Enlace Judío – Durante las últimas semanas, la “Marcha del Retorno” palestina, iniciada por el grupo islámico Hamas, ha arrastrado a decenas de miles de manifestantes a la frontera entre Gaza e Israel, donde se han enfrentado con las Fuerzas de Defensa de Israel.

JOSSI KLEIN HALEVY

Hamas dice que las marchas continuarán hasta mediados de mayo, cuando Israel celebre su 70 aniversario y los palestinos harán duelo por lo que ellos llaman la Nakba, o catástrofe, la crisis de refugiados que resultó de la guerra árabe contra la creación de Israel.

Al monitorear las escenas dramáticas de las últimas semanas, la comunidad y medios de comunicación internacionales se han enfocado en el presunto uso de fuerza desproporcionada por parte de soldados israelíes contra manifestantes palestinos y en la miseria económica de Gaza. Lo que se le ha perdido a la mayoría de los observadores es el raro momento clarificador que ha ofrecido este enfrentamiento: la Marcha del Retorno es una negación explícita de una solución de dos estados, con un estado palestino en la Margen Occidental y Gaza coexistiendo al lado de Israel.

Si los palestinos que viven en Gaza—una parte de Palestina, bajo el control de Hamas —todavía se ven a sí mismos como refugiados cuya intención es “retornar” al estado judío, la única concesión que puede satisfacer sus aspiraciones es el suicidio nacional de Israel. El mensaje real de las protestas es que el conflicto no trata de deshacer las consecuencias de 1967, cuando la Margen Occidental y Gaza quedaron bajo control israelí en la Guerra de los Seis Días, sino que trata de revocar lo que ocurrió en 1948—cuando nació Israel. Como lo dijo el líder de Hamas, Ismail Haniyeh, el intento de violar la frontera es el inicio del retorno a “todo Palestina”. El destino es Jerusalén, y la meta es la creación de un estado palestino entre el Río Jordán y el Mar Mediterráneo, borrando a Israel.

Pero los palestinos no están solos en sus ambiciones maximalistas. Israel, también, tiene defensores del derecho al retorno a toda la tierra entre el río y el mar. Los colonos de la Margen Occidental y sus partidarios, incluido el gobierno actual del Primer Ministro Benjamín Netanyahu, creen que esta tierra puede acomodar a una única soberanía nacional: la nuestra.

Como esos palestinos soñando con “retornar” al estado de Israel, el movimiento colono tiene por objetivo la transformación demográfica. Su objetivo es llenar la Margen Occidental de tantos israelíes que la retirada se volvería imposible. Aún no han logrado este objetivo. Cerca de medio millón de israelíes viven en asentamientos, aunque la mayoría están lo suficientemente cerca de la frontera de 1967 como para trazar una línea que permitiría a Israel anexar una pequeña parte de la Margen Occidental a cambio de conceder territorio para un estado palestino desde dentro de Israel mismo. Pero los asentamientos que están muy dentro de la Margen Occidental se están expandiendo, y tienen la intención de frustrar tales concesiones.

Como la mayoría de los israelíes—aunque las cifras van a la baja, según las encuestas—yo apoyo el principio de una solución de dos estados, por el bien de Israel no menos que por los palestinos. Liberarnos de gobernar sobre otro pueblo es un imperativo moral, político y demográfico. Es la única forma de salvar a Israel en el largo plazo como un estado tanto judío como democrático—los dos elementos esenciales de nuestro ser. La partición es la única alternativa real a un estado único estilo Yugoslavia en el cual dos pueblos rivales se devoren entre sí.

Pero a fin de asumir ese atemorizante salto de contracción territorial—retirarse a las fronteras anteriores a 1967, cuando Israel tenía apenas 9 millas de ancho en su punto más estrecho—necesitamos algún indicio que un estado palestino sería un vecino pacífico, y no un enemigo más en nuestro umbral. La expresión práctica de esa buena voluntad sería el acuerdo palestino de que los descendientes de los refugiados de 1948 retornen a un estado palestino y no a Israel, donde serían una amenaza a la mayoría judía.

Hasta ahora, a pesar de años de negociación, ningún líder palestino importante en ningún partido ha aceptado esa compensación. En su lugar, la precondición palestina para una solución de dos estados es el acuerdo israelí con los términos que terminarían probablemente en un estado, con los judíos viviendo, en el mejor de los casos, como una minoría tolerada.

