Enlace Judío México – En muchos sentidos, Jeremías es el profeta más importante y más interesante del antiguo Israel. Con esta nota a manera de introducción, comenzaremos una breve serie de textos para analizar a este singular personaje que tuvo la triste misión de anticipar el colapso del Reino de Judá y con ello, el fin del antiguo Israel y el exilio en Babilonia.

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Uno de los problemas a los que se enfrenta la religión como fenómeno global –es decir, en todos los lugares y en todas las épocas– es a la cuestión de la normatividad. Sobre todo porque toda regulación religiosa debe, en teoría, desenvolverse en función de necesidades físicas (individuales y sociales), pero también abstractas (espirituales).

De cualquier modo, las religiones suelen llegar a la conformación de códigos de conducta. Mientras más compleja sea la religión, más complejo será el código. Los más elaborados son, por supuesto, los que han surgido en religiones que desarrollaron castas sacerdotales, rituales y textos sagrados.

En la antigüedad, y concretamente en ese amplio período en el que no existió la noción de separar la religión del Estado, los códigos religiosos eran, antes que otra cosa, códigos de control social. Apenas a partir del siglo XVIII fue que empezaron a ser sustituidos por códigos civiles en el marco de estados laicos. Pero durante toda la Historia previa a ese momento, la normatividad colectiva en casi todas las sociedades tenía un tinte eminentemente religioso.

Eso, inevitablemente, siempre fue de la mano con la existencia de una casta sacerdotal poderosa, y un texto sagrado (o varios textos sagrados) elevado(s) al nivel de “autoridad divina”.

Hasta este punto, el antiguo Israel no fue la excepción. La Torá, en su rol de texto sagrado y religioso, regulaba la vida cotidiana, mantenía en orden el funcionamiento social, y estaba vinculada a la existencia de una casta sacerdotal que ejercía –a veces bien, a veces mal– el poder religioso. En ciertos  momentos, incluso el poder civil.

Pero en el antiguo Israel también se desarrolló una dinámica contestataria y crítica. Se levantaron voces para oponerse a todo aquello que era visto como un exceso en las instituciones de gobierno, incluyendo a la casta sacerdotal.

Fueron los Profetas: gente cuya autoridad espiritual no provenía de lo institucional –es decir, de su pertenencia al linaje de los Kohanim, o del Libro Sagrado–, sino de algo tan subjetivo y riesgoso como afirmar que habían recibido una revelación especial de D-os.

En términos estrictamente históricos, los Profetas fueron una especie de poder popular permanentemente confrontados con los grupos de poder. Había, por supuesto, “profetas” trabajando al servicio de la corte, pero es obvio que no fueron ellos los mejores representantes del oficio. Por eso, en los textos bíblicos son recordados apenas como vergonzosos ejemplos de que también este oficio se podía ejercer vendiéndose a los que ostentaban el control de la sociedad.

Los verdaderos profetas en la tradición bíblica fueron aquellos que no tuvieron temor en plantarse de cara contra todo aquello que veían mal o disfuncional en su sociedad, aun poniendo en riesgo sus propias vidas.

Sus críticas no tenían límites. Para ellos, ningún objeto era sagrado por sí mismo. Ninguna institución tampoco. Ningún ritual. Nótese la fuerza de sus reclamos:

Aborrecí, abominé vuestras solemnidades, y no me complaceré en vuestras asambleas. Y si me ofreciereis vuestros holocaustos y vuestras ofrendas, no los recibiré, ni miraré a las ofrendas de paz de vuestros animales engordados. Quita de mí la multitud de tus cantares, pues no escucharé las salmodias de tus instrumentos. Pero corra el juicio como las aguas, y la justicia como impetuoso arroyo. ¿Me ofrecisteis sacrificios y ofrendas en el desierto en cuarenta años, oh casa de Israel? Antes bien, llevabais el tabernáculo de vuestro Moloc y Kiun, ídolos vuestros, la estrella de vuestros dioses que os hicisteis. (Amós 5:22-26)

Lo más interesante es esto: generalmente, un “texto sagrado” trata de integrar los puntos de vista antagónicos en el marco de una ideología coherente. En este caso, lo lógico es que el institucionalismo de la casta sacerdotal hubiera sido equilibrado en ciertos matices con los reclamos de los profetas.

