Enlace Judío México.- Cuando trato como hoy, de plasmar por escrito los recuerdos de muchos acontecimientos de mi vida pasada, sobre todo los relacionados con mi mamá, no es fácil, pues todo me parece como un rompecabezas hecho con piezas de muchas personas distintas, entre ellas mis dos hermanos, mi familia, amistades, y por supuesto con piezas de mí misma.

SHULAMIT BEIGEL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Pienso que hay que tener mucha destreza para poder rehacer o reconstruir nuestra vida completa a partir de tal o cual recuerdo. Y más difícil aún es saber también cómo eliminar las piezas que fueron añadiéndose después, aquellas que tal vez son producto de nuestra imaginación o cosas que nos contaron, y que nada tienen que ver con la realidad, o por lo menos no con la realidad objetiva, si es que ésta existe. Saber reconocer lo esencial de nuestra vida, en torno a lo cual poder construir o más bien reconstruir nuestra historia personal, para que ésta tenga un sentido, tanto para nosotros como tal vez para nuestros hijos y nietos.

Mi recuerdo más nítido y que se fue repitiendo a lo largo de los años, no es el de las personas que se encontraban ahí en aquel entonces, sino el de la casa misma, donde vivíamos con mis abuelos paternos. Estábamos todos, supongo que era mi familia entera, en un largo corredor, mientras que afuera se escuchaba el detonar de las bombas y el espeluznante sonido de las sirenas, que anunciaban la obligación de meterse en los refugios antiaéreos que se encontraban en todas las casas y que perduran hasta el día de hoy en Israel.

Este corredor mortecino se me ha aparecido en mis sueños una y otra vez, y el sonido de cualquier sirena, sea de ambulancia o cualquier otro, me hiela la sangre, dejando mi rostro lívido como si fuera a desmayarme. A lo largo de mi vida me he despertado muchas veces con la sensación, tal vez falsa, tal vez real, de que me encuentro en aquella casa de mis abuelos paternos y de que me voy a morir.

Este miedo recurrente se apoderaba de mí sobre todo en las noches de mi infancia, con sus fantasmas irreales pero tan reales, que sólo desaparecían cuando veía, a través de la ventana de mi cuarto, los primeros rayos de luz.

Y entonces nuevamente llegaba el mundo maravilloso del sol, los pájaros, y las calles de Tel Aviv, hacia donde saltaba para jugar con mis amiguitas.

Era mi mundo propio. No el de mi madre.

El sentimiento de angustia causado por el miedo a la muerte ha sido una constante en mi vida, producto no sólo de aquel estar en un corredor del cual no se podía salir pues afuera estaba la guerra, sino que también tiene que ver con mi madre, sobreviviente del Holocausto, que ha sido la figura más importante en mi existencia y supongo que en la existencia de casi todas las personas.

No estoy segura quién me lo contó, si fue mi mamá o si fue producto de mi imaginación, ni siquiera recuerdo cuándo fue que lo supe, pero de algo estuve siempre segura, y es que había sido concebida, al igual que Dany, mi amigo de la infancia, básicamente porque mi madre y su mejor amiga, Magda, a quien conoció mi mamá en el hospital militar del ejercito americano que se encontraba en el campo de concentración en Buchenwald, querían estar seguras de que podían concebir. De cierta manera ambos niños fuimos un experimento. Y resultó, pues nacimos, Dany vive en Londres y yo aquí estoy, contándoles mi historia.

Nací años después, sin desearlo, en un país convulsionado por la llegada de miles de inmigrantes, sobrevivientes de una guerra que los había dejado sin familia, sin hogar, sin patria. Eran épocas de histérica alegría, mezclada con una profunda tristeza por lo que dejaban detrás de sí: padres, hermanos, esposos, hijos e hijas, a los que nunca más abrazarían, y un pedazo muy grande de sí mismos también quedó ahí, enterrado, en Europa, junto con sus esperanzas de vida.

Mi madre llegó a esa tierra sin querer llegar a ella. Muy joven y sin dientes por años de guerra y hambre, cosa que a esa edad en que otros se enamoran, reviste una importancia inigualable. No podía sonreír, y en las raras ocasiones en que lo hacía, era tapándose la boca. Y a pesar de ello, era bella. Alta, delgada, con una larga cabellera, pero una mirada siempre triste. Así era mi madre. Así por lo menos siempre la he recordado: triste.

Un episodio, de todos aquellos que me contaba, que siempre se me ha quedado grabado en la mente, es el encuentro o reencuentro de mi madre con su amiga Berta, también sobreviviente del campo, muchos años después. Sucedió de la siguiente manera: caminaban las dos en sentido contrario una de la otra y a gran distancia, cada una con su cochecito y en él su bebé.

Mi madre estuvo siempre segura que su amiga había fallecido en el campo de Bergen Belsen.

Berta pensaba lo mismo. En un primer momento no se reconocieron. De repente las dos se miraron como tratando de encontrar tras su apariencia cansada, triste y madura, el recuerdo de las muchachas lindas, jóvenes y risueñas que habían sido en otra época, cuando recién se conocieron al comienzo de la Guerra. La voz de Berta al ver a mi madre, en vez de reflejar sorpresa y alegría, sonaba lenta, triste y poco sorprendida: ¡Yetushka, estás viva! Las dos se abrazaron y rompieron a llorar desconsoladamente al mismo tiempo.

