Enlace Judío México.

Ahora ha llegado el momento de dejar de perder el tiempo con pamplinas y empezar a ocuparse de cosas importantes. Nos referimos, desde luego, a nuestro hijo Rafael, quien al nacer pesó 3.503 kilos a la sombra.

EPHRAIM KISHÓN

Esa madrugada, mi esposa se sentó en la cama, se quedó mirando un momento al vacío, y después me sacudió por el hombro.

–Ha empezado –dijo–. Llama un taxi…

Nos levantamos lentamente, sin prisas, y nos vestimos. Le susurré unas pocas palabras tranquilizadoras, que eran ciertamente superfluas. Al fin y al cabo, los dos somos personas con una definida visión intelectual, y lo bastante sofisticados como para comprender que el nacimiento es un proceso biológico que no puede ser encarado en ninguna circunstancia como un castigo del cielo. Mientras nos preparábamos serenamente, recordé los infinitos y desgastados chistes y caricaturas que muestran al futuro padre como una piltrafa semienloquecida, que fuma sin pausa y sufre como un condenado en la sala de espera del hospital. Evidentemente, un chiste es un chiste, pero qué distintas son las cosas en la vida real.

–¿Quieres llevar algunas revistas, querida? –pregunté–. No tiene sentido que te aburras.

Sobre la maleta cuidadosamente preparada pusimos unas cuantas revistas, un poco de chocolate y, naturalmente, el tejido. El taxi llegó en seguida, arribamos al hospital sin tardanza, el portero se hizo cargo de las prendas de uso personal de mi mujer, y después la envió a la sala de partos. Yo quise seguirla, pero el cancerbero me cerró la puerta en las narices.

–Quédese allí, señor –me dijo–. En este lugar usted es completamente inútil.

Admití que tenía razón. A esa altura de los acontecimientos, el padre ya no puede hacer nada y sólo crea problemas. Eso es obvio. Mi esposa también compartió ese enfoque.

–Vuelve a casa y trabaja como de costumbre –dijo–. Por la tarde, si tienes ganas de hacerlo, ve al cine. No hay motivo para que no lo hagas.

Nos dimos la mano, besé la frente de mi esposa y partí con paso firme. Los lectores pensarán acaso que soy insensible, pero es algo que no puedo evitar. Así soy: racional, sereno… un hombre. Mientras la silueta bien redondeada de mi mujercita se perdía en la bruma del amanecer, estudié el lugar donde me hallaba. Frente a la garita del portero, una docena de pálidos y nerviosos padres en cierne, fumaban sin pausa sobre un banco bajo. ¡Como si su presencia allí pudiese influir sobre el curso de los acontecimientos! Cada tantos minutos, un hombre tembloroso salía corriendo de la oscuridad y le preguntaba al portero:

– ¿Y?–

El portero de ojos vidriosos estudiaba despacio la lisa que tenía frente a él, se hurgaba los dientes, bostezaba y anunciaba por fin con tono indiferente:

–Nena.
– ¿Cuánto?
–Dos novecientos cincuenta.

El nuevo padre me abrazó efusivamente mientras susurraba hechizado:

– ¡Dos novecientos cincuenta! ¡Dos novecientos cincuenta!

Qué idiota. ¿A quién le interesa saber cuánto pesa su mocosa? Por lo que a mí me importa, podría pesar diez kilos. ¡Qué gracioso resulta un hombre cuando pierde el control de sí mismo! O más bien patético, no gracioso. Decidí volver inmediatamente al trabajo. Como se me habían terminado los cigarrillos, me disponía a irme en ese preciso instante; pero pensé que acaso debería hablar con el médico, por si este llegaba a necesitar una cosa u otra. No es más que una formalidad, pero debo cumplirla. Traté de pasar por el portón, pero el cancerbero me detuvo. Le expliqué que el mío era un caso especial, mas esto no lo impresionó. Afortunadamente, en ese momento salió el médico, de modo que me acerqué a él, me presenté y le pregunté si podría ayudarlo en algo.