Pero la Biblia Hebrea no hizo eso. Por el contrario: organizó la información de tal manera que incluso se generan aparentes contradicciones. Primero la Torá –el institucionalismo sacerdotal– y luego los Profetas –el anti-institucionalismo por excelencia. Y sin recato alguno, párrafos como el de Amós que hemos citado.

¿Por qué? Porque el Judaísmo posterior entendió que los dos polos opuestos, con todas sus contradicciones aparentes, eran necesarios.

Y la pregunta aquí es: ¿posterior a qué? O más bien: ¿posterior a quién?

A Jeremías, el único personaje bíblico que encarnó en sí mismo esta tensión, ya que fue uno de los principales Profetas del antiguo Israel, pero también fue miembro de la casta sacerdotal. Es decir, creció en el marco de la institucionalidad –algo a lo que nunca renunció– pero se consagró a lo anti-institucional en su reclamo por una sociedad más justa.

Se ha dicho cualquier cantidad de veces que el exilio en Babilonia marca el parteaguas fundamental en la Historia del Israel antiguo. De hecho, es donde dejamos de hablar de una cultura “israelita” y comenzamos a hablar de una cultura “judía”.

Pero lo justo es decir que en ese período de crisis, en el que el pueblo de Israel estuvo en el grave riesgo de desaparecer, hubo un ideólogo que marcó la ruta a seguir para conservar la esperanza y estar listos para la restauración. Y ese ideólogo fue Jeremías, acaso el Profeta mejor capacitado gracias al bagaje de conocimientos que tenía, toda vez que fue educado en el marco del núcleo más poderoso y culto del antiguo Israel.

A eso hay que agregar que Jeremías vivió en la época del colapso definitivo del antiguo Israel. El Reino de Judá había sobrevivido a la invasión de los asirios –el imperio más sanguinario de la antigüedad–, pero ahora enfrentaba el embate de los babilonios.

El contexto de debate político en el que se desenvolvió fue el mismo de siempre: voces que anunciaban lo peor contra voces que defendían el sistema y la continuidad. Y, en medio de todo ello, una sociedad con amplios contingentes de personas marginadas (esos que en el lenguaje bíblico siempre son mencionados como “las viudas y los huérfanos”), sujetas a la explotación y el abuso por parte de los poderosos.

Ese fue el marco en el que Jeremías se levantó como una voz “ingrata” contra sus privilegios dinásticos, pero convencida de que las cosas habían llegado a un punto sin retorno y el Reino de Judá estaba a punto de sucumbir ante Babilonia.

Por ello, apostó sus mejores prédicas a dejar sembrada la esperanza en el corazón de una generación que iría al exilio. Esperanza que tenía que basarse en la justicia y la elevación espiritual.

Si Ezra y sus escribas –casi un siglo después– restauraron las Escrituras Sagradas del pueblo judío y con ello reconstruyeron plenamente la institucionalidad, ganándose el justo título de “padres de la religión judía” tal y como la conocemos, Jeremías debe ser considerado el Padre del Espíritu Judío tal y como existe hasta la fecha.

Él mejor que nadie encarna esa personalidad típica del judío: inconforme, y siempre mirando hacia adelante.

En la próxima nota comenzaremos a desglosar la vida y el ideario de este hombre trágico que miró el colapso de todo lo que conocía y amaba, pero que sembró el germen de la esperanza y la renovación en una sociedad que en su momento no estaba lista para entenderlo. Pero que, a la larga, fue la que logró el renacimiento del pueblo de Israel.