Enlace Judío México e Israel.- Dice un viejo refrán mexicano que genio y figura, hasta la sepultura. Y sí. En general, es cierto: la gente no cambia. En el ocaso de su vida, el líder de la Autoridad Palestina parece obstinarse en hacer todo un show que nos demuestre que, verdaderamente, nunca cambió. Ni él ni su organización. Que sólo sigue siendo el mismo terrorista mediocre, frustrado y derrotado de siempre.

IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Mahmoud Abbas me hace recordar ese viejo rocanrolito que, en otras épocas de mi vida, me parecía indignante. Decía algo así como “si travesuras hice yo y mi mamá me regañó, me enojo yo”. Aparte de que me parecía una pésima rima, también me parecía chocante que se jugara con la idea de un niño que se la pasa creando problemas y que además se enoja si lo regañan.

Pero así es la realidad. A lo largo de la vida te vas topando con personas que cuadran perfectamente en ese perfil irracional, sólo que en niveles más grandes. En algunas ocasiones, hasta más peligrosos.

Cuando Mahmoud Abbas llegó al poder en 2005, había muchas expectativas buenas sobre él. Arafat había muerto de manera penosa y en absoluta desgracia, aislado, enfermo, y derrotado prácticamente en todos los frentes de combate que mantuvo en la vida. En esa coyuntura, Abbas fue visto como un “moderado” que podía darle un rumbo diferente a la política palestina, lo cual podría consolidarse en un tratado de paz con Israel y el establecimiento definitivo de un Estado palestino.

Pero no se tardó demasiado en mostrar su verdadero rostro. Acaso el primer síntoma de que las cosas estaban muy mal –aunque occidente prefirió hacerse de la vista gorda– fue que en 2009 concluyó su mandato como Presidente de la Autoridad Palestina, y no convocó a nuevas elecciones. Se perpetuó en el poder de manera ilegítima (situación que prevalece hasta el día de hoy).

Respecto a las negociaciones no hay nada que decir, justo porque Abbas nunca aceptó negociar. Su carrera política sólo fue un cúmulo de pretextos para no sentarse a la mesa con ningún israelí para buscar verdaderas soluciones. Lo más que llegó a hacer en cada oportunidad fue sentarse a la mesa para tratar de discutir las condiciones que los israelíes tendrían que aceptar para realmente negociar.

Absurdo: negociar cuándo vamos a negociar. Pero siempre con la misma actitud: yo exijo, tú cedes. Y si no cedes, me enojo yo. Y luego voy a la ONU y con la prensa internacional e insisto en que tú eres quien sabotea el proceso de paz, porque no cedes a las exigencias que te hago para que nos sentemos a negociar. Y si cedes y haces lo que te pido, entonces te pido más cosas, de tal modo que nunca me tengas contento y yo pueda decir “contigo no negocio la negociación”.

El grandísimo error de Abbas fue creer que el antisemitismo (disfrazado de anti-israelismo) predominante en la ONU y Europa –y durante la gestión de Obama, también en los Estados Unidos– haría que finalmente Israel se doblara ante la presión internacional.

Pero cometió un grave error de cálculo, y es que hay algo más importante que el antisemitismo internacional: el dinero. Y lo cómico o irónico del caso es que no se trató del dinero israelí, sino del dinero palestino.

Durante los últimos 40 años, los palestinos han recibido casi 32 mil millones de dólares en ayudas. Si tomamos en cuenta que hay unos 5 millones de palestinos, se podrían haber repartido 6,400 dólares a cada uno. Entonces, una familia de 6 integrantes –papá, mamá, tres hijos y un abuelo; algo nada raro en la sociedad palestina– habría recibido 38,400 dólares. Suficientes para comenzar un negocio propio y además gastar en los negocios propios de las familias circundantes, y con ello activar la economía palestina.

Pero no. El dinero se perdió miserablemente en terrorismo y corrupción. Darse una vuelta por Ramallah o cualquier otra ciudad palestina es penoso. Tanto, que muchos les siguen llamando “campamentos de refugiados”. Treinta y dos mil millones de dólares no sirvieron para arreglar esos lugares (para darse una idea de lo que estamos diciendo, tómese en cuenta que después de la II Guerra Mundial el Plan Marshall le asignó a Alemania 1.2 mil millones de dólares para su reconstrucción; en ese momento, Alemania tenía 40 millones de habitantes, diez veces más que los palestinos; la diferencia fue que los alemanes –pueblo y gobierno– además tenían las ganas de hacer las cosas bien).

