AARON DAVID MILLER

La guerra árabe-israelí que tuvo lugar en junio de 1967 fue sin lugar a dudas un importante hito en la historia moderna del Medio Oriente y un punto de inflexión fundamental en el conflicto árabe-israelí. Al capturar Cisjordania, Gaza, el Golán y Jerusalem Este, Israel creó nuevas y duraderas realidades que enmarcarían la búsqueda de la paz y las guerras durante los siguientes 50 años. Para los palestinos, la experiencia sería particularmente amarga.

Al mismo tiempo, la noción de que los proverbiales seis días de guerra crearon un Séptimo Día figurativo – una especie de sombra oscura bajo la cual el conflicto árabe-israelí se ha desarrollado, inexorable y deprimentemente, estos años – es demasiado simplista.

La guerra creó su parte de las crisis, pero también generó oportunidades y una nueva dinámica más pragmática entre los países árabes y los palestinos, que al menos parcialmente revertieron los resultados de la guerra misma y transformaron gran parte del panorama árabe-israelí.

Con esto en mente, presentamos algunos mitos sobre la centralidad y el impacto de la guerra que requieren examinarse de nuevo.

“La guerra de 1967 fue el más consecuente e impactante de los conflictos entre Israel y los árabes”.

No tan rápido. Es evidente que la guerra de 1967 tiene un perfil mediático, político y conmemorativo más actual que cualquier otra guerra árabe-israelí. La impresionante velocidad de la victoria militar israelí; la magnitud de la derrota árabe; la captura de Jerusalem; La naturaleza imperecedera de la ocupación israelí y los asentamientos, todos estos elementos garantizaron ese alto perfil.

Sin embargo, se puede argumentar que el conflicto de 1948 fue más fundamental, creando como lo hizo el Estado de Israel, el problema de los refugiados palestinos y un cambio en la política árabe que vería varios golpes y revoluciones. Y son las “cuestiones de identidad de 1948” – los refugiados y la aceptación de un Estado judío – las que siguen siendo hasta el día de hoy entre las cuestiones más difíciles de negociar.

Tampoco podemos minimizar la importancia del conflicto de octubre de 1973. La guerra de 1967 llevó a un estancamiento de seis años que terminó sólo con el ataque egipcio-sirio de 1973 y la subsecuente diplomacia estadounidense. De hecho, fue la guerra de 1973, no la de 1967, la que vería a Harold Saunders, subsecretario de Estado para Asuntos del Cercano Oriente, acuñar el término “proceso de paz”, muy célebre y calumniado, en los alrededores de Kissinger y que más tarde sentaría las bases del tratado de paz egipcio-israelí.

“Hubo verdaderas oportunidades perdidas para lograr acuerdos entre árabe e israelíes después de la guerra”.

No exactamente. Hubo una serie de iniciativas, declaraciones y maniobras de Estados Unidos y Rusia durante la posguerra. Y en noviembre de 1967, la Resolución 242 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas estableció los principios de las negociaciones de paz entre árabes e israelíes, representando el legado diplomático más importante de la guerra. Pero las hipótesis de contraste son en el mejor de los casos difíciles y arriesgadas. En base a mi experiencia personal como asesor de las negociaciones árabe-israelíes entre 1988 y 2003, puedo asegurar que los diplomáticos y los artífices de la paz imaginaban oportunidades donde no las habían.

El 19 de junio de 1967, el gabinete israelí decidió secretamente intercambiar el Sinaí y el Golán por acuerdos de paz con Egipto y Siria; Pero no se llegó a un consenso sobre Cisjordania, aunque el gabinete acordó incorporar Gaza a Israel y absorber a los refugiados en otras partes de la región. La propuesta del gabinete fue aprobada con un solo voto; las divisiones entre los militares y los políticos (y dentro de estos grupos, también) hicieron que la iniciativa sea casi impensable. Mientras tanto, tras su derrota, los árabes, estaban más concentrados en arreglar sus propios asuntos y conservar una cierta unidad ante su última humillación militar. Incluso si la oferta israelí se hubiese concretado, habría enfrentado grandes dificultades. La guerra de desgaste por parte de Egipto y el endurecimiento de las actitudes de los árabes parecía hacer imposible cualquier proceso. Las tres negativas de los árabes en la Cumbre de Jartum en agosto de 1968 – no a la paz; no a las negociaciones; no al reconocimiento – parecían resumir el estancamiento, aunque el presidente de Egipto, Nasser, aparentemente estaba dispuesto a considerar la mediación de Estados Unidos y Rusia y la desmilitarización de los territorios ocupados.

