Enlace Judío México– En mi trabajo como historiador no tengo espacio para interpretar las cosas desde una perspectiva mística o religiosa. Mis creencias personales deben quedar relegadas al plano de mi vida privada y mi experiencia subjetiva, y por ello no puedo explicar ciertos fenómenos con frases como “eso está profetizado en la Biblia”. Tengo que reflexionar para comprender las dinámicas sociales e históricas que provocan o generan cada situación.

IRVING GATELL PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Pero con el asunto de Israel y Arabia Saudita me resulta difícil. Vean por qué:

Desde la fundación del moderno estado de Israel en 1948, Arabia Saudita fue uno de sus tantos enemigos del mundo árabe. Al igual que todos los demás países de ese bloque, se opuso a la creación de Israel e invirtió tropas y esfuerzos (económicos y diplomáticos) para destruirlo.

Fue un enemigo que podría definirse como cómodo, debido a que no hay frontera entre Israel y Arabia Saudita. En ese sentido, las fricciones con Líbano, Siria, Jordania, Egipto, y más adelante con los palestinos, han sido infinitamente más difíciles y desastrosas. Aun así, el papel de Arabia Saudita siempre fue trascendental, porque al ser la sede de los lugares santos del Islam –Medina y La Meca–, ejerce un liderazgo religioso, espiritual y simbólico de máxima relevancia para todo el mundo árabe.

Cierto que durante el auge del Baasismo –ideología laica y de inspiración marxista– y, sobre todo, bajo la guía de Gamal Abdel Nasser (egipcio), los príncipes saudíes quedaron relegados a un segundo plano. Pero fue cosa sólo de esperar. La inercia histórica volvió a ponerlos en su sitio preponderante, y hoy por hoy han afianzado ese rol de liderazgo que no parece vaya a desaparecer en mucho tiempo.

Después de la derrota de los ejércitos árabes en la Guerra de Yom Kipur (1973), los saudíes –junto con los demás países de la Liga Árabe– entendieron que la ruta para la destrucción de Israel no era la militar. Por ello, apostaron sus cartas a una nueva estrategia: la llamada “causa palestina”.

Pero esta suerte de “Plan B” también fracasó. El primer síntoma fue el tratado de paz firmado entre Egipto e Israel en 1979. El segundo vino ese mismo año, aunque pasó mucho tiempo para que se viese su verdadera dimensión: la revolución islámica en Irán.

Los ayatolas, clérigos chiítas extremistas, reactivaron el viejo conflicto entre chiítas y sunitas, y su política expansionista poco a poco comenzó a convertirse en una amenaza para la monarquía saudita.

Sin embargo, en los años 80’s, 90’s e inicios del siglo XXI ese conflicto todavía parecía estar opacado por el conflicto con Israel, si bien desde 1979 –otra vez ese mismo año– los enfrentamientos contra el estado judío ya no eran protagonizados por “los árabes”, sino exclusivamente por los palestinos.

Poco a poco, Arabia Saudita relajó su injerencia en los conflictos contra Israel. Limitó todo a su influencia diplomática –que garantizó que la ONU y sus instituciones siempre tomaran una postura irracionalmente anti-israelí–, y acaso las peores actividades terroristas fueron financiadas por Qatar. Vamos, porque alguien de entre los Emiratos Árabes tenía que hacer el trabajo sucio.

Hasta que llegó Barack Obama. Profundo desconocedor de la realidad en Medio Oriente –y acompañado por un Secretario todavía más torpe y desinformado como John Kerry–, la desastrosa política exterior estadounidense de esa época permitió el empoderamiento de Irán. Esto lo resintieron dos países en particular: Israel y Arabia Saudita. Y, por una coyuntura llegada desde Washington, el acercamiento comenzó.

Para cuando Trump tomó la presidencia y le dio un giro total a la política norteamericana en la zona, Israel y Arabia Saudita ya habían construido muchos vínculos estratégicos que, en esta nueva condición, podían desarrollarse y fortalecerse.

A eso se suma el inminente relevo generacional en la política saudí. Con el inevitable ascenso al trono del príncipe Mohamed bin Salmán, una nueva generación de líderes ocupará poco a poco los cargos más relevantes. Todos ellos claramente conscientes de que el único riesgo –y bastante peligroso– en la zona es Irán. En contraste, ven a Israel como un socio que puede aportar mucho a Arabia Saudita. Por lo mismo, son cada vez más escépticos a la necesidad de apoyar “la causa palestina”.