Pero para ambos pueblos, la partición requeriría sacrificios casi insoportables. ¿Cómo puede un estado judío renunciar a la soberanía sobre Hebrón, la ciudad de la Margen Occidental que es el centro de vida judía más antiguo del mundo, que se remonta a Abraham y Sarah? ¿Cómo pueden los palestinos renunciar a la aspiración de retornar a los sitios de cientos de poblados palestinos destruidos en lo que ahora es el estado de Israel?

La verdad es que, aun con todo mi apoyo político a una solución de dos estados, concuerdo a un nivel emocional con los colonos. Temo a la idea de la partición. Creo que el todo de esta tierra pequeña le pertenece por derecho a mi pueblo—así como casi todo palestino que he conocido cree lo mismo por su parte. Durante siglos de exilio, los judíos nunca dejaron de anhelar esta tierra, manteniendo una presencia vicaria en nuestros rezos y celebraciones.

Para mí, la “Margen Occidental” es la región bíblica de Judea y Samaria, precisamente como los judíos la han llamado por milenios. Es el corazón de nuestra patria y de nuestra identidad como un pueblo y una fe. Los judíos no somos ocupantes en Judea. Y regresamos a ella en 1967 en la forma más legítima posible—en una guerra defensiva contra otro intento más del mundo árabe por destruirnos.

Pero a diferencia de los colonos, esa afirmación es mi punto de inicio, no mi punto final. En forma reticente, dolorosamente, estoy preparado para negociar partes de mi patria por una paz que incluiría el reconocimiento de la legitimidad de Israel y del indigenismo del pueblo judío en esta tierra—concesiones que ningún líder palestino ha estado dispuesto a hacer.

Los reclamos maximalistas en ambos lados pueden llevar rápidamente a la desesperación. Pero admitiendo francamente la realidad histórica y emocional detrás de ellos, tal vez podamos encontrar la base para una solución.

La lógica cruel pero esencial de la partición es que ambos rivales demandantes puedan plantear un argumento convincente de por qué la totalidad de esta tierra amada les pertenece a ellos por derecho. El espacio entre el río y el mar ocupa dos territorios conceptuales: la tierra de Israel y la tierra de Palestina. ¿Cómo, entonces, movernos de nuestras geografías mutuamente en conflicto y comenzar a acomodar los mapas de cada uno?

Tal vez concediendo que ambas partes aman esta tierra en su totalidad y que ambas partes deben hacer violencia para ese amor. Un acuerdo de paz debe aceptar francamente la legitimidad de los reclamos maximalistas de cada parte, aun mientras proceden a contraerlos. La partición es un acto de injusticia tanto contra palestinos como contra israelíes. Es el reconocimiento de las fronteras a nuestros sueños: Un acuerdo partiría no sólo la tierra sino la justicia misma entre dos demandantes legítimos.

Yo entiendo profundamente el atractivo de los reclamos maximalistas. Creciendo en  Brooklyn en la década de 1960, fui arrastrado a los movimientos juveniles de la derecha nacionalista judía. De adolescente, porté un collar con un pequeño mapa de plata de toda la tierra de Israel, definida por el Sionismo de derecha de esa época. Este incluía no sólo la Margen Occidental y Gaza sino el territorio que se volvió el Reino de Jordania, el cual Inglaterra cortó de la Palestina histórica en 1922.

Finalmente llegué a darme cuenta que tratar de alcanzar una acomodación con los palestinos debe prevalecer por sobre afirmar la totalidad de nuestro reclamo justo. Mi punto de inflexión llegó cuando era soldado de la reserva israelí sirviendo en los campamentos de refugiados de Gaza en la década de 1980. Los palestinos adolescentes arrojando piedras a nuestras patrullas me recordaron a mí mismo como un fervoroso ideólogo joven—y de la inutilidad de tratar de suprimir los anhelos nacionales de un pueblo.

Ninguna parte puede o debe renunciar a su reclamo emocional a la totalidad territorial. Pero no todo reclamo debe ser implementado en su totalidad. El estado de Israel no puede ser lo mismo que la tierra de Israel, el estado de Palestina que la tierra de Palestina. Cada pueblo debe ejercer la soberanía nacional en sólo una parte de su tierra. El argumento moral para la partición es simplemente este: En el nombre de permitir que la otra parte logre alguna medida de justicia, cada parte tiene que imponer sobre sí misma alguna medida de injusticia.