–Por favor, vuelva a llamarme a las 5 de la tarde. No tiene sentido que se quede aquí hasta entonces.

Después de ese diálogo con el médico volví a mi casa completamente tranquilizado y me senté frente al escritorio. Pero no tardé en descubrir que mi cerebro sencillamente se negaba a trabajar. Eso no me había sucedido nunca antes, y no cesé de preguntarme cuál podía ser el motivo de tan extraño fenómeno. ¿La falta de sueño acaso? ¿O el estado del tiempo? ¿A lo mejor me perturbaba la ausencia de mi esposa? No eliminé por completo esa última posibilidad. Una total insensibilidad estaría fuera de lugar en semejantes ocasiones. Al fin y al cabo, soy testigo de un acontecimiento que me incumbe en forma directa. Lo más probable es que el chico sea como los otros: sano, vivaz, pero nada extraordinario. Irá al colegio y después se embarcará en una carrera diplomática. De modo que lo mejor será que le ponga un nombre hebreo que además pueda ser pronunciado con facilidad en el extranjero, como Rafael, en homenaje al gran pintor holandés. El mocoso podría llegar a ser incluso ministro de Relaciones Exteriores, y sería lamentable que no pudieran pronunciar su nombre en la ONU. Sí, uno debe pensar también en los más altos intereses del país. No querré que el chico se case joven. Dejaré que se dedique a los deportes y compita en los Juegos Olímpicos. Carrera de obstáculos, lanzamiento de disco. Aprenderá muchos idiomas extranjeros y un poco de Física Nuclear. Naturalmente, si prefiere la Aerodinámica, dejaremos que estudie Aerodinámica.

¿Y si es niña?

La verdad es que debería llamar al hospital. Levanté el auricular con movimientos despaciosos, mesurados.

–No hay novedades –respondió el portero–. ¿Quién llama?

Hay una extraña ronquera en la voz del portero, como si estuviese tratando de ocultar algo. Hojeé los periódicos con un poco de nerviosismo. Algún peligroso lunático escribe a seis dobles columnas: “Cabra de dos cabezas nace en Perú”. La verdad es que estos malditos periodistas deberían ser exterminados. Siento que ha llegado la hora de tomar contacto con el médico. Salté a mi auto, volé hasta el hospital y me colé con un grupo que iba a un Brit Milá.

– ¿Otra vez usted? –rugió el médico cuando tropezó conmigo en el pasillo–. ¿Qué está haciendo aquí?
–Pasaba casualmente por aquí, doctor, y se me ocurrió entrar por unos segundos. ¿Hay alguna novedad?
–Le dije que no viniera antes de las 5 de la tarde. Incluso será mejor que no venga en absoluto. Le notificaremos por teléfono.
–Como usted diga, doctor. Sólo quería saber…

El médico tenía razón. La verdad es que no tenía sentido andar corriendo de acá para allá. De todos modos, me desconcertó un poco encontrar a los padres en cierne que había visto de madrugada sudando todavía sobre el mismo banco. Por pura curiosidad me senté entre ellos, con el propósito de estudiar su comportamiento desde un punto de vista psicológico. El caballero que estaba a mi lado me informó orgullosamente que este era su tercer parto, y que ya tenía un niño y una niña (3.150 y 2.700 con fórceps). Los demás se pasaban fotos unos a otros. Yo me sentí turbado, pero respondiendo a una inspiración divina súbita saqué la radiografía de mi esposa en el noveno mes.

–Qué bien –comentaron mis colegas–. Parece linda.

Compré una segunda cajetilla de cigarrillos y durante todo ese tiempo tuve la extraña sensación de que estaba olvidando algo de vital importancia. Le pedí noticias al portero y me contestó con un monosílabo:

–Bah.

