De ese fin de época habla el ascenso de Macron y la voladura del PS en Francia. De él habla la gangrena del PSOE aquí.

GABRIEL ALBIAC

Los de mi edad hemos vivido un ciclo histórico que ahora se cierra y nos hace excedentarios. Se abrió en 1948, cuando la Guerra Fría inicia su medio siglo de esplendor paradójico. Paradójico, porque entre 1948 y 1989, sucede una guerra mundial. Sin metáfora ni atenuantes. Una guerra que, a diferencia de las dos anteriores, se despliega fuera del suelo europeo. Y que tiene en Europa a su principal beneficiario: lo que Suiza fue para la Segunda Guerra Mundial, el Viejo Continente lo ha sido para la Guerra Fría. La Unión Soviética y los Estados Unidos se desangraban, física y económicamente, sobre buena parte del planeta. Costes como los de Vietnam y Afganistán, por dar sólo dos ejemplos, no son perpetuamente compatibles con el ascenso económico de una nación. Al fin, todos sabían que ese pulso lo acabaría decidiendo la resistencia material. Que la única incógnita era cuál de las dos economías quebraría primero. Fue la URSS.

Europa occidental, bajo protección militar estadounidense, operó en esos años como un mercado neutral y como un escaparate de opulencia. El espectáculo es un arma de guerra. Recuerdo el ansia con que los ciudadanos de Berlín Este conectaban con la televisión del otro lado. No para buscar consignas de libertad política; para extasiarse ante el lujo que rebosaba de los televisores. La propaganda eficaz contra las dictaduras del Este europeo no tenía textura política; era saturación de spots publicitarios: coches, mansiones fabulosas, damas elegantes, pedrería… No había más que saltar el muro para tener eso. Y esa ilusión movió más voluntades que todas las lecturas de Tocqueville, Constant o Hayek. Y está bien que así fuera. Nadie que no lo haya visto puede imaginar lo que era la miseria grandilocuente de aquello.

Había también, claro está, el otro lado de la guerra. El que exterminaba población por millones en el lejano e indiferente tercer mundo. Algún día será preciso abordar esa contabilidad macabra. Puede que entonces nuestras dos guerras europeas queden en sólo anécdota.

Y eso es lo que ha acabado ahora. Aunque sus determinaciones materiales se extinguieran en 1989, la inercia del viejo mundo ha ido llegando hasta hoy. La gran recesión de 2008 puso punto final al tránsito. Y Europa se despierta en la constancia de no tener ya función internacional alguna: ni en lo político ni en lo económico. Ni siquiera la de elegante escaparate, que hizo su lujosa gloria en la segunda mitad del siglo XX. Y, a partir de ahí, todo el modelo político alzado en 1948 deja de tener función. La socialdemocracia, que debía absorber el voto de una izquierda ciudadana tentada por el comunismo, carece de papel propio en esta Europa cuyo welfare state es, con diferencia, el más confortable del mundo. El modelo alternante “izquierda/derecha” no significa ya nada.

De ese fin de época habla el ascenso de Macron y la voladura del PS en Francia. De él habla la gangrena del PSOE aquí. Es la gran reconversión. De cómo se consume, pende nuestro futuro.