Enlace Judío México.- Todos los que hoy somos adultos crecimos viendo caricaturas. Somos –en muchos sentidos– hijos de la animación. La generación que sólo escuchaba radio en casa prácticamente ha desaparecido, pero de todos modos tuvieron un amplio contacto con el cine, donde pudieron disfrutar lo mismo películas que caricaturas, mudas y sonoras, a blanco y negro o a color.

IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Sin duda, la revolución visual fue lograda inicialmente por los estudios fundados por los hermanos Walt y Roy Disney, en 1923. Desde entonces y durante cinco años, sus mejores éxitos fueron las llamadas Comedias de Alicia (cortometrajes de unos diez minutos vagamente inspirados en Alicia en el País de las Maravillas) y las caricaturas para cine de Oswaldo el conejo afortunado.

Pero sus mejores éxitos empezaron en 1928 con la aparición de Mickey Mouse y Clarabella, siguiendo en 1929 con la primera Silly Symphony (una caricatura adaptada al ritmo de una obra sinfónica), en 1930 con la aparición de Pluto, en 1932 con la de Goofy (Tribilín), y en 1934 con la del Pato Donald. Luego vino en 1937 el clímax: Blancanieves, el primer largometraje animado.

De ese modo y poco a poco, los estudios Walt Disney fueron asentando su fama como el alma del cine (y luego televisión) animado en los Estados Unidos, y en muchos aspectos se convirtieron en el reflejo de los valores protestantes y blancos.

Por ello no extraña que casi desde un principio surgiera una especie de contrapropuesta. Al frente estuvo el productor judío Leon Schlessinger, que en 1930 fundó su propio estudio de animación con el apoyo de dos animadores que habían trabajado antes con Disney: Hugh Harman y Rudolph Ising. Pronto se integró al equipo otro titán de la animación, también judío: Friz “Yosemite” Freleng.

La competencia de los personajes de Disney comenzó a desfilar en esos tiempos: comenzando por Porky Pig, y siguiendo por el Pato Lucas, Yosemite Sam (Sam Bigotes; su imagen estuvo basada en el aspecto de Freleng, bajito y explosivo, y por ello el caricaturista fue apodado Yosemite), Silvestre, Piolín y Speedy González.

Pero, por supuesto, el más representativo de todos fue Bugs Bunny. Creado originalmente por Ted Avery, pero luego rediseñado por Ben Hardaway, Bob Clampett, Robert McKimson, Chuck Jones y Friz Freleng, su fama se consolidó cuando quedó definido como una versión caricaturizada del gran comediante judío Groucho Marx, y con la voz doblada por el también destacado comediante judío Mel Blanc.

En 1944 Schlessinger le vendió su estudio de animación a la Warner Brothers (fundada en 1918 por los hermanos judíos Harry, Albert, Sam y Jack Warner), y la dirección quedó en manos de Freleng y Chuck Jones; funcionaron de ese modo hasta 1963, cuando Warner decidió cerrar el estudio. Sin embargo, el trabajo creativo continuó en una nueva empresa fundada por Friz Freleng en asociación con David DePatie. Allí continuaron haciendo caricaturas con personajes originales de Schlessinger y de Warner Bros., pero también crearon otros que con el tiempo se volvieron de culto: la Pantera Rosa, el Inspector Cluseau, y Cascarrabias.

El carácter de estas caricaturas fue completamente distinto a lo que hacían los estudios Disney: sarcásticas, burlonas, basadas en personajes que en la vida real serían simple y sencillamente insoportables.

El grupo integrado por Schlessinger, Warner y Freleng introdujo de lleno el Teatro del Absurdo a la televisión.

No tiene nada de extraño. De hecho, se trata de un sello profundamente judío: es la proyección de cómo un grupo de inmigrantes ve a la sociedad norteamericana, de profundas raíces cristianas –básicamente protestantes– y anglosajonas.

