Mélenchon, los actos finales de su campaña en señal de duelo: “Una vez elegida Presidenta de la República, pondré en marcha inmediatamente y sin debilidad mi plan de batalla contra el terrorismo islamista y el laxismo penal para proteger a los franceses”. No hay demasiadas dudas sobre lo que eso significa. Pero Marine le Pen no conserva nada de la grandilocuencia de su padre. Y es eso lo que da miedo. De aquellos excesos retóricos del viejo tribuno, uno salía con una mezcla de comicidad y anacronismo. Y extraía la clara conclusión de que jamás cosa tan ridícula llegaría lejos. Ahora que Marine sabe su posibilidad real de ser Presidenta, lo primero que ha hecho ha sido decapitar al progenitor. Con Jean-Marie expulsado del FN, el veto simbólico que de él heredara se desdibuja. Y todo pasa a ser posible. Jean-Marie hubiera proclamado lo mismo a destemplados gritos. Generando, en partes iguales, asco y risa. En la voz de Marine, suena con la frialdad de un enunciado matemático.

¿Será escuchada? Salgo a los Campos Elíseos. Anoche, tomados militarmente. Hoy, en el esplendor turístico de una preciosa primavera. Hay ramos de flores en el lugar en que el gendarme fue abatido. Lo demás persevera en su rutina. Ni siquiera hay a la vista más gendarmes de los que patrullan allí en un día cualquiera. A la vista, al menos. Desciendo, camino de la pirámide de cristal del Louvre. La cola ante la suntuosa exposición del centenario de Rodin es tan larga como cada día. Maldigo la ausencia de tiempo que me impedirá encerrarme en el Grand Palais y olvidar, en el intemporal sosiego de las prodigiosos esculturas rodinianas, este momento siniestro que nos envuelve a todos. La rueda de la fortuna, a la entrada del jardín de las Tullerías, sigue girando, perezosa y atiborrada de turistas. Como cada día. Esta ciudad es así. La he visto reaccionar en sus más duros momentos. Después de Charlie Hebdo, después del Bataclan… Y he sabido que no, que no había que “rezar por París”, como la bienintencionada tontería en inglés, pray for Paris, pedía. No, no rezar. Ni compadecer. Sólo entender su fuerza. Y admirarla.

Y, en ese instante en el cual reconozco sobre París los mismos rostros estoicos de siempre, en ese instante mismo, mi pregunta al salir del metro se me vuelve estúpida. No, ni un solo voto se perderá en París a causa de un animal sin más neurona que su kalashnikov. Ni un solo voto. Ni una sola inteligencia.