Dos horas más tarde fui a la florería de enfrente y desde allí llamé al médico, pero me contestó una voz de mujer:

–No hay novedades, señor. Llámenos por la mañana.

Le pregunté con quién estaba hablando, y me dijo que con la operadora.

Me fui al cine. Una película acerca de un hijo que odia a su padre. ¡Qué bodrios producen últimamente en Hollywood! De todos modos, la mía será una nena. En mi subconsciente lo supe desde el primer momento. No me importará que sea arqueóloga con tal de que no se case con un piloto. No, señor, en ninguna circunstancia aceptaré tener por yerno a un piloto. ¡Santo cielo! ¡Pronto seré abuelo! ¡Qué rápido vuela el tiempo! Pero ¿por qué está tan oscuro aquí? ¿Dónde estoy? Oh, sí. En el cine. ¿A quién le interesan estas basuras? Avancé a tientas por el pasillo en penumbra, y el aire fresco de la calle me despejó un poco. ¿Y ahora qué? ¿Quizá debería pasar por el hospital? Compré un gran ramo de gladiolas, porque el mensajero del florista tiene libre acceso al hospital.

–Habitación 24 –le dije al portero, y protegido por la oscuridad, entré sin ser reconocido.

El médico echó espuma por la boca cuando me vio.

– ¿Para qué trae estas flores? –aulló–. Puede ponerlas tranquilamente en hielo por un tiempo. Vuelva a su casa, por lo que más quiera, o le haré arrojar por la escalera.

Le expliqué al médico que las flores sólo eran una treta, que yo sabía muy bien que todavía no había novedades; sin embargo, había pensado que acaso habría alguna novedad. El médico masculló algo en ruso y se fue.

Cuando volví a la calle recordé súbitamente qué era lo que había olvidado: llevaba 24 horas sin probar bocado. Volé a casa para masticar algo. Pero la comida se me atascó por algún motivo en la garganta, de modo que me limité a beber cuatro o cinco vasos de agua, me puse el pijama y me fui a acostar. Se supone que eso es bueno para los nervios. ¿Pero por qué tarda tanto en llegar esa criatura? ¡Ya sé! ¡Gemelos! Eso es prácticamente seguro. Casualmente, no me preocupa: por lo menos podremos conseguir todo lo que necesiten a precio de mayoreo. Les daré una educación práctica. Los dos se dedicarán al comercio de textiles y nunca pasarán necesidades. Si por lo menos hubiese cesado ese extraño zumbido en mi oído… La habitación quedó sumida súbitamente en una oscuridad total y unos diseños de bolitas empezaron a cruzar por el espacio. Telefoneé al portero. Nada. ¡Entonces revienta! ¡Cochino granuja! ¡Ya me las pagarás cuando mi hija haya nacido! Descubrí que me había quedado sin cigarrillos. ¿Dónde podría comprar una cajetilla a una hora tan avanzada de la noche? ¿Quizás en el hospital? Fui de prisa hasta la terminal de camiones, pero un vecino corrió tras de mí para advertirme que había olvidado ponerme los pantalones.

–Vaya, ¿cómo pude haber cometido semejante estupidez? –comenté riendo y volví en busca de la prenda.

A pocos centenares de metros del hospital recordé a Dios. No acostumbro a rezar, pero en ese momento surgió como algo natural:

–Oh, Señor que estás en los cielos, por favor ayúdame sólo esta vez, deja que la niña sea varón y si es posible normal, pero no por mí, sino por motivos patrióticos, porque necesitamos con urgencia pioneros sanos y fuertes…

Los transeúntes me advirtieron que me resfriaría si me quedaba arrodillado sobre el pavimento mojado. El portero me hizo una mueca desde lejos.

–Bah –exclamó.

¡Cataplum! Atravesé con ímpetu el portón de hierro y seguí rodando hasta la puerta de vidrio traslúcido. El monstruo vociferó a mis espaldas. ¡Grita, grita, oprobio de la civilización del siglo XXI! Cualquiera que trate de detenerme lo hará poniendo en riesgo su vida.

