Enlace Judío México.- Querida Frida, adorada amiga:

Cómo despedir a una mujer como tú, a una compañera leal y generosa, fuera de serie, a una de mis más entrañables aliadas desde hace más de treinta años. La nuestra ha sido una amistad amorosa, profunda, gozosa, desde aquellos años productivos en los 80´s cuando compartimos banca en la maestría de Estudios Judaicos en Antropología; cuando tras un viaje a Caracas, a la vez divertido y turbulento, fundamos con Mardo el periódico Kol Tzioni; cuando escribimos Imágenes de un encuentro con las Amigas del Libro. De entonces a la fecha, hablamos casi a diario. Nos volvimos cómplices. Me confiabas lo que a nadie, te confiaba lo que a nadie.

SILVIA CHEREM

No tengo palabras para agradecer el enorme privilegio de tenerte, y el enorme dolor, el vacío que siento al saber que te vas. Eres sencilla, auténtica e inteligentísima. Una mujer recta, transparente, magnánima, emprendedora, ordenada, racional, analítica por sobre de todo. Ha sido tanto lo que he aprendido de ti, adorada amiga ‘ocióloga’. Sí, ‘ocióloga’, como te burlabas de ti misma, de tu vocación: la sociología.

Podías con todo, eras eje y pilar de muchas pistas: centro de tu familia, siempre cercana a tu adorado Moisés, a quien tanto te preocupaba dejar desamparado, a tus hijos y nietos, al clan Staropolsky: tus hermanos Mardo, Hermann y sus familias, resguardados bajo tu abrazo y cobijo en las fiestas judías y ante cualquier tropiezo. Fuiste fundadora del CEJ y, ya luego, como doctora, académica e investigadora, nunca te faltaron proyectos y sueños por cumplir. El más reciente, tu trabajo de los judíos húngaros en México fue muy aplaudido en el congreso en Israel, al que todavía en verano pudiste asistir.

Fuiste maestra de generaciones de preparatorianos del Tarbut que aprendieron a cuestionar, a mirar al desposeído, a conocer México a través de tus ojos, en especial los rincones del Centro Histórico. Salgan de su pequeño mundo, los incitabas. Tu vocación como docente se la heredaste a Tania, cuyos logros te llenan de orgullo. Asimismo, fuiste el motor y el apoyo de la creatividad musical de Benny, y de la inclinación aventurera y trotamundos de Judith.

En mi caso, teñiste mi vida de folclor y artesanía. De música, buen ritmo y colores latinos. De sones y rumba. De un humor fino y agudo. Me enseñaste a pasear en pueblitos, a amar a los ticos, a entender lo que es el sionismo y los estudios judaicos, a analizar las noticias, a enarbolar la mirada del feminismo y la justicia social. A encontrar donde otros no ven. A reírme de todos y de mí misma. A cuestionar y saborear. A valorar lo mexicano.

Atesoro cada uno de tus regalos: joyería artesanal, mascadas, cajitas y “cosas útiles”, esos productos prácticos que acentuaban tu obsesión por el orden. Cuando yo, aún muy joven, todo lo quería ‘archivar en el basurero’, tú me enseñaste a seleccionar, conservar, registrar y clasificar lo meritorio. Bastaba que me interesara por algún tema, para que tú desempolvaras uno y mil recortes de prensa atesorados con rigor en tu casa durante décadas. Todo lo guardabas en cajitas que coleccionabas, cajitas que habían llegado a tu sala desde todos los confines del mundo, y que, no sólo servían para guardar lo útil y valioso, también, como una metáfora, resguardaban tu carácter prudente y discreto, la esencia de tu ser.

Lo tuyo era analizar, delimitar variables, ejes y márgenes de acción, plantear soluciones, posibles salidas ante cualquier problemática. En los desayunos con las Amigas del Libro, como nos llamamos a nosotras mismas, nos nutrías de artículos de México, de Israel, de la comunidad y el mundo como si de nosotras, cinco mosqueteras, dependiera tomar las decisiones más sesudas para cambiar el rumbo de las cosas.

