Enlace Judío México.- “Tenga coraje”. ¿Para qué, José?. “Para contar lo que pasó allí”. Así acabó hace dos meses la conversación con el prisionero José Marfil y así empieza esta historia. Allí es Mauthausen. Allí es Gusen. Y allí es Auschwitz o Dachau. También Gross-Rosen. O Buchenwald. A las cosas hay que llamarlas por su nombre, pero aquí sobra con un allí, un simple adverbio de lugar… De un maldito lugar. Y allí surgió una pelota de trapo, apenas un trozo de papel, cuero y cordel. Entre el horror, la brutalidad y el asesinato, en medio del infierno, brotó un balón. Rodando por el suelo, color muerte.

Esta es la historia de los partidos que nunca tuvieron que existir. El fútbol entre muros, cercado por alambradas, esas que rodeaban los campos de concentración nazis durante la II Guerra Mundial. Pero, sobre todo, es el testimonio de José, de Cristóbal y de Siegfried, tres supervivientes de Mauthausen. Es su historia, la de los que lo vieron, la de los que lo vivieron. Nonagenarios que ni olvidan ni perdonan. Recuerdan. Reviven aquellos partidos tan reales como la vida misma, la que algunos hombres buenos salvaron por su habilidad con un balón. “El fútbol los libró de una muerte segura”. Lo dicen ellos. Es la palabra de José, de Siegfried, de Cristóbal… Y el relato de Luis Gil,Mariano Constante, Alfonso Maeso y otros tantos que, ya fallecidos, dejaron constancia por escrito.

Años 40 del siglo pasado. Mauthausen -ubicado en Austria, a 20 kilómetros de Linz, ciudad en la que Adolf Hitler pasó parte de su infancia- fue el destino de muchos de los republicanos exiliados tras la Guerra Civil Española y de otros deportados llegados de toda Europa. También, el primer campo de concentración construido fuera de Alemania. Y una fábrica de muerte que se cobró la vida de más de 120.000 personas. “Tuve la suerte de que no me escogieron en la primera selección, que era cuando los liquidaban al momento. Eso me salvó de ser exterminado al día siguiente”, asegura José Marfil, preso de Mauthausen número 3.787, trasladado a Gusen (12.342) después. Así se las gastaban los nazis. Pero allí encontró un hueco el balón. “El fútbol empezó con una pelota fabricada con trapos por los españoles. Había un patio grande y ahí se entretenían pasándosela entre ellos”, recuerda Siegfried Meir, prisionero 117.943. El castigo por mucho menos que eso era la ejecución inminente. Los otros presos no daban crédito a lo que veían. “Los alemanes y los polacos nos decían que estábamos locos, que los SS nos iban a matar a palos, que aquello estaba prohibido. Nosotros considerábamos que, prohibido o no, lo importante era levantarnos la moral. Los españoles […] estábamos en Mauthausen desde hacía de tres a seis meses. Y notábamos que nuestras fuerzas empezaban a declinar”, recuerda Luis Gil en su testimonio recogido en ‘El Triángulo Azul’, de Mariano Constante y Manuel Razola.

He aquí los orígenes del fútbol en el campo de concentración. Documentado está que el primer convoy de españoles llegó a Mauthausen en agosto de 1940, por lo que, según se desprende del recuerdo de Luis Gil, cuya fecha de entrada data del 8 de septiembre de ese año, si llevaban allí entre tres y seis meses cuando fabricaron aquella pelota de trapo, el fútbol empezó entre finales de 1940 y principios de 1941. He aquí también un triunfo moral de los cautivos sobre sus captores nazis, un golpe anímico para la supervivencia. “Si bien este partido no entrañaba, desde luego, el menor interés deportivo, sí, en cambio, constituyó nuestra primera victoria sobre los SS. Porque, contrariamente, a todo cuanto nos habían predicho, no se opusieron […] Nos sentimos fuertes”, continúa Luis Gil.