Ya no está. Cuando mi padre falleció, ella decidió saltar por los aires, llevándose las respuestas de muchos de nuestros enigmas. Ya nada la retenía a este mundo en el que sólo supo de tristezas, y muy pocas alegrías. Pero todavía hoy, muchas veces, me despierto de repente agitada, con un sentimiento de terror, sola en las tinieblas, o tal vez en una cámara de gas, sofocándome, y necesito de un tiempo para darme cuenta de que no, aquello ya pasó, nosotros, los hijos de los sobrevivientes, no lo vivimos en carne propia, pero heredamos heridas incurables, aunque yo soy yo, y no mi madre.

Pienso que existe una especie de cordón umbilical invisible que nos une a mis hermanos y a mí con ella, todavía, a través del cual nos comunicamos en un mundo que ya no está. El de nuestra infancia y adolescencia.

A pesar de tener una madre depresiva, nuestra vida ha sido alegre, probablemente porque ya desde pequeños los tres hemos tenido un gran amor por la existencia, un amor que nos ha definido siempre, con sus altibajos por supuesto.

A veces me da mucha pena que lo que haya caracterizado mi relación personal con mi mamá haya sido la tristeza. Es tal vez la relación más triste que he tenido en mi vida. Pero cada vez que la recuerdo sin embargo, veo a una mujer maravillosa a la que mucho le debo, en realidad, casi todo lo que soy, y hasta el amor a la vida, aunque esto pareciera una contradicción.

Un día, mi madre desapareció por unos meses, dejándonos a mi hermano Mija de tres años y a mí, que en aquella época tenía cinco, en casa de una tía, en la de mis abuelos, una casa que siempre recordaría como grande y bonita, y que resultó muchos años después pequeñita y fea. Así son los recuerdos.

Yo no sabía ni entendía muy bien por qué mi mamá se fue, pero mi padre me explicó que había viajado muy lejos a un lugar cuyo nombre me era desconocido: México, palabra que cuando la escuché por primera vez me pareció extraña.

Y un día, después de no sé cuántos meses, pues en aquella época de mi niñez yo no tenía una concepción real del tiempo, mi mamá se apareció como un fantasma, vestida con una ropa extraña, que más tarde supe que era una blusa mexicana y que me pareció en aquel momento muy bonita. Y unos días después mis padres me confesaron con un poco de temor que nos íbamos para siempre ahí, a ese lugar que sonaba raro, más allá de los mares, en un barco muy grande y donde seríamos felices. Fue en aquel barco grande que comencé una especie de exilio que iba a ser definitivo en mi vida.

Mi madre había nacido en una pequeña ciudad, Cyescyn, que perteneció a Alemania, luego a Checoslovaquia y Polonia y que finalmente desde antes de la Segunda Guerra Mundial volvio a ser parte de Polonia.

De una familia de hijos numerosos, extremadamente pobres, de una pobreza que en cierto momento llegó a ser insoportable, con doce personas viviendo en dos habitaciones. Cuando los rumores de la guerra parecían cada vez más certeros, una hermana partió hacia Francia y luego a México, y tres emigraron a Palestina, siendo que los otros se quedaron en Polonia. Mi madre, que era la más pequeña de entre todos, decidió que no podía abandonar a sus padres, quienes se negaron a irse de su pueblo, de su país, Polonia, pues ahí habían nacido, y se sentían totalmente polacos. Cuál no sería su sorpresa, cuando comenzada la guerra, sus padres, mis abuelos a quienes nunca llegué a conocer, fueron llevados a las cámaras de gas. Sus otros dos hermanos fueron asesinados aparentemente en la calle. Ella sobrevivió de una u otra manera, tal y como nos lo contaba, aunque ciertos secretos se los llevó a la tumba, pues nunca quiso hablar de ellos.

Días antes de que Bergen Belsen fuera liberado por los ingleses, los alemanes habían decidido matar a la mayor parte de los judíos que ahí se encontraban. Los subieron a tres trenes con destino desconocido. Un tren partió hacia el Este y fue liberado por los rusos. Otro llegó a Theresienstadt en Checoslovaquia, y el tercero, donde se encontraba nuestra madre, después de una travesía de seis días sin alimentos ni agua, el tren se paró sin explicación alguna frente a la ciudad de Magdeburg en Alemania. Las puertas se abrieron y todos los presos, al no ver soldados, comenzaron a saltar a tierra. Mi hermano Mija me contó que mamá, al caer al suelo y levantar la vista, vio unas botas que la asustaron. Cuál no sería su sorpresa cuando al mirar la cara del soldado, éste resultó ser americano. Esto sucedió el 13 de Abril de 1945.

A diferencia de mi hermana Orly, la más pequeña de entre nosotros tres, que siempre quiso saber más y más acerca de la guerra, yo rechazaba los relatos de mi madre y no quería oírlos, supongo que porque me causaban mucha tristeza y una gran impotencia, la de no comprender la verdadera razón por la cual habían sucedido las cosas así. Pero una de las frases que se me ha grabado en la memoria pues mi madre siempre la repetía, como una letanía, era que el aburrimiento en los años de la guerra había sido mucho peor que el hambre. El pasar de los días sin nada que hacer podía volver loco a cualquiera, era indispensable estar ocupado para sobrevivir. De ahí que estudió aún en esas condiciones inglés y frances.

Cuando llegó como huérfana de guerra a Palestina, se sintió derrotada por la vida. Salir de una guerra para ser llevada a otra no era cosa fácil. Su único consuelo durante aquellos años fue el cine. En un mundo de árabes y judíos peleando por un pedazo de tierra, mi madre encontró en las películas la única manera de fugarse de una realidad tan triste.

 

 

 

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