Enlace Judío México.-“Desde que recuerdo, la línea entre la fantasía y la realidad ha estado siempre irremediablemente borrosa”. Con esta frase empieza el libro Memorias, de Roman Polanski. Libro escrito hace 35 años pero editado recientemente por primera vez en español por la editorial Malpaso.

La frase en cuestión es especialmente significativa en este libro, primero porque viene de un cineasta que jugó más de una vez en sus películas con personajes que no distinguían del todo bien cuánto de lo que veían era real, y cuánto alucinado. En segundo lugar, porque la vida de Polanski ha tenido episodios tan extravagantes y pesadillescos, que uno se ve obligado más de una vez en este libro a leer un párrafo dos veces por no poder creer lo que le sucedió a lo largo de su existencia.

De hecho, puede que no haya vida más llamativa en la historia del cine que la de este realizador. De ella se conocen sobre todo tres cosas: su vivencia como judío sobreviviente durante la época de la ocupación nazi en Polonia; el horrendo asesinato de su mujer Sharon Tate y amigos suyos a manos de la secta de Charles Manson; y las denuncias y juicios por haber abusado de mujeres menores de edad (el caso más conocido: el de Samantha Geiner, que provocó que Polanski huyera de Estados Unidos para no ir preso).

En su libro Memorias uno puede enterarse de otros hechos que siguen la misma línea de lo excepcionalmente terrible y que resultan menos conocidos, como que en la década del cincuenta casi se convirtió en víctima de un asesino serial, y que sufrió un accidente de autos que lo dejó al borde de la muerte.

Es casi imposible no leer las memorias de Polanski sin relacionarlas con su propio cine: uno marcado por la paranoia y la perversión y con personajes sumergidos en mundos absurdos que nunca terminan de comprender. Ahora bien, una vida plagada de situaciones interesantes (aunque sean interesantes desde lo morboso o lo trágico) no hacen necesariamente un libro interesante. Para esto tiene que haber una buena escritura detrás, y Polanski por suerte la tiene. Hay varias pruebas de esto a lo largo del libro.

La primera es la capacidad del director de narrar los hechos más terribles con una prosa seca, como de quien miró estas cosas no tanto desde la emoción como desde el shock o el extrañamiento. En este sentido, sus potentes relatos sobre los hechos de los que fue testigo durante la ocupación nazi en Cracovia son absolutamente ejemplares. Polanski va acumulando hechos aberrantes y alternándolos con vivencias propias de un chico, adentrándonos incluso en las vivencias de un nene que va asimilando como parte de su realidad matanzas y hechos de una crueldad infinita. Incluso cuando cuenta las secuelas psicológicas que esto le acarrea (como cuando habla de cómo empezó a orinar la cama) no lo hace remarcándolo como producto del trauma, sino que lo narra como un hecho más, confiando en que la inteligencia del lector sabrá unir los puntos entre una cosa y otra.

Lo mismo sucede con los otros hechos terribles que le tocaron en desgracia, incluso el propio asesinato de Sharon Tate, que Polanski llega a narrar en un capítulo con una lógica prácticamente policial, sin por esto entrar en la crónica morbosa.

Fuera de estos hechos, el libro tiene otras vivencias y opiniones clave: muchísimas historias de rodaje, varias anécdotas con drogas alucinógenas (una de las cuales es descripta por Polanski con la admirable precisión de un cirujano), y varias más sobre encuentros sexuales.

Llaman la atención, entre todo esto, al menos dos cosas del director que se van decantando a lo largo del libro. La primera es un carácter más bien egocéntrico, que le impide admitir demasiadas influencias artísticas en su cine y lo hace ser bastante mezquino con otros realizadores. A lo largo del libro, Polanski apenas si nombra cineastas, y cuando lo hace casi nunca habla bien de ellos.

Sí le reconoce a Andrezj Wajda (imposible no hacerlo, por otro lado) ser el primer renovador genuino del cine polaco, y en algún punto lo termina viendo como un mentor. Y hay unas palabras de admiración hacia Federico Fellini (sobre todo a su película 8/12), y un halago brillante a Ingmar Bergman (“su genio consistía en hacerle creer al espectador que si éste no entendía algo de su cine, la culpa era de él y no del realizador”). Pero por ejemplo no tiene palabras para los Macbeth hechos antes que el suyo (incluyendo el de Welles y el de Kurosawa), y desprecia casi por completo tanto a la Nouvelle Vague como la influencia que tuvo sobre el cine posterior.

a segunda es la idealización acaso excesiva que tiene de su historia de amor con Tate. Al punto tal llega esto que en una de las páginas del libro la describe no sólo como la mujer más importante de su vida, sino como prácticamente una dama perfecta. La descripción del matrimonio con ella no es menos idílica, y no deja de contrastar fuertemente con la descripción que Polanski hace de todas sus relaciones, tanto anteriores como posteriores: atormentadas y repletas de mentiras e infidelidades (de hecho, Polanski llega a decir que para él el hombre fiel es una persona resentida).

Si esta descripción de Tate y la pareja que formó con ella es producto de un recuerdo idílico a partir de la idealización de una muerta, si es una descripción verídica de un hecho o si es un recurso de un escritor para que su asesinato tenga aún mayor dramatismo, es algo que no sabemos.
Así y todo y como era de esperarse, el costado más turbio de esa desconfianza hacia la palabra del escritor aparece cuando Polanski decide contar el suceso de Samantha Geiner.

Hechos como estos han despertado el viejo y conocido dilema de hasta qué punto uno puede separar a un artista de su obra. Y en casos más extremos, de si uno debería continuar valorando la obra artística de alguien que consideramos que ha cometido actos moralmente repudiables. En lo personal, no puedo pensar más que una mala idea. Con ese criterio, no podríamos ver pinturas de Caravaggio por su condición de homicida, o ver obras de Arthur Miller por ser un padre abandónico y negador de un chico Down, o –en el caso más extremo de todos- no usar las hermosas tipografías de Eric Gill porque abusó sexualmente de sus propias hijas. Privarse de esas obras no tiene demasiado sentido.

Diferenciar por completo los actos e ideologías de los artistas de sus obras es la mayoría de las veces lo más lógico a hacer. Sirve para no relativizar sus actos mediante la excusa del arte que hicieron, ni para que uno se sienta absurdamente mal si está apreciando algo extraordinario que hizo. Por decirlo de una manera sencilla, Polanski realizó obras maestras mayores, como Barrio Chino, El Bebé de Rosemary y El Cuchillo bajo el agua. Y Polanski abusó de una chica de 13 años. Ninguna de las dos cosas son excluyentes, y lo único que prueba es lo que todos ya sabemos: que un artista puede hacer cosas perfectas, aun cuando él mismo este lejos de serlo.

Fuente: Infobae