“La guerra fue un desastre absoluto para los palestinos”.

No totalmente. Es cierto que la guerra de 1967 (conocida como Naksah, o Retroceso, a diferencia de la guerra de 1948, conocida como la Nakba o Catástrofe) fue otra derrota para los palestinos. Dependiendo de si usted cree en fuentes israelíes o jordanas, otros 175.000 o 250.000 palestinos abandonaron Cisjordania. Pero la guerra llevaría consigo un conjunto no intencionado de consecuencias que definirían nuevamente el movimiento nacional palestino. La deshonra de los países árabes, la bancarrota del nacionalismo árabe en particular, obligaría a los palestinos a reaccionar por su cuenta; ellos, no los regímenes árabes, se convertirían en el símbolo del nuevo hombre árabe nacido en medio de la derrota pero aún invicto.

En 1968, Yasser Arafat asumiría el control de la Organización para la Liberación de Palestina; dos años más tarde en la cumbre de Rabat, la OLP sería reconocida como el único representante legítimo de los palestinos. Y los palestinos empezarían a hacer la transición de los refugiados desafortunados en las décadas de 1940 y 1950 a los terroristas y guerrilleros de los años 60 y 70 y los interlocutores políticos de los años ochenta. Por más políticamente inconveniente, a pesar del dolor, el desarraigo y el desplazamiento, la derrota árabe fortaleció la identidad palestina y colocó a los palestinos en el mapa político.

“La guerra de 1967 fue una catástrofe para la paz”.

No exactamente. En términos estratégicos, la guerra de 1967 creó una nueva realidad que no se puede negar: la debilidad de los países árabes y la rápida desaparición de la perspectiva de destruir a Israel por la fuerza, incluso en etapas. La retórica árabe siguió siendo eliminatoria. Pero los resultados de la guerra de octubre de 1973 – en la que Israel estuvo a punto de destruir el Tercer Ejército egipcio, las estaban FDI a corta distancia de Damasco y el Rey Hussein de Jordania permanecía al margen – confirmó lo obvio: independientemente de lo que los árabes sientan en sus corazones, sus manos no eran capaces de deshacerse del Estado judío.

La conclusión del acuerdo de no agresión con Siria en 1974 y el tratado de paz con Egipto en 1979 hicieron que una guerra de dos frentes contra Israel sea prácticamente imposible. Los crecientes lazos entre Washington, El Cairo y Amán reducirían aún más los riesgos de un conflicto de Estado a Estado. De hecho, a finales del siglo XX hubo una gran guerra árabe-israelí cada diez años aproximadamente: 1948, 1956, 1967, 1973 y 1982. La década de 1990 fue la primera sin una de estas guerras, y en los últimos 35 años no se ha dado un conflicto entre Estados, aunque ocurrieron conflictos asimétricos entre Israel, Hamas y Hezbolá. Sin embargo, el creciente acercamiento entre Israel y los países sunníes del Golfo en particular, demuestra un nuevo pragmatismo nacido de una percepción de una amenaza común de los yihadistas iraníes y sunníes y de la fatiga de los países árabes por la cuestión palestina.

“Cincuenta años después, árabes, israelíes y palestinos están dispuestos a resolver el conflicto”.

No estén tan seguros de ello. El hecho de que el compromiso del presidente Trump de lograr “el trato final” coincida con el aniversario de 50 años de no haberlo logrado debería ser una advertencia. Existe, sin duda, la posibilidad de una nueva oportunidad: un nuevo e impredecible presidente estadounidense que se compromete, al menos retóricamente, con un acuerdo israelí-palestino, y una aparente voluntad de los árabes sunitas de acercarse a Israel. Los países árabes pueden facilitar y complementar lo que hacen los israelíes y los palestinos, aunque no pueden sustituirlos.

Sin embargo, en el centro del conflicto existe una realidad que no muestra signos de cambio: las diferencias en los temas centrales – las fronteras de 1967, el estatus de Jerusalem, los refugiados palestinos, la aceptación de Israel como un Estado judío. Sin superar estas diferencias, es difícil imaginar que el nuevo proceso de paz termine bien. Y en este sentido, las sombras de las guerras de 1967 y 1948 probablemente seguirán afectando.

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