Los SS, aburridos de vigilar a los presos, encontraron un filón, un entretenimiento en aquello que el coraje y la osadía de los españoles había puesto en marcha. “Los nazis entraban poco en el campo, pero lo supervisaban todo por encima de la muralla, desde los miradores. Y uno de los jefes los había visto jugando desde el otro lado. Así que hizo llamar a Navazo y le dijo: ‘Veo que eres muy bueno. Puedes organizar aquí partidos. Nosotros os daremos las botas y el balón”, comenta Meir. Fue una orden. Y una autorización, porque a Franz Zieris, el comandante de Mauthausen, y a Georg Bachmayer, su ayudante, les gustaba el fútbol. El camino estaba libre. Era el principio de lo que con el tiempo se convirtió en una costumbre: los partidos. Siegfried le menciona por el apellido, Navazo, pero su nombre es Saturnino. Saturnino Navazo, prisionero 5.656, burgalés, nacido en 1914 en Hinojar del Rey, pueblo que le honra con una plaza y una placa conmemorativa, futbolista semiprofesional en los años 30 y actor principal de esta historia. Jugó en el Deportivo Nacional, uno de los clubes más reconocidos de la época en Madrid, ganó la Copa de Castilla y después de su cautiverio en Mauthausen continuó su carrera en un equipo de Francia, donde centró su residencia. “Navazo, que era centrocampista, organizaba los partidos en el campo de concentración entre las diversas nacionalidades: franceses, húngaros, españoles… Lo hacía para el placer de los alemanes. Pero él estaba encantado, porque el fútbol era lo que más le gustaba. Además, mientras jugaban pensaban en otra cosa, se olvidaban del infierno en el que estaban”, relata Meir.El futbolista y el niño que no temía morirLa familiaridad de Siegfried para referirse a Navazo tiene una explicación. Fueron más que compañeros de cautiverio y sus vidas se unieron para siempre en Mauthausen. “Tenía 10 años cuando llegué, tras haber estado dos en Auschwitz. Yo estaba solo, era un niño, pelo rubio y ojos azules, y hablaba alemán. No tenía miedo a morir, porque ya me había salvado varias veces de lo peor. Cuando llegó mi turno para quitarme la ropa y raparme el pelo, como no quería, monté tal escándalo, gritando, que el nazi que estaba vigilando se acercó a preguntar qué pasaba. Y le chillé también: ‘Este imbécil me quiere cortar el pelo’. Como era el único niño del convoy, me preguntó por qué estaba allí. Y aún, hoy en día, no me explico cómo ese guarda tuvo una especie de compasión. Pero no me raparon y me dijo que me iban a llevar a la barraca de los españoles. Creía que me decía eso para quitarme del medio. Los nazis engañaban mucho. Pero no fue así. Llamó a un hombre, que se acercó. Era Navazo”, explica Meir.

“Cuando nos vimos, él me miró, yo le miré, y hubo algo increíble. Era la primera vez que veía una sonrisa bondadosa, me dio confianza. El nazi le advirtió a Saturnino que, a partir de ahora, yo sería su responsabilidad. Él me dijo que siempre me quedara a su lado y yo le seguía como un perrito”, recuerda. Después de la liberación, Navazo, incapaz de abandonar a aquel niño rubio del que había cuidado en el infierno, lo adoptó como hijo y lo llevó con él a Revel, en Francia, donde comenzaron una nueva vida juntos. Así fue como el pequeño Meir, siempre al lado de Saturnino, el organizador de los partidos, se convirtió en el mejor testigo del fútbol en Mauthausen. “Para mí, Navazo era un ídolo. Cuando iba a jugar, como le veía antes hacer ejercicio para calentar los muslos, los tobillos… le preguntaba si le podía dar un masaje. Yo le llevaba las botas y los enseres”, dice Siegfried.

Al fútbol se jugaba los domingos, el día de descanso. Lo hacían en la Appelplatz, en la plaza principal de Mauthausen donde formaban los presos cada mañana. Los nazis proporcionaron todo lo necesario: botas, equipaciones, balones y unas porterías de madera. Meir, además, recuerda que había “algún entendido que era el árbitro y si no, lo echaban a suertes a ver a quién le tocaba”, afirmación apoyada por las memorias de Alfonso Maeso, cautivo en Mauthausen, las cuales recogen que “los partidos siempre estaban arbitrados por otro preso […] y vigilados por uno o dos soldados”.Sobre cómo eran las equipaciones, Siegfried no puede dar detalles, pero Maeso dejó escrito lo siguiente: “Aquellos que disputaban el choque podían desprenderse por dos horas del maldito traje rayado […]. Recuerdo que la escuadra española jugaba con la camisola rojiblanca y pantalón azul, similares a las que luce el Atlético de Madrid; mientras que los alemanes vestían camiseta azul y calzón blanco”.

Las noticias volaban. Pronto supieron de aquellos partidos en Gusen, subcampo situado a 4,5 kilómetros. “Un día dijeron que el comandante de Mauthausen había visto una pelota de papel. Entonces también formaron equipos de fútbol en Gusen I los españoles, los alemanes, los polacos, los checos… No recuerdo qué año fue, pero el primer partido de los españoles fue contra los alemanes y lo ganaron. Ese lo vi. Y me acordaré siempre del nombre del defensa, se llamaba Calpe. Jugaban en la plaza principal y tenían un balón normal, de los de la época”. Así lo recuerda Cristóbal Soriano, que había pasado por Mauthausen (4.534) y fue transferido después a Gusen, siendo allí el prisionero número 43.564.La anestesia del fútbolCada partido era un acontecimiento entre los cautivos. “Muchos iban a verlos. Se jugaban en la entrada de Mauthausen, en una plaza enorme. Lógicamente, el campo no tenía las medidas de uno normal. Era improvisado. Los domingos eran para descansar y limpiarse los piojos. Pero los presos a los que les quedaban fuerzas sí los veían. Los partidos se disputaban por la tarde. Y no era una Liga. Había naciones y, por ejemplo, España jugaba contra Hungría, o esta contra otra. Era lo que se podía montar cada semana, no era nada fijo”, explica Siegfried.”Todos no teníamos los mismos derechos y algunas cosas no las podíamos ver, pero el fútbol, sí. Paseábamos por el campo y lo observábamos. Pasábamos un rato. Olvidábamos un instante lo que estábamos pasando, pensábamos en otra cosa, pero lo que más nos preocupaba era cómo podíamos salir de ese infierno”, recuerda Soriano. Marfil, sin embargo, prestaba escasa atención a los partidos: “Lo único que me interesaba era acabar el día vivo; el fútbol, no. Si tenía un momento en el que no había nada que hacer, me iba al barracón e intentaba olvidar. Prefería descansar en un rincón”. Las condiciones de los presos eran muy duras. Infrahumanas. “El día que no te daban un palo era uno de suerte. Te levantaban a las cinco de la mañana y tenías que ir a trabajar con dolores o no”, cuenta Marfil. “Allí debías tener cuidado de que los que mandaban no dijeran algo de ti y te mataran”, recuerda Soriano, que explica cuál era el principal y mortal cometido de los presos en Mauthausen y en sus subcampos: “No mucho tiempo, pero sí trabajé en la cantera. Bajábamos y subíamos a diario varias veces los 186 escalones que conducían allí cargados con piedras de 50 kilos”.

