Enlace Judío México.- Un libro reconstruye la noche en la que la condesa Margit Batthyány-Thyssen ofreció una fiesta en la que algunos asistentes y miembros de las SS asesinaron a 180 judíos.

CLARA FELIS

Los corchos de champagne salían disparados en todas las direcciones. Subía la espuma. El agudo de las risas fáciles. El color de los blancos rostros de condes y duquesas. «¡Brindemos!», repetían de manera encadenada. Sonidos y gritos de júbilo que marcaban el compás del frenético acordeón. Aquel que se paseaba por todos los salones del castillo de Rechnitz contagiando el nervio de las melodías tradicionales húngaras. Nazis y aristócratas rodeaban al intérprete, cuyo virtuosismo difuminaba los intervalos armónicos. Agudos. Estridentes. Pegadizos.

Es la noche del 24 al 25 de marzo de 1945. Margit Batthyány-Thyssen, hermana mayor del barón Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza y mujer del conde Iván Batthyány, ha organizado este festín. Entre sus selectos invitados hay miembros del partido nazi, como Franz Podezin, suboficial mayor de las SS, miembro de la Gestapo y uno de sus famosos amantes. Le acompañan Josef Muralter o Joachim Oldenburg. Todos ellos bailan alrededor del músico húngaro. Borrachos. Rojos. Hinchados. Aplauden y giran sobre sí mismos mientras alaban al Führer. Ritual de trance del mundo ario.

Ante este guirigay, Franz Podezin se retira a una habitación contigua. Le llama un camarada del partido. Parece urgente y delicado. Doscientos judíos de Hungría acaban de llegar a la estación de ferrocarril de Rechnitz y lo único que se sabe es que parte de ellos están cavando una zanja para frenar el avance del Ejército Rojo. Están a escasos metros del castillo y tienen tifus, según apunta el camarada. “¡Maldita guarrada!”, exclama Podezin, que cuelga con fuerza el teléfono ante la rabia. La decisión está tomada: “Hay que liquidarlos a todos”.

Sin dudar, llama a Hildegard Stadler, directora de la Liga de Muchachas alemanas de Rechnitz para formar un improvisado batallón. Trece invitados de la fiesta se alistan. Ni se quitan el frac. Cogen sus fusiles y municiones y ponen rumbo a la entrada del pueblo. Unos van en coche. Otros a pie. Son las 11 de la noche. “¡Al fuego con vosotros, cerdos!”, grita Josef Muralter entre el éxtasis y la adrenalina en un cóctel de armas y alcohol. Les obliga a desnudarse. Cuando todos se arrodillan junto a la fosa, comienzan los disparos. Cada cuerpo cae sobre otro formando un pequeño montículo. No hay distinción de sexo ni edad. Todo se confunde en la misma masa. Es medianoche y toca volver al baile. Podezin, que ha disparado a cada uno de los hombres y mujeres que tenía delante, baila más eufórico que nunca. Vuelven los licores. Invita la casa. Brinda el partido.

Al día siguiente mueren 18 judíos más. Aquellos que consiguieron salvarse durante 24 horas. El tiempo que se les dio para sepultar a sus compatriotas. De sus restos nadie sabe nada. Los 180 cadáveres desaparecieron engullidos por la tierra y la destrucción de pruebas. Hasta hoy.

Sacha Batthyány, el sobrino periodista de Margit Batthyány-Thyssen, reconstruye el libro familiar en La matanza de Rechnitz: Historia de mi familia (Seix Barral), que acaba de ser editado en España. “Quería averiguar qué sucedió realmente aquella noche. Quería saber por qué mi familia nunca habló de eso y por qué nunca oí hablar de esta ciudad. Cuando empecé no tenía ni idea de dónde terminaría el viaje, que me ha llevado siete años”, reconoce el propio escritor. “Estaba frente al ordenador y me preguntaba ¿Qué puedo revelar y qué partes me guardo para mí? Pero esa era la clave y tuve que posicionarme”.

Ni Margit, la perfecta anfitriona, ni sus invitados sufrieron duras represalias porque dos de los testigos principales del caso murieron. Karl Muhr, armero del palacio y quien facilitó la munición a los invitados, fue asesinado en 1946. Lo encontraron en el bosque muerto junto a su perro. El segundo testigo, Nikolaus Weiss, sobrevivió a la matanza porque se escondió en un cobertizo de una familia de Rechnitz. Murió también en 1946 después de que su coche fuera tiroteado.

Una vez finalizada la II Guerra Mundial, hubo condenas para Josef Muralter, cinco años de cárcel; para Ludwig Groll, ocho años de prisión; y para Eduard Nicka, tres años de cárcel.

Sin embargo, los dos culpables principales, Franz Podezin y Joachim Oldenburg, huyeron gracias a la ayuda de Margit, según se establece en una comunicación judicial fechada en 1963. “Llegué a la conclusión de que la tía Margit, como solíamos llamarla, no estaba directamente involucrada en el tiroteo. No apretó el gatillo. Pero ella aplaudió. Ayudó a los culpables de la masacre a salir de Europa después de la guerra y sabía lo que pasaba. Vivió una vida en plan jetset entre Montecarlo y Saint Moritz y esto es despreciable”, confiesa Sacha haciendo una dura autocrítica familiar.

Como descendiente de esta nueva generación, Batthyány ha decidido salir del rincón de los «topos», como calificó su abuela Maritta en una ocasión a los suyos. A diferencia de Margit, a Maritta sí le pasó factura el silencio, que trastocó su sueño y su conciencia. Llevar consigo el secreto de los Mandl fue una carga demasiado pesada para su frágil estructura emocional.

Aquella familia judía pudo haberse salvado si el miedo y la falta de reacción no la hubieran paralizado. Si hubiera rescatado a Agnes y Sándor Mandl de los trenes de Auschwitz. Si en vez de mantener viva la versión falsa sobre la muerte de sus padres hubiera contado la verdad. No fue un suicidio. No tomaron veneno. Fue un asesinato por la espalda ejecutado por los nazis en julio de 1944. Lo vieron sus ojos en su propia casa. «Podría haber salvado al menos a los Mandl. Al menos a ellos», confiesa la misma Maritta en sus diarios.

Son precisamente estas líneas las que le han permitido a Sacha redibujar el árbol genealógico de sangre, culpa y redención. “En mi familia hay una tendencia a ocultar las cosas. Mi abuela escribió sobre ello en su diario. Así que cuando oí hablar de la historia en Rechnitz, simplemente me pareció curioso. También me enfadé, ya que nadie en mi familia se puso de pie contra tía Margit”, agrega Sacha Batthtány.

Algo que no le ocurre a él, que decide irse a Buenos Aires para confesarle tanto a Agnes, que fue deportada a Auschwitz a los 18 años, como a su familia, la verdadera historia. Como le ocurrió a Maritta cuando intentó localizarla en el campo de Kistarcsa, él tampoco pudo. Ahora no había ningún guardia que le comunicara que no vivía allí. La oposición fue por parte de la propia familia. Misma situación. Diferentes protagonistas y línea temporal.

“No decidí esconder la verdad, pero la elección de las hijas de Agnes fue no decirle lo que pasó. Tenían miedo y sería abrumador para ella, que tiene 90 años. No estuve de acuerdo al principio, pero luego la verdad es que retrocedí. El diario me cambió mucho. Encontré muchas similitudes entre nuestro comportamiento, aunque, por supuesto, vivimos vidas muy diferentes”.

 

 

Fuente:elmundo.es