Tal acuerdo requeriría concesiones desoladoras. Ambas partes tendrían que aceptar límites a su derecho legítimo al retorno. Eso significa no más construcción de asentamientos por parte de israelíes en el estado palestino futuro en la Margen Occidental y Gaza, y significa ningún refugiado palestino “retornando” al estado de Israel. El estado judío absorbería a aquellos de la diáspora judía que quieren vivir en su patria, y el estado palestino absorbería a los de la diáspora palestina que quieren vivir en su patria.

En 1950, el nuevo estado de Israel aprobó la “Ley del Retorno,” garantizando la ciudadanía automática a cualquier judío llegando a casa desde cualquier parte del mundo. Como muchos inmigrantes judíos de Yemen y Rusia y Marruecos y Etiopía, así es como me volví un israelí: En 1982 dejé mi casa en New York, me asomé en el Aeropuerto Ben-Gurion y me declaré un hijo retornante. La Ley del Retorno es la base sobre la cual se para el estado judío, definiendo su responsabilidad moral con el pueblo judío. El estado de Palestina seguramente promulgaría una ley similar para su diáspora.

¿Pero algo de esto sigue siendo realmente relevante? La dura realidad es que palestinos e israelíes estamos tan alejados como lo estuvimos siempre. No hay base de confianza, por no hablar de reconocimiento mutuo. Décadas de rechazo palestino violento a la partición han creado desesperación entre los israelíes jóvenes, permitiendo prevalecer a nuestros propios maximalistas. Y del lado palestino, el mensaje implacable, transmitido a una nueva generación por los medios de comunicación y escuelas y mezquitas, es que los judíos somos ladrones, sin ninguna raíz histórica en esta tierra.

Los israelíes miramos alrededor a nuestras fronteras, vemos enclaves terroristas en casi todas partes, comprometidos activamente con nuestra destrucción. Hezbolá al norte, Hamas al sur, y los más peligrosos de todos, la Guardia Revolucionaria Iraní estableciendo bases cerca de nuestra frontera con Siria. Cualquiera de esas fronteras puede entrar en erupción en cualquier momento, amenazando con una guerra regional. Esa sensación de instrucción ayuda a explicar por qué Israel está tan determinada a prevenir siquiera una violación simbólica de su frontera con Gaza. Una encuesta reciente reveló que el  67% de los israelíes cree que, si mañana fuera creado un estado palestino, Hamas tomaría el control finalmente, creando una entidad radical en la Margen Occidental, sobre nuestra frontera más sensible—a apenas minutos de Tel Aviv y Jerusalén.

Sin embargo irónicamente, así como la esperanza de un acuerdo israelí-palestino parece estar terminando definitivamente, pueden estar abriéndose para Israel oportunidades ni imaginadas en el mundo suní más amplio. El acuerdo desastroso de la administración Obama con Irán, el cual lo dejó en el umbral nuclear mientras lo empoderaba más como el bully regional, ha tenido un efecto positivo aunque no intencional: reunir a líderes suníes con Israel en una alianza de miedo, un odio compartido al acuerdo y un temor a un Irán imperial. La declaración reciente y sin precedentes del Príncipe de la Corona Saudí, Mohammed bin Salman aceptando en forma inequívoca el derecho de Israel a existir es una consecuencia de esa relación que está surgiendo. Es potencialmente un punto de inflexión histórico.

Una relación estratégica israelí-suní profundizándose podría evolucionar en una relación política, alentando la participación en moderar si no aun resolver el conflicto palestino. Un posible acuerdo interino sería concesiones israelíes graduales a los palestinos—revirtiendo el impulso de la expansión de asentamientos y fortaleciendo la economía palestina—a cambio de la normalización gradual con el mundo suní.

Ese escenario es todavía remoto. Y sin embargo por primera vez en muchos años, es posible imaginar un futuro diferente. Incluso cuando la última fase de la tragedia palestina-israelí se desarrolla sobre la frontera de Gaza, no se le debe permitir que muera a la esperanza de una partición no deseada.

El Sr. Halevi es un miembro principal del Shalom Hartman Institute en Jerusalén. Su libro, Cartas a mi vecino palestino, será publicado en mayo por HarperCollins.

Fuente: The Wall Street Journal- Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México.