Muchos presos, exhaustos, enfermos, desnutridos, ateridos de frío o ahogados de calor, no podían dar un paso más y caían rodando, impulsados por el peso de los trozos de granito que portaban. Cuando no eran los propios SS los que los empujaban escaleras abajo. O los gaseaban. O los apaleaban. O los ahorcaban… Múltiples y crueles eran las formas de morir. Pero entonces nacía la resistencia, el instinto de supervivencia. Y el fútbol en Mauthausen se transformó en una escapatoria de la muerte. Los SS trataban mejor a los futbolistas. ¿Por qué? Porque los querían en buenas condiciones para jugar. Eran su diversión.”Navazo, como todos, trabajó muy duro subiendo piedras para construir el campo cuando llegó a Mauthausen. Fue un calvario para él. Hasta que comenzó a jugar al fútbol, lo que le concedió un estatus un poco mejor y le dieron trabajo de ayudante en la cocina para pelar patatas, el mejor cometido que se puede tener en un campo de concentración. El fútbol le permitió dejar de cargar piedras, que era lo más duro y donde muchos compañeros suyos habían muerto. Para los que jugaban era un alivio. Les salvaba la vida y, por eso, lo hacían con muchas ganas. El fútbol les libró de una muerte segura”, rememora Meir.

“Los jugadores eran los enchufados, como les llamábamos. Les daban comida buena y más cantidad y tenían mejores empleos. Pero, bien entendido, así también ayudaban a sobrevivir a sus amigos”, afirma Soriano. “Los trataban algo mejor, es normal. Un hombre muerto de hambre y delgado no puede jugar al fútbol. Sabiendo quiénes eran los futbolistas, los kapos ya tenían órdenes de protegerlos un poco. El que pudo estar en el equipo, estuvo. Era natural que lo hiciera, porque fue un modo de continuar vivo”, explica Marfil.A pesar de ese estatus superior, los futbolistas también sufrían la brutalidad de los SS en Mauthausen. Muchos murieron allí. “Los jugadores no estaban en plena forma. A veces no tenían fuerzas para aguantar. Esto no se puede mirar como el fútbol normal. Allí las circunstancias eran tan difíciles… No tenían físico para aguantar con intensidad. Era como un partido de niños en el patio del colegio, pero con adultos”, continua Meir.

Eran muchos los que querían jugar, conseguir un salvoconducto para vivir. De ahí que se tuvieran que organizar pruebas de selección para estar en el equipo. “Navazo, que era jefe de barraca, iba a ver a otro de los jefes y le preguntaba si en su grupo había gente que jugaba al fútbol. A veces se presentaban algunos que no eran jugadores, pero lo hacían para buscar una oportunidad de no ir a trabajar. Entonces, Saturnino realizaba como un pequeño ‘casting’. Con los que sí sabían organizaba un equipo y después hacían un pequeño partidito”, comenta Siegfried.Navazo no fue el único. Se tiene constancia de otros jugadores que en uno u otro momento estuvieron en el equipo español de Mauthausen. Uno es Ramón Cuesta, un aragonés que compartió balón y trabajo con Navazo, ya que, como él, estuvo destinado en la cocina, según recuerdan su sobrina Rosa y su hija Francesca. Otro, Julio Casabona, veterinario y a veces portero del equipo. Y Antonio Pérez Galindo, malagueño que militaba en el Vélez C.F. antes de ser apresado y fallecer en el campo, era uno de los goleadores, según el periodista Jesús Hurtado. Otro preso que tuvo relación con el fútbol, pero del que se desconoce si jugó en Mauthausen, fue José Luis Almozara. Gaditano, emigró a Barcelona y militó en el Deportivo Saprissa, el equivalente a la cantera del Espanyol en los años 30. Fue gaseado en el castillo de Hartheim. Son sólo algunos nombres, unos pocos de los españoles que combatieron a la muerte con un balón. Y es la historia de los partidos que jamás se tienen que volver a jugar. José, ya está contada.

Fuente: Marca