La gran mayoría de los judíos que se involucraron en este tipo de negocio –la animación cinematográfica y luego televisiva– fueron hijos o nietos de inmigrantes rusos y polacos. Sus familias habían llegado huyendo del antisemitismo europeo (que pocos años después provocaría el Holocausto), y de países donde la riqueza era simplemente heredada. No había una relación objetiva entre el esfuerzo personal y la prosperidad.

Estados Unidos les cambió la perspectiva de la vida. Acostumbrados a trabajar 12 o 14 horas diarias, los inmigrantes judíos descubrieron en su nuevo país un lugar donde ese esfuerzo podía traducirse realmente en dinero. Por eso no fue extraño que la segunda y tercera generación de estas familias judías emprendiera negocios cada vez más complejos –y la producción cinematográfica fue uno de ellos–. Pero por eso tampoco es extraño que plasmaran su sorpresa ante la vida en cada una de sus producciones.

Bugs Bunny, el Pato Lucas, Porky Pig, Silvestre y demás, simple y sencillamente son personajes inadaptados e inadaptables. De uno u otro modo, su lucha permanente es por sobrevivir. Pero lo más sorprendente es que convierten en un festín de humor y chiste lo que en realidad es una terrible violencia. Si trasladáramos las premisas de esas caricaturas a la vida real y a nuestro momento histórico –tan obsesionado con lo políticamente correcto–, la mayoría de los guiones de esas caricaturas serían simplemente censurados o, por lo menos, vilipendiados y defenestrados por las “buenas conciencias”.

Sin embargo, estos caricaturistas geniales nos hacían reír con ello. Nadie que conozca sintió empatía por ese gato pre-silvestriano que era llevado a un suplicio insufrible por su némesis, el bulldog enorme y enojón, mientras le suplicaba “¡La fuente no! ¡En nombre de la humanidad no!”

¿Eco de lo sucedido en la Segunda Guerra mundial, donde una irracional ideología –el Nazismo– no se detuvo ni siquiera en nombre de la humanidad y arrastró a toda Europa hacia su destrucción?

Imposible saberlo, pero el caso es que en el marco de los estudios Warner y luego de los estudios DePatie-Freleng, esa gente nos hizo reír. Y mucho.

Tal vez ese sea el perfil en el que más se evidencia el humor característicamente ashkenazí en estas caricaturas: la capacidad de reír de las propias desgracias, por terribles que sean. Y eso, al mismo tiempo que la capacidad de asombrarse ante un mundo irracional. Porque en cierta forma esa es la óptica del judío: educado en libros que hablan todo el tiempo sobre la posibilidad que tiene el ser humano para elevarse por medio del estudio, la bondad y la devoción, el judío se ha tenido que enfrentar a que la realidad en la calle es otra.

Y sus armas para defenderse fueron, durante siglos, solamente los libros y lo que se había aprendido en ellos.

Por eso no es extraño que los comediantes judíos hayan dejado siempre una huella imborrable en el mundo del espectáculo. Desde los Hermanos Marx hasta Woody Allen. Y eso, tarde o temprano, tenía que proyectarse en las caricaturas.

¿Se puede uno imaginar algo más simbólico que esta escena?

En una escena al interior de una barbería, Bugs Bunny –Groucho Marx, un judío– se enfrenta por enésima vez a Elmer Fudd –alguien simplemente obsesionado con matarlo; la caricatura del antisemitismo–. Y al ritmo de una de las páginas más célebres de Rossini –la ópera, ese universo en el que los judíos llegaron a destacarse al máximo, para dolor de los antisemitas europeos–, llega el momento en que Bugs, en el papel de El Barbero, le pone una toalla caliente a Elmer en la cabeza. Al quitársela, le ha quitado también el rostro. Vuelve a ponerle la toalla, la remueve y remueve, y al quitarla, Elmer ha recuperado su rostro, pero está al revés.

Una formidable parodia de un conflicto histórico.

Parodia que, puesta en manos de caricaturistas y productores judíos, nos hizo reír.

 

 

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