Por eso los países árabes se hartaron de soltar dinero indiscriminadamente a los palestinos. Llegó un punto en que comenzaron a ser más exigentes para aceptar esos cañonazos de billetes que, en realidad, sólo servían para mantener el opulento modus vivendi de los líderes de Al Fatah.

Por supuesto, los palestinos se indignaban cada vez que los otros árabes empezaban a poner condiciones, y chillaban diciendo que nadie tenía derecho a imponer sus criterios en la sociedad palestina. Error: cuando dependes económicamente de alguien, lamentablemente estás sujeto a sus criterios. No puedes pretender la gansada de sólo exigir millones de dólares y no darle cuentas a nadie.

Ahora quien se ha hartado de esa situación es Estados Unidos, y ha cancelado sus aportaciones a la UNRWA –la infame agencia de la ONU encargada de “resolver” el problema de los refugiados palestinos–. Además, ha ordenado el cierre de la representación diplomática de la OLP en Washington (que funcionaba como embajada de facto).

Abbas y su gente han dicho que la conducta estadounidense es, literalmente, una guerra. Lo dicen como si trataran de amenazar.

¿Amenazar a quién? ¿Amenazar cómo? Me recuerdan el chiste del elefante que pisa un hormiguero y todas las hormigas se le suben para intentar vengarse. El elefante se sacude y todas caen al piso, menos una que se mantiene en el cuello del paquidermo. Sus compañeras la ven y le comienzan a gritar “¡Ahórcalo! ¡Ahórcalo!”

Mahmoud Abbas ha sido un político enano y berrinchudo. Un desastre de estadista (lo de “estadista” fue retórico). En el trayecto final de su vida –tiene 83 años de edad–, deja a su propio pueblo hundido en la misma enanez y sin perspectivas reales de mejorar su situación en prácticamente ningún aspecto.

Lo más que sigue logrando es incrementar su repertorio de berrinches. Ofrece becas para terroristas, le quitan el dinero, y chilla apelando a que nadie tiene derecho a tratar de cambiar “la memoria histórica de los palestinos”. Tal vez, pero entonces nadie tiene tampoco la obligación de mantenerlos.

Abbas ha llegado al punto en el que el único apoyo que sigue recibiendo de manera casi incondicional viene de Europa. Pero no es suficiente. Los grandes jerarcas árabes hace mucho que dejaron de verlo con simpatía, y los Estados Unidos –que aportaban el 35% del dinero que recibían los palestinos– han cerrado y guardado la cartera. Ni un dólar más, hasta que Abbas y compañía estén dispuestos a sentarse a negociar en serio con Israel.

Y no a negociar cuándo va a comenzar la verdadera negociación, sino a negociar un tratado de paz.

Los políticos en Ramallah andan nerviosos porque no falta mucho para que Estados Unidos haga público su plan de paz para la zona, y ya se han filtrado rumores respecto a que la solución propuesta por la potencia norteamericana podría girar en torno a un proyecto de confederación integrado por Jordania y Palestina.

No es una solución que les guste a los palestinos. Implica, en términos prácticos, que el gobierno jordano acabará tomando el control de la política en la zona.

Pero Abbas no cede.  En medio de esos dimes y diretes, ha exigido que la confederación sea tripartita, y que Israel también esté incluido. Todavía sueña con una solución impuesta desde afuera en la que los 5 millones de palestinos puedan invadir el Estado Judío y destruirlo desde adentro.

Ese fue, desde siempre, su más anhelado sueño. Le consagró su vida no a mejorar las condiciones de vida de su gente, sino a tratar de destruir a Israel.

Al igual que Yasser Arafat, fracasó estrepitosamente en el intento.

Pero morirá soñando con que un día Estados Unidos aparecerá diciendo que hay que crear las condiciones para que los palestinos invadan Israel, y que entonces Israel dirá “acepto”. Casi lo tuvo con Obama y Kerry, pero se topó con lo peor que una persona como Abbas podía toparse: Benjamín Netanyahu. Un político demasiado consciente de la realidad y de las nefastas intenciones del heredero de Arafat, el padre del terrorismo moderno.

Así, poco a poco, su figura se va eclipsando y su destino se va sellando: morir en la absoluta ignominia.

Mientras, su pueblo sigue sufriendo todo tipo de desgracias. Malos trabajos, corrupción, pésimos servicios, inseguridad. Y sigue esperando que venga alguien a traer soluciones reales, útiles, viables.

Una cosa ha quedado clara después de las desastrosas gestiones de Arafat y Abbas: de la Autoridad Palestina, dichas soluciones no van a llegar.

 

 

 

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