Recuerdo como si fuera hoy cuando hace dieciocho años entré a tu cuarto en el Santa Teresa y, aún sumida en el aturdimiento de la noticia, me confesaste que la bolita en el pecho resultó maligna. Todavía imperturbable te refugiaste con valentía y ecuanimidad de los sentimientos, y con cabeza fría ni siquiera a tu mamá, sumida en su propia lucha, le confiaste lo que enfrentabas.

Bien habías aprendido a cumplir con todo y con todos, a veces inclusive a costa de ti misma. Desde niña te enseñaron a evadir los sentimientos, a ocultarlos. Como me contabas, en tu casa se acumulaban los silencios, las ausencias, las pérdidas mudas y, sin darte cuenta, cargaste en tu pecho el dolor de tu madre por aquel hermanito que murió cuando eras una bebita de meses, y del que tardíamente supiste de su existencia.

Ya con la enfermedad a cuestas, deseando reinventarte, te diste el privilegio de entrar a terapia. Ello te permitió, entre muchas otras cosas, resquebrajar la fachada estoica, develar los silencios, descubrir sentimientos empañados por la racionalidad, conocer herramientas para descifrar el dolor, para enfrentar el miedo y el sufrimiento ante la incertidumbre, ante el amenazante dilema entre la vida y la muerte.

Decidiste vivir. Cada vez que reaparecían los virulentos puntitos, los triples negativos, cada vez que la muerte se acercaba, tú te aferraste a la vida. Además de las decenas de quimioterapias y radioterapias que ordenaron los médicos, hiciste hasta lo inimaginable para liberarte de fantasmas y bagajes colectivos heredados, para limpiar el camino, para intentar sanar desde la entraña. Sin embargo, el cáncer, esa maldita enfermedad, te ganó la partida.

A partir de octubre pasado, cuando empeñada en ir a la presentación de mi libro peleabas contra tu cuerpo y sus dolores, el paisaje se fue ensombreciendo. Optimista como eres, en nuestras llamadas matutinas te quejabas de no poder decir: “Estoy bien”, “Voy a estar bien”. Algún día, estallando de dolor, te atreviste a expresar: Quiero sentirme normal, sin ansias, sin angustias, sin miedos. No quiero atosigarte con mis males Silvina, así me decías: Silvina, pero a la locatais de tu amiga le hace bien quitarse vainas y pesos de encima. Me imagino como un personaje que se escabulle para protegerse de todo, de todos.

Querías volver a tu casa caminando, como llegaste al hospital. Añorabas volver a disfrutar un concierto, un viaje y un buen libro, una comida familiar o un desayuno de amigas, deseabas abrazar a tus hijos, a Moisés, a tus nietos, sin el dolor que carcomía tus huesos. Deseabas ser tan libre, tan independiente, como lo fuiste siempre.

Te vas antes de tiempo, adorada Frida, querida hermana. Desde hace años han sido tú y mi papá los primeros lectores de todo lo que he escrito, y yo he sido primera lectora de todo lo tuyo. Hoy que te vas, hoy que te llevas tus sueños y tu mirada, mis textos se quedarán huérfanos de ti… Me harán falta tus palabras, tu abrazo, tu sonrisa en tu cara redonda, tus ojos inquisitivos, tu sabiduría crítica. Tus llamadas, tu generosidad sin límite, tu presencia gigante. Tu amistad sin cortapisas.

Descansa en paz, queridísima amiga. Te adoro, te adoro con todo mi ser. Dejas un enorme vacío en todos los que te conocimos y tuvimos el enorme privilegio de gozar de tus pasiones y de tus ansias de libertad. De tu alma fértil. De tus alas abiertas de trotamundo, expansivas y en fecundo vuelo.

Te quiero, Frida, marcaste mi ser. Jamás te voy a olvidar: brillante, luchona, adorada amiga.