El jueves pasado, en el palacio arzobispal de Palermo, hubo un acontecimiento esperanzador y bello. Era el colofón de un hecho anterior, cuyo profundo simbolismo nacía de la reparación histórica y de la voluntad de entendimiento. En estos tiempos de gentes que matan en nombre de dioses oscuros, una noticia de esta fuerza nos recuerda que los únicos dioses posibles habitan en la luz.

PILAR RAHOLA

Los hechos cabalgan entre tres fechas: 12 de enero de 1493 y 12 de enero y 29 de junio del 2017: un periodo que abarca 524 años y que, sin embargo, no ha sido óbice para hacer justicia. Se trata de la decisión que tomó a principios de año monseñor Corrado Lorefice, arzobispo de Palermo, de ceder gratuitamente (commodato d’uso) el oratorio de Santa María del Sábado a la comunidad judía local para que pudiera instaurar, en dicho edificio, la antigua sinagoga de Palermo. Monseñor escogió el 12 de enero porque ese mismo día, cinco siglos ­antes, se cumplía el plazo dictado por el rey Fernando el Católico para que los judíos abandonaran Sicilia, no en vano Sicilia formaba parte de la co­rona catalana, confederada con la ­castellana por el matrimonio de Fernando con Isabel. Fue entonces cuando la Iglesia de Palermo confiscó la Gran Sinagoga de la capital siciliana, la derrocó y, sobre sus ruinas, erigió la iglesia de San Nicolás de Tolentino y el oratorio de Santa María del Sábado. Y hoy, un arzobispo católico la retorna a la comunidad judía, 524 años después.

Un proverbio judío asegura que la espada apareció en este mundo debido al retraso de la justicia, y en consecuencia lógica, cuando aparece la justicia, retrocede la espada. Así ha sido con este gesto de la Iglesia católica, cuyo profundo simbolismo se asienta en tres virtudes trascendentes: la reparación de un acto injusto, el mensaje de la concordia espiritual y el triunfo de la tolerancia por encima de la arrogancia, la prepotencia y el poder. Tantos siglos después, un gesto de generosidad católica repara algo del inmenso dolor que, en nombre de la cruz, se infligió al pueblo judío.

Como todo acto bueno tiende a multiplicarse, la Fundación Raoul Wallenberg –que se concentra en premiar a “los salvadores”, tanto de vidas humanas, como de patrimonio cultural– ha concedido su medalla de honor al arzobispo Corrado, una alta distinción que nunca, antes, había recaído en un representante de la Iglesia católica. Se cierra así un círculo de buenos actos y bellas intenciones que envía un mensaje revolucionario, en tiempos de desconcierto, confrontación y desencanto: los dioses son un instrumento para el bien cuando se miran a la cara y se sonríen. Y su mensaje espiritual sólo puede calar hondo cuando se basa en la justicia. En Palermo se acaba de reparar una maldad histórica. Con ello, la cruz católica y la Maguen David se han dado la mano y han recordado lo esencial: no hay Dios posible en la intolerancia.

 

 

Fuente:cciu.org.uy