Enlace Judío México.- Es de sobra conocido el hecho de que la Alemania nazi comenzó a perder la guerra en cuanto Hitler se hizo cargo del mando supremo efectivo de las fuerzas armadas del Tercer Reich. Diversos militares alemanes de alta graduación, que formaron parte inclusive del Estado Mayor de las fuerzas armadas, que colaboraron continuamente con él y que le conocieron muy bien como von Brauchtischt, Heinz Guderian, Franz Halder, von Manstein, Willelm Zeitzler, Walther Warlimont, von Choltitz, von Runstedt por sólo nombrar algunos de los más conocidos, son contundentes al afirmar que, a pesar de que el führer en algunas ocasiones dio muestras de buenas ideas y llegó a tener arranques de energía creativa; en líneas generales el dirigir la guerra él sólo fue una tarea muy por encima de sus capacidades. En pocas palabras, su incompetencia en tal sentido fue una de las causas de la derrota alemana. Dicha incapacidad se fue haciendo cada vez más patente conforme el conflicto se acercaba a su final.

ALEJANDRO MUÑOZ HERNÁNDEZ PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

La imagen más recurrente del Hitler de los años postreros de la guerra es aquella en la que el dictador aparece en el gran cuartel general de Prusia Oriental, la wolffschanze, y ya en los últimos tiempos, en el bunker de la cancillería en Berlín, ordenando ofensivas imposibles de llevar a cabo, negando tercamente la potencia y las intenciones del enemigo, aprobando que ancianos y niños menores de 15 años fueran reclutados para combatir, nombrando a individuos ineptos para la guerra -como Himmler- para altos mandos militares, delirando sobre una maqueta con grotescos monumentos que adornarían el “Berlín del futuro”, soñando sobre los grandes planes para Alemania cuando “se ganara la guerra”, inclinado sobre mapas a gran escala, ordenando movimientos y maniobras imposibles de llevar a cabo por ejércitos que ya sólo existían sobre el papel o en su mente enfebrecida, o bien se hallaban reducidos a su mínima expresión, inútiles ya para cualquier maniobra estratégica de envergadura. Todo esto nos habla de un individuo totalmente fuera de la realidad.

Tal vez las últimas de sus órdenes, dadas en los meses postreros de la guerra, sean algunas de las más descabelladas, pero quizá la más demencial de todas haya sido la famosa orden del 19 de marzo de 1945, a unas cuantas semanas del cruento final y que ordenaba que todo comandante militar, gaulaiter -jefe político regional-, autoridad civil, funcionario administrativo, empleado público o del partido, o bien cualquier ciudadano alemán sin importar edad, empleo o condición social ¡tenía que ir destruyendo toda la infraestructura material -fábricas, almacenes, máquinas, instalaciones eléctricas e hidráulicas, caminos, vías férreas, material rodante, vehículos, bienes muebles e inmuebles, etc.- de la nación, para que no cayera en poder del enemigo! Si Alemania ya estaba invadida por todas partes, además de que los bombardeos aliados habían destruido gran parte de dicha infraestructura, Hitler quería que los mismos alemanes destruyeran lo que quedaba. Ni más ni menos.

La táctica de “tierra quemada” ha sido recurrente a través de la historia y consiste en que una nación invadida por un ejército enemigo, en vez de hacerle frente, al irse retirando vaya destruyendo, arrasando y quemando -de ahí el nombre- todo aquello que pueda ser de utilidad para dicho enemigo. De esta manera, el invasor se va debilitando conforme se va alejando de sus fuentes de aprovisionamiento y no encuentra nada con que alimentar y/o equipar a su ejército en las regiones que va ocupando. Esta táctica es rentable sólo si se dan dos requisitos: que el territorio del país invadido sea lo suficientemente grande para poder retirarse más allá sin poner en peligro los centros neurálgicos de dicho país y además sólo se combata en un sólo frente. En el caso de Alemania en 1945, no se daba ninguno de estos dos requisitos. Esta táctica, que tan buenos resultados les dio a los rusos en 1812 frente a Napoleón o bien en 1941 contra el mismo Hitler, era un auténtico absurdo aplicarla en Alemania en las últimas semanas de la guerra, rodeada de formidables enemigos en tres frentes.

Dicha orden tenía mucho de absurda e irracional, fue por eso que Albert Speer, ministro de armamentos, más cuerdo que su amo, trató de boicotearla por todos los medios posibles. Al saber que Hitler había dado su criminal orden, Speer intentó convencerlo de dar marcha atrás a la misma mediante un memorando y en una entrevista personal con el dictador. Al ver la futilidad de sus intentos, decidió llevar a cabo métodos más drásticos. Inclusive, si hemos de creer lo que confesó durante el proceso de Núremberg, Speer mismo intentó asesinar al führer para así evitar la aplicación de la irracional orden. Aspectos materiales y técnicos referentes a la conformación del bunker de la cancillería -pensaba asfixiar con gas al dictador y su séquito- impidieron que Speer llevara a efecto su plan. Con todo, la rapidez del avance aliado, la dificultad en las comunicaciones y los mismos esfuerzos de Speer evitaron la aplicación de orden tan funesta.

A pesar de lo terrible de los bombardeos aliados, Alemania todavía conservaba gran parte de su infraestructura económica e industrial -prueba de ello es que en 1944, bajo un diluvio de bombas, la industria alemana produjo más armamento que en cualquier otro año de la guerra- y el simple hecho de conservarlo, le garantizaba a los alemanes un modo de vida más llevadero después de la guerra. Sin embargo, por increíble que parezca, el führer había decretado literalmente “la muerte de la nación” ya que no se había podido ganar la guerra. Hitler había dicho: “Si el pueblo alemán no es capaz de salir triunfante de esta prueba, no derramaré ni una lágrima por él” y añadía “Si ha de perderse la guerra también deberá perecer la nación, ya que los supervivientes serán los inútiles, porque los mejores habrán muerto”.

Cuesta trabajo creer que todavía existan admiradores de este individuo alrededor del mundo, pero por desgracia así es.

 

*Historiador

 

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