Y es que los saudíes empiezan a tomar conciencia de un severo problema: durante décadas disfrutaron de millonarios ingresos gracias al petróleo, pero el mundo ha cambiado. Tal vez con demasiada rapidez. El petróleo es un negocio que poco a poco va eclipsándose, y es cosa de tres o cuatro décadas para que deje de ser el motivo por el cual todo mundo quiera pelearse. Inevitablemente, los nuevos modos de producción de energía terminarán también por convertirse en los nuevos negocios, y los países cuya economía está petrolizada quedarán en desventaja. Es la situación de Venezuela, Irán, Rusia, y –entre otros– Arabia Saudita y los Emiratos Árabes.

Hoy por hoy está claro que el gran negocio del siglo XXI (y seguramente del XXII) será la innovación tecnológica. Y los saudíes están dándose cuenta que se retrasaron demasiado con eso. Se durmieron en la prosperidad petrolera y no invirtieron en lo que podía haberles garantizado otro siglo de prosperidad. Y de seguridad, porque los efectos del calentamiento global van a ser particularmente severos en zonas que de por sí son inhóspitas debido a su temperatura promedio, que sigue en aumento.

Pero Israel, el nuevo socio, el cómplice en la guerra contra los ayatolas iraníes, es otra cosa. Es un país pequeño –casi 9 millones de habitantes, contra 33 de Arabia Saudita–, pero líder a nivel mundial en innovación tecnológica. De hecho, eso es lo que lo mantiene con la ventaja militar en su confrontación contra enemigos tan obsesionados como Irán, o tan peligrosos como Hezbolá.

Los Emiratos Árabes, con Arabia Saudita al frente, todavía tienen mucho dinero. Su negocio está sentenciado, pero eso es a mediano plazo. Mientras tanto, todo ese dinero puede invertirse y aprovecharse de manera productiva. Sólo se necesita un socio que pueda aportar lo que ellos no tienen: tecnología de punta.

Y ese socio es Israel.

Estados Unidos y Rusia lo saben. Por eso la coquetería inevitable, porque es el tipo de competidor al que no tiene sentido destruir. Es más útil como socio comercial que como enemigo extinto. Por ello, Trump ha reforzado los vínculos con Israel (después del deterioro que sufrieron bajo la administración Obama), y Putin se ha mantenido al margen de los ataques israelíes a Irán y Siria. Es obvio: también quieren mejorar una relación que, a la larga, ofrece muchos más incentivos que la arruinada economía de los fanáticos ayatolas de Teherán (dicen las malas lenguas que los únicos incompetentes que no se han dado cuenta de esta situación son los franceses).

Si Israel y los países de la Liga Árabe integran un bloque económico –cuyo único parangón sería la Unión Europea–, su capacidad de influir en los destinos del mundo va a ser de primer nivel. Sin mucha dificultad van a ponerse a la par de Estados Unidos, Rusia y China.

Los países árabes van a enfrentar situaciones críticas con el calentamiento global, pero Israel seguramente va a desarrollar la tecnología para paliar esos efectos. Incluso, para convertirlos en algo benéfico. Por ejemplo, si los niveles oceánicos se incrementan, ante el riesgo de una inundación se puede aprovechar toda esa agua –en el mejor estilo sumerio de la antigüedad– para trasladarla a las zonas desérticas y hacerlas productivas. Sólo hay que desalinizarla, e Israel tiene la mejor tecnología del mundo para hacerlo.

¿Podría lograrse, otra vez en Medio Oriente y después de 5,500 años, una nueva revolución agrícola que le cambie la suerte al planeta entero? Con dinero saudí y tecnología israelí, se puede. Eso y muchas otras cosas más.

Si se logra esa alianza entre estos países, muchas cosas buenas pueden sucederle a la humanidad.

Son los hijos de Abraham, separados desde que Ismael e Itzjak tomaron rumbos diferentes, y luego Esav y Yaacov crecieron como hermanos enemistados.

Pero la reconciliación puede ser determinante en una nueva etapa para Medio Oriente y para toda la humanidad.

Si esto se logra de manera responsable, se cumplirá la vieja profecía bíblica, esa en la que D-os le dijo a Abraham que todas las naciones de la tierra serían bendecidas por su descendencia.

Claro, una cosa es soñar con esto, y otra es que todo lo dicho se logre de manera responsable.

Por eso me atrevo a decir que tal vez el cambio climático no sea algo tan malo. Es un problema tan serio, tan por encima de los intereses mezquinos de muchos políticos, que va a obligar a muchos países a ser responsables. De lo contrario, no van a sobrevivir ilesos.

Así que las cosas allí están puestas: una alianza que poco a poco se va reforzando, y una crisis global enviada por la naturaleza (o si gustan, por D-os mismo) para que los seres humanos nos pongamos a trabajar en una causa común.

Y los descendientes de los antiguos clanes hebreos tienen mucho que aportar en todo sentido.