Enlace Judío México.- Trump reconoció la realidad de que Jerusalén es la capital de Israel. Tal osadía es nuevamente necesaria.

ROBERT M. MORGENTHAU

Cuando Hitler lanzó su invasión a Polonia en 1939, instruyó a sus comandantes “enviar a la muerte sin misericordia y sin compasión a hombres, mujeres y niños de descendencia e idioma polacos.” Tranquilizó a su personal diciéndole que el mundo plantearía pocas objeciones: “¿Después de todo, quién habla de la aniquilación de los armenios?”

Eso fue una referencia a la destrucción sistemática de la población armenia por parte de los turcos otomanos que comenzó en 1915. Las potencias mundiales habían ofrecido poca resistencia a la matanza mientras ésta ocurrió. Más tarde, las insistentes negativas de Turquía lo hicieron el “genocidio olvidado.”

Turquía, ostensiblemente un aliado estadounidense, todavía se rehúsa a confrontar su historia. El gobierno de Estados Unidos también ha fallado en dar a la aniquilación de los armenios lo que le es debido. Las administraciones estadounidenses se han inclinado ante la presión turca y han fallado en afirmar en forma consistente un hecho simple: La matanza de los armenios no fue un mero infortunio de la historia sino un genocidio sistemático.

Tal reticencia no fue necesariamente sorprendente, dada la naturaleza cauta y equívoca de los diplomáticos. Pero el Presidente Trump, al reconocer a Jerusalén como la capital de Israel, parece estar señalando una nueva era. En 1995, el Congreso promulgó una legislación ordenando al Departamento de Estado reconocer a Jerusalén como la capital de Israel y mudar la Embajada de Estados Unidos allí. Los candidatos Bill Clinton y George W. Bush prometieron mudar la embajada, y Barack Obama dijo en el año 2008 que “Jerusalén será la capital de Israel.” Una vez electos presidentes, los tres renegaron de sus promesas. Ahora, al menos, la política de Estados Unidos para Jerusalén es consistente con sus principios y con los hechos históricos.

Eso me hace optimista de que Estados Unidos pueda reconocer similarmente la verdad histórica del genocidio armenio. Los hechos son convincentes. Durante milenios, los armenios vivieron a la sombra del Monte Ararat, en lo que ahora es Turquía oriental. Durante mucha de su historia, esta minoría cristiana vivió en paz con sus vecinos musulmanes. Pero cuando el Imperio Otomano comenzó a desintegrarse, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, los armenios se volvieron blanco de opresión. Cuando se vislumbraba la Primera Guerra Mundial, los turcos vieron la oportunidad de arreglar su “cuestión armenia.”

Primero arrestaron y ejecutaron a líderes comunitarios e intelectuales. Luego echaron de sus casas al resto de los civiles en largas “marchas de la muerte” al desierto sirio. Fueron asesinados tantos como un millón y medio de armenios.

Para mí, esta crónica no está confinada a los libros de historia. Mi abuelo paterno, Henry Morgenthau, fue embajador del Presidente Wilson ante el Imperio Otomano cuando comenzó a desplegarse el horror. Él entendió rápidamente que esta masacre era en una escala que el mundo moderno no había visto nunca. Protestó ante los líderes turcos, quienes respondieron que los armenios no eran ciudadanos estadounidenses y por lo tanto nada del interés del embajador. Aparte, dijeron ellos, el Embajador Morgenthau era judío, y los armenios eran cristianos.

Los turcos incluso amenazaron con presionar a Washington para que lo convocara. La respuesta de mi abuelo fue elocuente: “No podría pensar en honor más grande que ser convocado debido a que yo, un judío, he hecho todo lo que está en mi poder para salvar las vidas de cientos de miles de cristianos.”

Los turcos se negaron a ceder, y mi abuelo recurrió a su propio gobierno. Él envió a Washington un cable diplomático que decía: “Está en progreso una campaña de exterminio racial.” El Departamento de Estado, entonces preocupado por la Primera Guerra Mundial, respondió con indiferencia. Finalmente, mi abuelo decidió apelar a la consciencia del mundo a través de una serie de discursos.

Por último, una campaña de ayuda masiva permitió re-asentar a los sobrevivientes dispersos. Pero el genocidio se había cobrado una cuenta insondable sobre el pueblo armenio—y sobre el espíritu de mi abuelo. El regresó a Estados Unidos determinado a pasar sus días ayudando a los sobrevivientes, apareciendo a veces en Ellis Island como el “Tío Henry” para patrocinar a los refugiados que no tenían a nadie que se reuniera con ellos. Y él hizo algo más. Enseñó a sus hijos y a sus nietos la historia que presenció. La lección que él sacó fue clara: “Cuando el principio sucumbe ante la conveniencia, el resultado inevitable es la tragedia”.

Esa profecía se hizo realidad cuando Hitler invadió Polonia, envalentonado por la amnesia del mundo acerca de los armenios. Ya es hora que Estados Unidos emerja de esa amnesia.

Cada abril, el presidente emite una proclama reconociendo la atrocidad que fue infligida sobre el pueblo armenio. Pero inclinándose ante la presión turca, esa proclama nunca ha contenido la palabra “genocidio.” Eso debe cambiar.

Yo no subestimo las preocupaciones de los que dicen que la ira de Turquía puede funcionar contra los intereses estadounidenses—como no descarto a los que dicen que mudar la embajada a Jerusalén puede complicar las negociaciones de paz. Pero un orden mundial justo y duradero no puede ser construido sobre falsedades y equivocaciones. Que el Presidente Trump demuestre ese compromiso una vez más declarando la verdad del genocidio armenio. Esto enviaría un mensaje claro a los matones que están en el poder en todo el mundo: Sus actos criminales no pasarán inadvertidos.

 

*Robert Morgenthau, es ex fiscal de distrito de Manhattan (1975-2009), del consejo en Wachtell, Lipton, Rosen & Katz.

 

Fuente: The Wall Street Journal
Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México.

 

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