– ¡Doctor! –Grité, tambaleándome por los pasillos en penumbras–. ¡Doctor!
–Preste atención a lo que le digo –exclamó, acercándose rápidamente–. Si hace una sola pregunta más, llamaré a los bomberos. ¿Cuándo se ha visto un comportamiento semejante? Si está histérico, tome un sedante.

¿Histérico yo? ¡¿Histérico yo?! Podría dar las gracias a su buena fortuna que yo hubiese perdido mi abrecartas, porque de lo contrario le habría abierto de un tajo su barriga de granuja con título universitario. ¡Y los llaman médicos! Bandidos de guardapolvo blanco, señor, eso es lo que son. Le escribiré a Netanyahu una carta tal que no se sentirá muy orgulloso de lo que leerá, palabra de honor…

Me senté en el banco, muy cerca del portón. ¡No iba a moverme de allí hasta que me trajesen a la criatura! ¿Quién tiene cigarros, caballeros? El portero sufrió una crisis nerviosa de sólo mirarme. ¿Y a mí qué me importa? Claro que estaba excitado, pero ¿quién no lo habría estado? Qué diablos, al fin y al cabo ese iba a ser el día del nacimiento de mi hijo. Si por lo menos no siguieran flotando las bolitas en el aire. ¿Y qué era lo que estaba zumbando adentro de mi cráneo?

¡Las 11 y media de la noche y todavía nada! Qué afortunada era mi mujer, que estaba eximida de todas estas emociones. ¡Santo cielo! Descubrieron que mi esposa no estaba embarazada, después de todo, sino que se le había hinchado el vientre de tanto comer palomitas de maíz. ¡Esos abominables estafadores! No, Rafael no sería diplomático. Haría que la chica se convirtiese en maestra de Jardín de Infantes. O los enviaría a un Kibutz. Que él expiase mis pecados. Yo también me incorporaría a un Kibutz. Mañana. Un último cigarro, por favor. Una vez más en la brecha, queridos amigos, una vez más. Debería traer joyas para mi esposa, o un abrigo de visión. Pero todo es en vano. Algo fatal ha sucedido allí dentro. Sí, no hay duda de ello. Mi instinto diabólico me advertía que iba a ocurrir una horrible tragedia. Mis presentimientos no fallan. Ya no podía articular palabra, y me limité a mirar a mi enemigo con ojos patéticamente expresivos.

–Oh, sí –dijo–. Un varón.
– ¿Cómo? –exclamé–. ¿Dónde?
–Un varón –repitió el portero–. Tres kilos y medio.
– ¿Dónde? ¿Para qué?
–Escuche, señor. ¿No es usted Ephraim Kishón?
–No lo sé… quizás… espere un momento.

Saqué mi credencial de identificación. Parecía que yo era, efectivamente, Ephraim Kishón.

–Sí –contesté–. ¿Qué puedo hacer por usted, señor?
– ¡Tuvo un varón! –rugió el portero–. Tres kilos y medio. ¡Un varón! ¿No entiende? ¡Un varón!

Me arrojé sobre él y traté de besar su bello rostro. Forcejeamos durante un rato y la lucha terminó empatada. Entonces, con un grito ronco en los labios, salí disparado hacia la noche oscura. En ese preciso instante no había nadie a la vista. ¿Quién hubiese creído que yo era capaz todavía de dar una vuelta de carro?

Finalmente apareció un agente de policía y pidió que me controlara. Lo besé sin perder un minuto.

–¡Tres kilos y medio! –le grité en la oreja–. ¡Tres kilos y medio!
– ¡Mazel Tov! –me felicitó el agente, y me enseñó las fotos de su nenita.

 

Original de Ephraim Kishón
Traducción de Eduardo Goligorsky
Adaptacion de Irving Gatell