Pasan los hombres, la humanidad surge y se extingue en un pestañear de las galaxias. La matemática persiste.

GABRIEL ALBIAC

El relato, de contención maravillosa, en el que Yasunari Kawabata despliega las estrategias de su Maestro de Go hace un paréntesis para reflexionar sobre la impotencia occidental a la hora de engarzar las complejidades de este juego milenario –la leyenda le da 4,000 años, la arqueología rastrea algo menos de 3,000–, más allá de lo que lo haría un adolescente japonés no muy dotado. La semana pasada, una brillante británica de siete años pulverizó el mito. Ante ella, el actual campeón del mundo, el gran maestro chino Ke Jie, se vio infligir una hiriente derrota en tres partidas por 3-0. Hace poco más de un año, fue el legendario maestro sur-coreano Lee Sedol (con 16 triunfos internacionales, el segundo más grande campeón en la historia del Go) quien hubo de rendirle armas, en esa implacable guerra de piedras negras y blancas con movimiento simple sobre el tablero, por 4-1.

La criatura británica se llama AlphaGo. Fue Creada por DeepMind en 2010. Por entonces, el Go no era juego de máquinas. Cuando, en 1997, su hermana Deep Blue derrotaba a Kasparov en la más épica batalla de ajedrez después de Bobby Fischer, los primeros programas informáticos provocaban las chanzas de los grandes –y menos grandes– maestros orientales. Las máquinas fueron vapuleadas, como se vapulea a un niño que pretende jugar con los mayores. Cuarenta años de aprender crearon a la imbatible. AlphaGo, ahora, los ha liquidado a todos. Su superioridad es tan insultante que Google DeepMind ha decidido retirarla definitivamente de las competiciones, ese solaz de niños grandes. Pero no hay ya cura a tal herida. Después de Deep Blue y de su suprema hermana AlphaGo, nadie está autorizado a ignorar el quiebre final de las cómicas pretensiones supremacistas de la humana “caña pensante”, cuya fragilidad daba risa al más grande de los geómetras del siglo XVII.

AlphaGo: digo “máquina”, sin más, y yerro. No es una máquina. La máquina es sólo el soporte de otra cosa: un algoritmo numérico refinadísimo, software, red de secuencias binarias que ninguna mente alcanzaría abarcar ni aun por metáfora aproximativa. Si hay algo que se acerque a lo que Baruch de Spinoza llamaba Dios –la infinita red de determinaciones causales que genera cada realidad concreta–, es, con la mayor exactitud, eso.

Puede que nuestra limitada mente no esté siquiera capacitada para apreciar la trascendencia de un duelo, el de los grandes maestros devastados por AlphaGo, a la vista del cual todos nuestros juegos, nuestros combates –aun los más espantosos, aun los más sangrientos– resultan pueriles. Pasa la humanidad. Go! La matemática persiste.

Habrá quien llame a eso una tragedia. Yo lo veo como el instante más bello de esa edad moderna que la máquina aritmética de Blaise Pascal inauguraba en 1642. El momento más intenso de la historia de los hombres, puede: su crepúsculo. En un pestañear de las galaxias.